Fabricación de evidencias, negociación de sentencias, siembra de restos humanos, órdenes de aprehensión dictadas sin que existan elementos probatorios suficientes, compra de testimonios, encarcelaciones sin que se cumplan los mas elementales principios procesales, procesos corruptos, policías al servicio de sus dueños ya sean políticos, narcos o, simplemente, criminales. Todas estas son las realidades de nuestro país. Los políticos pretenden y argumentan que existe justicia y democracia en México, pero los mexicanos sabemos la realidad: en nuestro país la ley es una ficción para ser aplicada de acuerdo a la conveniencia política o económica de quien teóricamente debiera procurar justicia. Es decir, la legalidad no existe y la justicia es, en este contexto, simplemente imposible.
Lo único novedoso de los últimos dos meses ha sido la confesión -que no necesariamente la aceptación- por parte del establishment político de la realidad que ya todos sabíamos o suponíamos. El actual gobierno tenía el proyecto de imponer la legalidad, pero las fallas inherentes a su proyecto, sumadas a la terca realidad, han hecho que ésta no sólo no avance, sino que incluso retroceda gravemente. Frente a esta terrible realidad, el único resquicio de optimismo puede surgir del hecho de que hoy todos, en México y afuera, sepamos la realidad. Ojalá que del conocimiento de la verdad -y, sobre todo, del hecho político de que sea una verdad ineludible- se pueda construir algo más digno para un país que ha aguantado tanto abuso.
El problema es que los políticos se niegan a aceptar la realidad. Lejos de ello. En lugar de reconocer la vergüenza que representa la ausencia patente de justicia y legalidad, los políticos de todos los partidos se han abocado a la indecorosa actividad de culparse mutuamente y a convertir la que podía haber sido la base de un gran consenso político y social en favor de la justicia y la legalidad, en una nueva burla, en esta ocasión superlativa, a la población.
Los mexicanos hemos tomado todos estos denigrantes hechos con una mezcla de mofa, vergüenza y profundo desprecio. Para un país acostumbrado a vivir esta realidad por siglos, el hecho de que se hagan públicas todas estas desventuras no hace sino comprobar lo que hemos sabido siempre: que en nuestra realidad la justicia no es posible y que a lo que los políticos y gobernantes llaman justicia y legalidad no es, y no ha sido nunca, más que la fachada que esconde un abuso tras otro, convenientemente diseñada y, en muchos casos, convertida en ley para favorecer los intereses de un puñado de personas y de grupos que medran de la sociedad en general.
Lo que ha pasado ahora es que el arribo de una incipiente democracia ha hecho aflorar el debate político y ha provisto enormes incentivos para lavar la ropa sucia en público. Si eso fuera todo, el beneficio potencial de largo plazo sería enorme. Sin embargo, nos estamos adentrando en un proceso político sumamente peligroso que podría concluir en una democracia consolidada, aunque igual podría acabar en un conflicto exacerbado, potencialmente violento.
La legalidad como la entiende el régimen no consiste en proteger a los individuos del abuso gubernamental -esencia de la legalidad aquí y en China- sino en codificar las leyes. Para el resto de los políticos -e incluso para muchos abogados-, la legalidad existe toda vez que se haga lo que ellos creen que debe hacerse. Sólo eso explica que existan procesos judiciales tan viciados como los que se han manifestado tanto en los espectaculares casos de los últimos sexenios, como en los asesinatos de figuras públicas más recientes. Lo que los políticos -sobre todo los priístas, pero no exclusivamente- no parecen acabar de comprender es que la facciosa y politizada justicia, así sea una vez, entraña su corrupción permanente. O, lo que es lo mismo, que el inquisidor de hoy puede ser el inculpado de mañana por el mero hecho de haber caído de la gracia de los altos poderes del momento.
Ante esta realidad, no es difícil explicar por qué las únicas inversiones que se materializan en el país en la actualidad son precisamente aquellas que gozan de seguridad jurídica plena, es decir, las que quedan amparadas bajo el marco jurídico del TLC. Este tan vituperado instrumento es una pequeña ancla potencial para la construcción de un verdadero sistema judicial, fundamentado en conceptos e instituciones que hoy son ajenos o simplemente inexistentes en nuestra realidad. Lo anterior explica por qué proliferan las inversiones en sectores como el automotriz y, en general, en aquellos amparados bajo el rubro de inversión extranjera, en tanto que la inversión nacional brilla por su ausencia. La absoluta inseguridad jurídica que existe en el país es una mejor explicación del bajo ahorro interno y de la ausencia de inversión productiva que todos los estudios econométricos que uno pudiese realizar.
¿Hay algo que se pueda hacer al respecto? Evidentemente es posible transformar la realidad actual y comenzar a construir un sistema legal y judicial moderno, pero los problemas y obstáculos en el camino no son pequeños. La pequeña -y muy modesta- mejoría en la manera de decidir y funcionar de la Suprema Corte de Justicia demuestra que es posible avanzar en la dirección correcta. Sin embargo, dada la enorme y profunda incredulidad que existe, un verdadero avance en materia de justicia y legalidad en el país probablemente sería asequible sólo si ésta se despolitiza y desfaccionaliza de golpe y en su totalidad.
El gobierno tendría que organizar un acuerdo político amplio entre los partidos y grupos de presión para poder adoptar semejante iniciativa. Una vez logrado esto, todos los políticos tendrían que aceptar la revisión de los casos políticos y politizados, entendiendo de entrada la posibilidad de que algunos inculpados -culpables o no- pudiesen ser liberados por el hecho de que el gobierno y las procuradurías fallaron en los procedimientos o porque fueron incapaces de demostrar la supuesta culpabilidad. En algunos ámbitos, los problemas solo podrán ser resueltos en la medida en que se acepte la intervención de jurisdicciones internacionales. Es decir, aceptar e instrumentar las decisiones de instituciones como la Corte Internacional (e Interamericana) de Derechos Humanos, así como la participación de entidades como MIGA, que otorgan garantías a la inversión respecto a acciones arbitrarias de los gobiernos. En la misma línea, quizá fuera tiempo de solicitar a un panel de investigadores policiacos europeos un estudio directamente en México sobre los crímenes políticos de 1993 y 1994 con el fin de despolitizarlos y resolverlos de una vez por todas, si es que la incompetencia y dolo de los investigadores para estas alturas no ha hecho imposible su solución.
Lo que no podemos es seguir engañándonos. En México no existe justicia ni existe legalidad. En estos temas no hay medios: o hay un sistema judicial verdaderamente independiente y organismos de procuración de justicia e investigación policiaca profesionales o no hay posibilidad de que exista justicia; de la misma forma, hay legalidad o no la hay. Para los mexicanos comunes y corrientes no hay duda alguna sobre la realidad. Por ello, lo peor que podemos hacer es seguir pretendiendo que meros cambios cosméticos, como aumentar los contingentes policiacos, van a resolver el problema. Cualquiera que sea el curso que se adopte para enfrentar este fundamental problema, es necesario partir del reconocimiento de que sin justicia y sin legalidad -nuestra realidad cotidiana- México no saldrá adelante.
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