La disyuntiva fiscal era “cuenta nueva y borrón” o “borrón y cuenta nueva”. Aunque parezca un mero juego de palabras, las dos frases representan posturas filosóficas profundamente diferentes. La primera le concede preeminencia al interés fiscal del gobierno (primero págame y luego hablamos), en tanto que la segunda propone olvidarnos del pasado, dejando al ciudadano, cumplido o evasor, libre de toda culpa. Aunque ninguna de las dos maneras de percibir la realidad es perfecta, las definiciones a este respecto pueden determinar la posibilidad de que, algún día, el país funcione bajo un conjunto de reglas confiables y certeras que permitan que todo mundo sepa dónde está, cuáles son sus derechos y obligaciones, y cómo defenderlos ante tribunales que sean, a su vez, confiables y justos. Es decir, que exista un Estado de derecho.
La disyuntiva fiscal planteada en el párrafo anterior, fue parte de una discusión que tuvo lugar hace más de una década en el seno del gobierno. Lo que se analizaba entonces era la mejor manera de regularizar a la población en materia fiscal para que el gobierno pudiera reducir la evasión y lograra sus metas recaudatorias. Visto desde la perspectiva del gobierno, la discusión era lógica y pragmática, pues ambas partes buscaban el mismo objetivo (regularizar y elevar la recaudación), pero cada una tenía una visión filosófica distinta. Para unos, la obligación estaba marcada en la ley y, por lo tanto, era indiscutible. Si un causante quería regularizarse y quedar exento de toda persecución fiscal, primero tenía que apoquinar; el gobierno seguía siendo juez último del cumplimiento o no de la persona. En contraste, la otra parte en esta discusión sostenía que mientras el gobierno y sus leyes fuesen percibidas como ilegítimas, difíciles de cumplir y confusas, cualquier regularización resultaría infructuosa.
La gran pregunta es cómo pasar de un mundo en el que la ilegalidad (o falta de Estado de derecho) es la norma a uno en el cual la legalidad se convierte en el factotum de la vida en sociedad. Este es un tema añejo que choca con conceptos y concepciones profundamente arraigados tanto entre intereses particulares (que se benefician del statu quo) como de quienes que, por su formación, consideran que no existe un problema real (como legítimamente y con inteligencia arguyen muchos abogados). La pregunta relevante es cómo crear un mundo de reglas que todo mundo acepte como suyo y, por lo tanto, se obligue a cumplir.
Enfrentado a un problema serio, algún presidente anterior afirmó que la ley no se puede aplicar de manera igual a los desiguales. Como planteamiento político, lo que ese presidente afirmaba era que la ley era disfuncional y, probablemente, su gobierno no contaba con la legitimidad para hacerla cumplir. Desde el punto de vista moral y legal, cuando un presidente afirma que la ley no es igual para todos da licencia y legitima de facto el comportamiento ilegal, abusivo y antisocial de cualquier persona o grupo en la sociedad. Es el caso de múltiples sindicatos, los macheteros de Atenco, Marcos, la APPO y otros grupos –antes y ahora- que viven al margen de la ley. Pero esa es nuestra realidad política y, por tanto, la realidad legal: cuando la ley no es idéntica para todos no existe. Y no existe porque nadie la percibe como legítima.
Desde la perspectiva ciudadana, existe una desconfianza permanente en el gobierno y en las cambiantes reglas. La población puede conmiserarse con el más débil (así sea corrupto), pero sospecha del gobierno. Esa desconfianza es la que produjo dichos tan reveladores como “obedezco pero no cumplo” y “no hay mal que dure seis años”. La sabiduría popular refleja no sólo una manera de ser, sino toda una filosofía de vida.
Nuestra historia y realidad sugiere que lograr una transformación en esta materia será una tarea titánica, pero no imposible si se reconoce la naturaleza del problema. Si aceptamos la ausencia de legitimidad en las reglas del juego (para la legalidad) como el problema, entonces hay dos temas que requieren ser atendidos: uno, cómo lograr esa legitimidad (lo que, de hecho, implicaría convertir a cada individuo en un ciudadano, con los derechos y obligaciones que eso entraña); dos, cómo someter a todos los intereses particulares que siempre han vivido al margen de la legalidad (y, en muchos casos, en franca violación de la misma) para convertirlos en parte integral de la sociedad, bajo las nuevas reglas. Este último tema es crucial para la consecución de los objetivos.
De entrada, aunque se trata de dos carriles encontrados, no tienen por qué ser incompatibles. Por lo que toca a la ciudadanía, tradicionalmente escéptica del gobierno, la autoridad y la ley, la única manera de alterar la realidad y su percepción es comenzando por el principio: en lugar de disyuntivas como la de cuenta nueva y borrón, lo realmente fundamental es que el gobierno demuestre que es confiable y creíble para así ganarse el favor de la sociedad. Es decir, exactamente lo contrario a lo que ha sido la lógica dominante en el gobierno y la burocracia (que, como dijera Churchill, no son servidores públicos sino mafiosos privados). El gobierno debería comenzar, entonces, por ganarse la buena voluntad de la población para que, a través del ejemplo y excepcional desempeño de sus funciones, la convenza de que hay una mejor manera de hacer las cosas. Sin cambiar sus incentivos, los mexicanos difícilmente cambiarán su manera de ser.
Una vez ganado el respeto ciudadano, tendría que venir un gran pacto social que estableciera las nuevas reglas del juego, los derechos de la ciudadanía, los pesos y contrapesos de un sistema político-legal moderno, la fortaleza institucional para hacer cumplir la ley en toda instancia y por sobre cualquier interés, así como los mecanismos para hacerlo cumplir. Con la nueva legitimidad que se derivaría del respaldo de la población, algo de lo que no muchos gobernantes mexicanos pueden presumir, sería factible una negociación con todos esos sindicatos y grupos de poder a fin de incorporarlos (forzarlos) a la nueva legalidad. Por primera vez en décadas o siglos, el gobierno tendría la legitimidad, y el apoyo popular, para emplear la fuerza o, como hacen los gobiernos democráticos, la amenaza de la fuerza, para cambiar la realidad. Los tiempos de crisis son siempre tiempos de oportunidades, por lo que si el nuevo gobierno quiere evitar que la percepción de caos se torne en caos de verdad, deberá actuar.
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