El discurso en torno a la llamada reforma del Estado es poderoso y atractivo. Lamentablemente en las propuestas que se han presentado hay, como elemento común, un total desprecio por el funcionamiento de los mercados. En lugar de alentar oportunidades interesantes de desarrollo político, profundizar la democracia y articular un esquema institucional propicio para el desarrollo de un mejor sistema de gobierno, lo único que se busca a toda costa es el control. El divorcio entre el desarrollo económico y la nueva institucionalidad política propuesta es patente.
Evidentemente, las propuestas de los diversos partidos políticos no son iguales ni parten de las mismas premisas. Cada uno ha articulado una oferta que, seguramente, concilia las corrientes partidistas internas y expresa un consenso entre sus distintos factores de poder. En dichas propuestas se puede apreciar la visión sobre sus expectativas y la percepción acerca de las posibilidades para el futuro mediato. Lo patente, sin embargo, es que no existe congruencia entre esas propuestas y el cambiante entorno económico que caracteriza al mundo en que vivimos.
La propuesta del PRI muestra una dualidad que no acaba por resolverse. Parece claro que los priístas no han decidido si apostar por la recuperación de la presidencia o encumbrarse en el poder legislativo. Algunas de sus propuestas parten del reconocimiento de un poder presidencial minado a causa de la división de poderes característica del país de hoy, razón por la cual plantean el fortalecimiento del poder ejecutivo como un factor imperativo para el desarrollo de un mejor sistema de gobierno. Por otro lado, proponen una serie de medidas que buscan afianzar al partido en el poder legislativo y darle una capacidad de control sobre la toma de decisiones del presidente. Visto desde lejos, no cabe duda que hay un deseo de recomponer la estructura del poder en el país, pero sin perder la posibilidad de llegar a la presidencia o, en su defecto, controlarla desde afuera. Parece poco probable que ambos objetivos sean consistentes entre sí, por lo que su propuesta es fundamentalmente pesimista y, quizá, por ello más institucional (podría lograr un equilibrio aunque ese no sea su propósito), no por diseño sino como consecuencia de su propio entuerto.
La propuesta del PRD es también titubeante pero de otra manera. Por un lado, destaca la expectativa (¿será esperanza?) de ganar el poder ejecutivo en la próxima vuelta (lo que les llevaría a conferirle amplios poderes a la presidencia). Al mismo tiempo, es perceptible la duda de si no sería mejor desarrollar un sistema institucional. Como los priístas, el PRD parece ofrecer una visión que refleja la duda de lo que será posible, de dos expectativas contrastantes, pero con una diferencia fundamental: el PRD no tiene duda sobre su interés en la presidencia, cree que es factible y por ello invierte sus esfuerzos en fortalecer más al poder ejecutivo.
Irónicamente, el PAN es el partido con la propuesta menos clara y acabada. Aunque por décadas los panistas propusieron esquemas de desarrollo institucional que el PRI nunca atendió, sus planteamientos reflejan una acusada ambivalencia. Por un lado, es evidente su ánimo de proteger y arropar al presidente surgido de su partido; por otro, la agenda tradicional del PAN apuesta por una mayor institucionalidad democrática. Es posible que esa ambivalencia se agudice por la lucha existente al interior del partido: entre la agenda social que para muchos panistas parece trascender el mundo terrenal y la agenda del poder que requiere la toma de decisiones y su ejecución en la vida real. También es posible que, en su calidad de partido en el gobierno, el PAN haya optado por un conjunto de propuestas que hagan posible la convergencia de los otros dos partidos en un proyecto de reforma común.
Lo que ninguno de los partidos contempla en sus propuestas y preocupaciones es el desarrollo de los mercados y de la economía en general. Por supuesto, su objetivo es reorganizar las estructuras institucionales del poder en el país tras la caída del viejo presidencialismo y eso quizá explique su concentración en temas propios del gobierno y del poder. Pero uno tiene que preguntarse cuál es, o debe ser, el objetivo del gobierno y de la organización del poder si no la creación de un entorno apropiado y propicio para el desarrollo económico que es, a final de cuentas, lo único que importa para el 99% de los mexicanos.
De hecho, no hay una preocupación por los temas de desarrollo económico, además de que destaca una perceptible y acusada nostalgia por los viejos esquemas de desarrollo iniciados, promovidos y controlados por el gobierno. Esa nostalgia por la rectoría económica y por sus instrumentos terrenales son preocupantes, porque vienen asociados con mecanismos de colusión, ausencia de transparencia y una cultura de “consenso” que no es otra cosa que un contubernio entre el gobierno o sus personeros y aquellos sindicatos o empresarios interesados en obtener prebendas y excepciones en vez de atender al consumidor y competir con calidad y precio por su preferencia.
Es decir, las propuestas presentadas hasta el momento no sólo no convergen con las exigencias de una economía moderna que requiere de menos obstáculos, mejores condiciones para operar y un marco de reglas estables y confiables, sino que evidencian un fuerte sesgo anti mercado. Es posible extrapolar las propuestas de reforma institucional al ámbito de la regulación económica e imaginar un escenario en el que se privilegia el endeudamiento sobre el acceso al mercado de capitales para el desarrollo de las empresas. Ese mismo prejuicio llevaría de inmediato a impedir que, por ejemplo, las Afores invirtieran en el mercado de valores, lo que dificultaría que el sistema de ahorro para el retiro optimizara los rendimientos para contar con fondos suficientes para un retiro digno. La toma racional de riesgo, que es la esencia de los mercados y de la inversión productiva, choca con la lógica abrumadora del control.
Puesto en otros términos, las propuestas de reforma del Estado muestran que no hay preocupación por el desempeño de la economía y, en todo caso, que prevalece un desprecio por las realidades económicas de nuestro tiempo. En lugar de preocuparse por el desarrollo del país, las propuestas manifiestan una obsesión por el poder y el mantenimiento del statu quo. De avanzar por ese camino, podemos estar seguros que no lograremos ni la institucionalidad ni el desarrollo.
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