Corrupción y religión

La corrupción se ha vuelto el tema nodal de la política mexicana. Aunque no exista evidencia contundente respecto a la medida en que la corrupción afecta, facilita o impide el funcionamiento de la economía, el hecho político es que la corrupción se ha tornado en el factor alrededor del cual gira la discusión pública, los procesos electorales, las decisiones de ahorro e inversión y, por más que lo nieguen, los cálculos de los políticos. La pregunta es qué hacer al respecto.

En lugar de encabezar la procesión, el gobierno se ha dedicado a ignorar el asunto, dándole largas y creando mecanismos diseñados para cubrir las apariencias sin que nada cambie. El vacío de ese no actuar le costó sangre el domingo pasado, además de que dejó la iniciativa en manos de activistas y ONGs, muchos de los cuales han convertido su lucha en una nueva religión, fundamentando su gesta no en argumentos analíticos (en parte porque la evidencia no es infalible), sino en creencias: si se promueve tal o cual programa o se adopta una fórmula prestablecida, la corrupción se evaporará como por arte de magia.

En el corazón de la discusión sobre la corrupción yace un contraste fundamental de visiones: para unos, la solución al problema de la corrupción radica en nuevas leyes, independientemente de todas las inéditas con que contamos pero no se aplican. María Marván dice que no hay problema suficientemente pequeño que no amerite una nueva ley o uno suficientemente grande que no justifique una enmienda constitucional. Pero esto no disuade a los creyentes, quienes suponen -contra toda evidencia histórica- que más leyes, más regulaciones y más requerimientos, además de nuevas comisiones y agencias gubernamentales, van a erradicar el fenómeno. Al final del día, la pregunta relevante es si esta forma de proceder es susceptible de modificar la realidad.

La alternativa es pensar al revés: en lugar de hacer más de lo mismo (más leyes, más burocracia), ¿por qué no reconocer que al menos parte de lo que genera oportunidades de corrupción es precisamente la naturaleza de nuestras leyes, regulaciones y organismos burocráticos? ¿No será que la existencia de tantas restricciones, facultades burocráticas y requerimientos es lo que hace posible -y, de hecho, promueve- la corrupción?

Una experiencia personal, en un espacio muy específico, me enseñó una gran lección: cuando era yo estudiante en EUA, un día fui al departamento de licencias de conducir a solicitar que le pusieran un guion entre mi apellido paterno y materno a mi licencia porque tenía yo problemas en la biblioteca y en el banco dado que, a la usanza norteamericana, ellos me reconocían por el segundo apellido y no el primero. Pensando que era una obviedad, fui a la oficina y solicité el cambio. El operario fue sumamente amable, pero me mostró en su pantalla que él no tenía acceso a esos campos. Me dijo algo así como “simpatizo con su problema porque yo sufría de lo mismo, pero no se puede resolver excepto por mandato de un juez”.

Años después, cuando comenzaron los secuestros exprés en la ciudad de México, fui a la delegación a solicitar un cambio de dirección a fin de quitar la de mi casa. Armado con un comprobante de domicilio de mi oficina, le expliqué el motivo de mi visita el funcionario. Sin chistar me respondió “cien pesos”. Cien pesos de qué le pregunté. “Son cien pesos por el servicio”. ¿Y si quisiera cambiar mi nombre en la licencia? “Cien pesos”. Los cien pesos eran por el favor de cambiar la información y el funcionario tenía acceso a cualquier campo en su computadora, y el poder que eso entraña.

Yo no puedo afirmar que el funcionario mexicano fuera corrupto y el estadounidense un modelo de probidad. Lo que sí se es que un sistema que le confiere tanta discrecionalidad a funcionarios menores (y mayores) es inmensamente propenso a la corrupción. Al funcionario estadounidense no se le podía ocurrir cobrar por el “servicio” porque no tenía ninguna posibilidad de proveerlo.

Si uno extrapola estos ejemplos a la vida cotidiana de la burocracia donde se deciden proyectos, compras, contratos, regulaciones y toda clase de permisos, licencias y concesiones, el potencial de corrupción es inmenso. La discrecionalidad en manos de funcionarios actuando sin contrapeso efectivo equivale a una ingente oportunidad para cometer actos arbitrarios. Si bien la burocracia federal enfrenta infinidad de mecanismos de revisión (que obviamente no impiden la corrupción), a nivel estatal y municipal ni siquiera eso existe.

Entonces, ¿no sería mejor eliminar tanto requisito de permiso y licencia que le confiere tantos poderes a las autoridades para favorecer a intereses particulares? ¿No sería mejor mover todas las transacciones de compras gubernamentales y contratos de todo tipo vía internet, a la vista de todo aquel que lo quiera ver? O sea, ¿no sería mejor abrir en lugar de cerrar, confiar en la transparencia real -no la legislada sino la que realmente permite ver- y en los mercados?

Luego de 500 años de historia -trescientos de colonia y doscientos de reino burocrático- sería razonable concluir que más requisitos y restricciones van a arrojar exactamente el mismo resultado: simulación e impunidad.

@lrubiof

 

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.