Costo y beneficio

Competencia y Regulación

México tiene dos economías que casi no se comunican, circunstancia que no vaticina un final feliz. La economía dual no hace sino causar estragos y, mientras más se posponga su integración, peor será el impacto sobre el empleo y el bienestar de millones de familias. El dilema es evidente, pero los riesgos de no actuar son crecientes, sobre todo en la medida en que la economía digital arrasa con todo lo que existía antes.
El dilema no es simple: por un lado, diversos mecanismos de protección y subsidio, que se perciben como política social, han fomentado un crecimiento constante de la economía informal y preservado una vieja industria manufacturera cada vez más obsoleta. Por el otro, la industria exportadora compite exitosamente con los mejores del mundo. La primera produce, quizá, el 20% del PIB industrial, pero emplea al 80% de la mano de obra en el sector. Lo opuesto ocurre con la industria exportadora. Aunque sin duda hay corrupción en la asignación de subsidios y en los aranceles, el verdadero problema es que no se ha llegado a reconocer que la existencia de esta dualidad es la principal causa de la falta de crecimiento de la economía. En el fondo, la razón por la cual se sigue preservando el esquema tiene mucho que ver con el riesgo percibido que se derivaría de la potencial pérdida de empleos, y con el clientelismo que esa circunstancia genera.
La revolución digital entraña una transformación radical del mercado de trabajo: en los países desarrollados hay profesiones enteras que han desaparecido del mapa, substituidas por computadoras. Según dos profesores de Oxford, 47% de todos los empleos existentes podrían acabar siendo automatizados en las próximas décadas. Aunque en el corto plazo México pueda “cachar” algunos de esos empleos como lo ha venido haciendo, tarde o temprano, de manera inexorable, la automatización nos afectará.
Si uno lee la historia de la revolución industrial al inicio del siglo XIX, lo notable es lo violento, en términos de dislocación económica, de la transición de la agricultura y actividades manuales hacia la automatización inherente a los motores operando con la fuerza del vapor*. A dos siglos de distancia, es fácil minimizar la profundidad del cambio que ahí ocurrió, pero todo indica que lo de entonces no fue nada comparado con lo que viene. Aunque no tengo duda que a la larga (casi) todo mundo saldrá ganando, no hay forma de ignorar dos hechos evidentes: la desaparición de una multiplicidad de empleos y la lentitud con que nuevas oportunidades comenzarán a nacer. Ese contraste es el que genera enorme preocupación en los gobiernos del mundo, pero no cambia el hecho de que, tarde o temprano, todo acabará ajustándose. Quedan dos preguntas clave: por un lado, si es posible atajar el golpe que viene y, por el otro, si el tipo de medidas que se han empleado en México son las adecuadas.
Lo primero que parece evidente es que el torrente de cambio que se aproxima será brutal. Más allá de los escenarios que anticipan distintos estudiosos, lo que ya ha comenzado a ocurrir en diversas actividades profesionales (contadores, abogados, algunas ramas de la medicina, cajeros, etcétera) sugiere que la dislocación que ocurrirá en todas las actividades productivas será enorme. La verdadera disyuntiva resulta ser entre intentar contener las aguas torrenciales que vendrán o preparar al país y a la población para navegar en ellas lo mejor posible.
Tres parecen ser las fases, al menos en un plano conceptual, con las que habrá que lidiar: la primera es la automatización de actividades y procesos; segundo, la creciente complejidad de los procesos y la consecuente demanda de personal, a todos niveles, con excepcionales grados de preparación y habilidad; y, tercero, la desaparición de segmentos enteros de actividades y profesiones en los que ya no habrá fuentes de empleo. Cada una de estas fases entraña consecuencias propias, pero lo que resulta evidente es que se requiere una política pública avezada, muy enfocada, para darle a todos los mexicanos la oportunidad de “hacerla” en esta nueva etapa del mundo.
Siguiendo la literatura disponible, es claro que se requiere pensar en términos de un cambio radical de estrategia, orientada toda ella a lograr saltos cuánticos en el crecimiento de la productividad. Para ello será imperativo atender a las cadenas productivas, la estructura de los mercados, la infraestructura (igual de seguridad que patrimonial y física) y la educación, sobre todo técnica: habilidades. El punto es lograr una generalización del crecimiento de la productividad y no, como hoy, donde perviven espacios de ingente crecimiento de ésta con otros que le restan. Hoy, como en las primeras décadas de la revolución industrial, los beneficios del crecimiento de la productividad se concentran en unas cuantas empresas y regiones del país.
El riesgo de desempleo masivo es evidentemente de la mayor preocupación. Aunque la historia demuestra que el cambio tecnológico, por disruptivo que sea, siempre genera nuevas oportunidades, no me cabe duda alguna que puede haber momentos (en ocasiones largos) de dislocación. Al final, la disyuntiva para el gobierno reside entre seguir escondiendo la cabeza como si fuera un avestruz o comenzar a articular una estrategia que haga posible la siguiente era del crecimiento. Las reformas son importantes, pero la ejecución lo es todo. Esto último incluye la imperiosa necesidad de anticipar  y prever, no la mayor de nuestras cualidades.
*un gran libro para esto es The Second Machine Age

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.