“Muchos son los andantes,” dijo Sancho. “Muchos,” respondió don Quijote, “pero pocos los que merecen nombre de caballeros.” Las instituciones no nacen siendo fuertes: van ganando fortaleza -o perdiéndola- en la medida en que avanzan en su cometido y se ganan el respeto de la ciudadanía. No basta con que existan las instituciones (producto de un acto político, usualmente en la forma de una decisión legislativa); las instituciones se vuelven parte de la fibra social si la sociedad las abraza y acepta como suyas. Cuando esto no ocurre, las instituciones se tornan en edificios vacíos sin credibilidad. La mayoría de nuestras entidades “autónomas” y regulatorias (pero ciertamente no todas) ha fallado en lograr el reconocimiento y legitimidad popular porque no han comprendido el momento, su función o las circunstancias por las que atraviesa el país. Un ejemplo de ello es la Comisión Federal de Competencia, COFECO.
La monarquía española a partir de la muerte de Franco es un buen ejemplo de cómo se constituye y afianza una institución. Aunque el dictador organizó su sucesión utilizando al hoy rey Juan Carlos como medio de continuidad, la monarquía se consolidó y fue aceptada por la sociedad sólo cuando se dio la intentona de golpe de Estado por parte de Tejero, un lustro después. Fue en ese momento, cuando el rey se convirtió en el factor clave de estabilidad y retorno a la normalidad democrática, que la monarquía demostró su trascendencia y la importancia de su función.
La viabilidad y credibilidad de una institución depende de la forma en que se conducen quienes la encabezan. El IFE se ganó su lugar en parte por la labor de su consejo, pero no es posible ignorar que la suerte jugó un papel estelar: de no haber ganado en 2000 el candidato políticamente correcto, su credibilidad habría sido ínfima. No por casualidad sufrió un embate brutal y visceral en 2006, tan grande que hizo factible la remoción de su consejo, como si éste no tuviera valía. Nunca logró consolidar su legitimidad.
Cuando es joven, una institución tiene que ganarse la credibilidad en su ámbito de acción. En países con instituciones fuertes y bien desarrolladas, la creación de una nueva entidad no constituye un desafío mayúsculo y, aunque también tiene que ganar su espacio, el ambiente tiende a facilitarlo. La situación es muy distinta en un país como el nuestro, donde la concentración de poder ha sido tan vasta, la vida política dominada por un solo partido y la separación de poderes tan endeble. En un contexto de opacidad, corrupción, cacicazgos, líderes “fueres” y “morales”, no es fácil la incorporación de entidades diseñadas para profesionalizar el ejercicio del poder, arbitrar disputas, garantizar el acceso a la información, regular la actividad económica o la transparencia de la actividad pública y política. Se trata de un choque de conceptos, principios, prácticas, tradiciones y, no menos importante, intereses. Es, por decir lo menos, una enorme contradicción.
En un contexto así, una nueva entidad tiene que desarrollar una estrategia para acreditar su viabilidad, ganar la aceptación de la población y construir su legitimidad. La COFECO nació en el momento en que comenzaba la liberalización económica: el gobierno abandonaba una forma de control y supervisión directa y comenzaba a construir un nuevo esquema, fundamentado en una economía abierta, procesos de privatización de empresas y una desregulación generalizada. La nueva comisión nació con el mandato crucial de asegurar que los mercados en la economía mexicana fuesen competitivos, es decir, que no hubiera prácticas monopólicas, que las regulaciones no favorecieran a unos jugadores sobre otros, todo para el beneficio del consumidor.
No era un mandato fácil, dada la naturaleza ya de por sí oligopólica de la economía. Tampoco era sencillo por la existencia de enormes empresas, algunas recién privatizadas, controlando sectores enteros y concentrando la atención de los consumidores, analistas y críticos. La Comisión tenía dos opciones: irse contra los grandes asuntos o contra otros menos visibles pero igualmente importantes. No hay que perder de vista que el fenómeno de concentración se reproduce en todos los niveles, regiones y sectores. Ir contra los grandes implicaba irse contra entidades con mucho dinero y mucho poder; irse contra las menos grandes habría implicado golpes quizá menos efectistas pero tal vez más certeros. La relación de poder ciertamente habría sido distinta.
La COFECO optó por lo visible sin reconocer el riesgo en que incurría. Al irse contra los grandes, también se fue contra los poderosos: con bolsas grandes para contratar abogados y procurar amparos, relaciones políticas por todos lados y una infinita capacidad de corromper. No por casualidad, luego de años de intentos fallidos, tiene muy poco que mostrar como resultados tangibles. Abrió procesos contra la mayoría de las empresas y sectores que, correctamente o no, más se asocian con prácticas monopólicas o abusos al consumidor. Sin embargo, las pocas batallas que ganó acabaron siendo pírricas. Algunas todavía están en veremos. Dos décadas después de su creación tiene muy poco o nada que mostrar como beneficio al consumidor que es, supuestamente, su mandato. No es casual que su credibilidad sea tan endeble y que, por lo tanto, los políticos anden viendo cómo la modifican una vez más. El caso del IFE es sugerente.
Por supuesto, no hay nada de malo de concentrarse en los asuntos más grandes y visibles, excepto que, tratándose de asuntos de poder -una institución endeble frente a unos monstruos perfectamente establecidos- la probabilidad de ganar es poca. Quizá la nueva ley de amparo abra espacios hasta ahora imposibles, pero incluso en esa circunstancia no es posible ignorar la obviedad y la ironía para una entidad que se cree autónoma: ese cambio sólo fue posible gracias a la imposición presidencial.
Quizá el resultado hubiera sido otro de concentrarse la comisión en mercados más limitados pero con mayor probabilidad de éxito. Algunas obvias para mí, pero claramente no exclusivas, son: la industria de gases industriales, dominada por dos entidades que, según parece, se comunican entre sí; la del transporte de carga y de pasajeros, que se dividen el mercado; la de los famosos “tags” para las carreteras, que permiten monopolios individuales. No faltan ejemplos de abuso al consumidor y de inoperancia de la COFECO.
Unos cuantos triunfos perceptibles para el consumidor habrían creado una comisión efectivamente autónoma, no una siempre dependiente de la venia gubernamental. Habrá que comenzar de nuevo, una vez más.
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