Los mexicanos estamos hartos de la violencia, las matanzas, la extorsión, los secuestros, la falta de seguridad y la displicencia que al respecto manifiesta la autoridad. En eso hay un consenso casi absoluto y universal. Donde se divide -y polariza- la opinión es en qué hacer al respecto y, sobre todo, si Felipe Calderón cometió un error al atacar las bandas del crimen organizado. Para algunos, el verdadero problema fue creer que la inseguridad es un problema: hubiera sido mejor, dicen, negociar la paz con los criminales, dejarles su espacio y, con eso vivir en paz. Es decir, en esta lógica, el error fue “pegarle al avispero” porque eso provocó la violencia.
Detrás de la discusión sobre la seguridad pública yacen dos asuntos que con frecuencia se mezclan pero que son distintos: por un lado, la función del gobierno en materia de seguridad y, por otro, la estrategia que debe o puede seguirse para lograrla. O sea, lo primero es el objetivo al que debemos aspirar y lo segundo es cómo avanzar en esa dirección. Aunque la disputa respecto a la seguridad se centra en lo segundo, la realidad es que lo importante es lo primero. Quienes perciben que el problema fue “pegarle al avispero” no comprenden que fue la naturaleza del régimen político lo que hizo posible la paz en el pasado, además de que desprecian el pánico en que vive la ciudadanía.
Hay una enorme dosis de nostalgia en la noción de que se puede retornar a esa era mítica de paz y tranquilidad que funcionaba porque el gobierno “negociaba” con los criminales. Esa nostalgia, que alimenta el discurso de AMLO y ha sido la guía de acción del gobierno actual, parte de una premisa errónea: que la paz y estabilidad que efectivamente existía en los cincuenta o sesenta era producto de un sistema de seguridad efectivo, cuando en realidad la paz y seguridad que México vivió por algunas décadas fue más producto de controles autoritarios que de un sistema de seguridad sostenible. En pocas palabras, a menos que alguien crea que es deseable, o posible, reconstruir los cincuenta, no hay a donde regresar.
Si uno acepta que la función nodal de la existencia de un gobierno es la seguridad pública, entonces el gobierno mexicano (a todos niveles) ha sido un fracaso. En lugar de dedicarse a construir el andamiaje necesario para que la ciudadanía goce de tranquilidad en su vida cotidiana y la certeza de que sus familiares no serán vejados, robados, secuestrados, extorsionados o asesinados, el gobierno ha abdicado su responsabilidad: construye discursos e insulta a los críticos pero no resuelve el problema. Lo peor de todo es que ni siquiera reconoce que existe un problema.
Es en este contexto que debe evaluarse el actuar de Felipe Calderón en materia de seguridad. El gran mérito de Calderón fue que reconoció que el gobierno es responsable de la seguridad pública. Cualesquiera que hayan sido sus errores -de estrategia o de implementación- nada le resta el mérito de haber aceptado que el gobierno es responsable de la paz entre los ciudadanos. Esto no es algo menor.
Su estrategia, en esencia, consistió en construir una policía federal que se dedicaría a confrontar a las organizaciones criminales. Hay tres tipos de críticos a lo que hizo: unos, los ya mencionados, no ven un problema y creen que Calderón lo creó y por eso es responsable de la ola de muertes de la última década. La paradoja de esa crítica es que la ola de muertes comenzó a declinar al final de su sexenio, sugiriendo que al menos algo bueno estaba ocurriendo. La segunda crítica es que debió haber atacado las fuentes de dinero más que a los narcos mismos, o sea, un asunto de estrategia. Finalmente, el tercer grupo argumenta que todo se concentró en atacar a la criminalidad y no en construir la base de un nuevo sistema de seguridad.
Los expertos evaluarán las críticas, pero no hay duda que el legado relevante de Calderón es el haber reconocido la responsabilidad del Estado en esta materia. El reto ahora es construir un nuevo sistema de seguridad*.
Más allá de lo que se haya hecho o dejado de hacer en materia de seguridad en las décadas que siguieron al declive del autoritarismo, estamos muy lejos de llegar a un consenso sobre la naturaleza del problema, lo que nutre los mitos y prejuicios que pululan la discusión sobre lo que debe hacer el próximo gobierno. Muchos de los planteamientos existentes, desde el mando único hasta la legislación en materia de seguridad interior, responden a intereses o situaciones particulares que nada tienen que ver con el temor que aqueja a buena parte de la ciudadanía. El resultado es que tenemos una policía federal desquiciada y desanimada y ninguna visión o estrategia para construir seguridad de abajo hacia arriba, además de que quien ha sido responsable de la poca paz que hay -el ejército- está bajo ataque.
La falacia de los nostálgicos radica en su suposición de que la seguridad se puede imponer cuando en realidad se tiene que construir. Y esa construcción debe ser de abajo hacia arriba, con todo el apoyo de la policía federal y del ejército. Es decir, esas fuerzas deben enfocarse a hacer posible la construcción de capacidades policiacas y judiciales locales. Todo el resto es demagogia.
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