México vive una batalla inédita contra un adversario que no da la cara, pero deja a su paso un rastro de muerte. En la guerra contra el crimen organizado, los enemigos del gobierno tienen el mejor camuflaje del mundo: se visten con el uniforme del ciudadano. Disfrazados de peatón, los regimientos del narco se mimetizan con el resto de la sociedad. Se mueven por las mismas calles, carreteras y aeropuertos por donde transitamos nosotros. ¿Cómo distinguir al enemigo en una multitud? ¿Cómo separar al miembro de los Zetas, de un civil desarmado?
La noche del 1o. de junio en una carretera de Sinaloa, un grupo de soldados no distinguió la diferencia entre el enemigo y una familia que viajaba en una camioneta. Al no detener el vehículo en un reten militar, los uniformados abrieron fuego. La confusión dejó sin vida a una mujer, a una adolescente y a tres niños. Otras tres personas heridas de bala completaron el saldo de la tragedia. éste es el error más grave del Ejército desde el 11 de diciembre pasado, cuando comenzó el operativo militar contra el crimen organizado.
Castigar a los responsables de esta negligencia criminal, no es sólo un acto de justicia elemental, sino un elemento clave de la estrategia contra el narco. El error brutal de acribillar a una familia fue cometido por un grupo de individuos y no por la institución del Ejército. La impunidad de un puñado de soldados comprometería el prestigio de todas las Fuerzas Armadas, desde su comandante supremo, Felipe Calderón, hasta los miembros de tropa que arriesgan sus vidas, al cumplir funciones propias de la policía. El gobierno mexicano sólo podrá recuperar los territorios que controla el narco, si tiene a la sociedad de su lado. Con la violación de derechos humanos el Ejército pierde la complicidad y el apoyo de comunidades enteras.
En muchas regiones, el narco tiene una importante base de apoyo social. En Sinaloa, a Ismael El Mayo Zambada se le conoce como “el último reducto de la generosidad”. Durante varias navidades, uno de los prófugos más buscados del país regaló cerveza y dinero en efectivo a los habitantes de El álamo, su pueblo natal. El capo Osiel Cárdenas organizó, por cuatro años consecutivos, festejos masivos para celebrar el día del niño. La última fiesta ocurrió el año pasado en el estadio de beisbol de Reynosa, Tamaulipas, con la asistencia de 22 mil personas. Se rifaron 150 bicicletas y se regalaron 18 mil juguetes. La guerra contra el crimen organizado no sólo implica frenar la violencia del narco, sino también recuperar la mente y los corazones de miles de chavitos que se quedaron sin fiesta en el 2007, ya que Osiel Cárdenas fue extraditado a Estados Unidos.
En agosto de 2006, el diario Reforma publicó una encuesta donde casi siete de cada diez mexicanos manifestaban su confianza en el Ejército. Sólo la Iglesia Católica merecía tanto respeto como la institución castrense. Este prestigio de las Fuerzas Armadas representa una herramienta invaluable en la lucha contra el crimen organizado. Sin embargo, incidentes brutales como la muerte de una familia en Sinaloa, o la presunta violación de cuatro mujeres en Michoacán, desgastan el capital social de los militares y fortalecen al enemigo. Si la violación a los derechos humanos se convierte en un “daño colateral” de la guerra contra el narco, el gobierno terminará por perder toda su autoridad moral.
Un soldado que viola los derechos humanos, es un soldado que viola ley. Si se tolera la falta de respeto a la legalidad entre sus tropas, el Ejército está criando a los cuervos que después le sacarán los ojos. Un uniformado que se salta el marco jurídico, sin recibir castigo alguno, tiene el perfil ideal para cambiar de bando y unirse a las filas del crimen organizado. Hoy pisotean las garantías individuales y mañana estarán en la nómina de los Zetas. No se puede combatir el crimen, atropellando los derechos humanos. La impunidad y el abuso no pueden ser los cimientos del Estado de derecho.
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