México es uno de los países con mayor número de tratados de libre comercio en el mundo. Sin embargo, con frecuencia parece que estos tratados no han ido de la mano con una estrategia para la competitividad y el desarrollo económico del País. A cuatro años de la apertura comercial en materia automotriz con Brasil, no queda claro que este acuerdo haya sido la excepción.
Auspiciado por la Asociación Latinoamericana de Desarrollo e Integración (ALADI), en 2002 se firmó un acuerdo de libre comercio en el área automotriz con la potencia verde-amarela. Con la firma del documento, México buscaba equilibrar la balanza comercial con este país, no sólo con miras a la exportación de autos, sino también en virtud de otros productos que se negociaron paralelamente. Se pensaba, además, que porque México importaría autos baratos de Brasil, la industria mexicana se podría concentrar en la producción de automóviles con un mayor valor agregado, mismos que serían enviados a Estados Unidos y Europa.
A partir de la firma del acuerdo, lo que era ya una tendencia negativa en la balanza comercial con Brasil solamente se acentuó. El déficit entre los dos países, que para 2002 ascendía a 2 mil millones de dólares, se incrementó en más del 100 por ciento en tan sólo 3 años, remontándose a más de 4 mil millones de dólares en 2005. Y si bien el tratado fue promovido como uno donde el comercio se incrementaría en ambos sentidos, basta observar una gráfica con las tendencias de las importaciones y de las exportaciones para constatar que lo que exportamos a Brasil se ha mantenido en niveles constantes durante los últimos 10 años. Por otra parte, hubo razones para pensar que el acuerdo beneficiaría a la industria automotriz en México en tanto que se crearían oportunidades para impulsar las exportaciones, pero esto tampoco sucedió. ¿Por qué?
Si bien la industria automotriz en México es reconocida a nivel mundial por su calidad y competitividad -varias armadoras en Estados Unidos están considerando mudarse a México como estrategia para sobrevivir-, hay una diferencia en el tipo de autos que se demandan aquí y en Brasil. Mientras que en México la gasolina es el único energético automotriz, en Brasil cerca del 70 por ciento de los coches tienen un motor híbrido que puede utilizar tanto gasolina como etanol. Así, cuando se desarrolló la estrategia de apertura del sector, la industria automotriz brasileña tenía la capacidad para competir en todo el mercado mexicano, mientras que nosotros únicamente podíamos producir automóviles para la tercera parte del mercado brasileño: aquella que utiliza gasolina.
El camino por el que optó Brasil no es ni casual ni nuevo. En su artículo titulado “The Energy Harvest”, Tomas Friedman explica el extraordinario desarrollo de la industria brasileña del etanol. Elaborado con caña de azúcar, el etanol es un energético totalmente renovable que comenzó a ser alentado por el gobierno de aquel país a partir de las crisis energéticas del los años 70. El etanol posee sólo el 70 por ciento de la eficiencia energética de la gasolina, pero esta diferencia se compensa con el precio: mientras que un litro de gasolina se vende en alrededor de $11.50 pesos por litro, un litro de etanol se vende por la mitad. Finalmente, Brasil cuenta con más de 34 mil “gasolineras” que venden ambos combustibles. Estos datos nunca han sido un secreto; sin embargo, en la negociación de la apertura automotriz estuvieron muy lejos de ser un tema de discusión en México.
Otro punto interesante sobre la negociación es que el Gobierno federal se basó en el compromiso de la industria automotriz mexicana, donde, a cambio de que se recibieran vehículos de poco valor agregado de Brasil, se llevarían a cabo exportaciones de vehículos de más alto valor agregado a Estados Unidos y Europa. Y es aquí donde uno se preguntaría si el gobierno realmente creyó -o sigue creyendo- que una promesa así es sostenible en el largo plazo. La ecuación es muy sencilla: porque las empresas automotrices que producen en México también producen en Brasil, China, Europa, etc., la apertura comercial solamente les otorga un mayor margen de maniobra. En el largo plazo, las ensambladoras van a producir donde más les convenga a ellas, no al país.
Las empresas multinacionales no operan con los mismos criterios que rigen a los gobiernos. Si tuviéramos una empresa automotriz que únicamente estuviera ubicada en México, ésta podría decidir, por ejemplo, importar o fabricar motores híbridos (gasolina/etanol) con el fin de exportar a Brasil. Sin embargo, porque las mismas empresas también se encuentran instaladas en Brasil, no hay ningún incentivo generalizado para hacer esto.
No cabe duda que la competitividad y los beneficios que de ella se derivan son el fundamento que justifica a la globalización como el camino más expedito hacia el desarrollo económico de una nación. Sin embargo, los intereses de las empresas globalizadas suelen ser más complejos que lo sugerido por esta afirmación. Así pues, el problema con el acuerdo automotriz con Brasil es que a la industria nacional no le interesa competir con su “contraparte” brasileña.
Los tratados de libre comercio deben dejar de ser vistos como fines en sí mismos y comenzar a entenderse como lo que son: un instrumento para el desarrollo del País. Para esto se requiere ubicar en cada instancia a los ganadores y los perdedores, quiénes serán los grupos organizados y quién representará, no sólo los intereses del comercio, sino también los de la industria en cada negociación. En este sentido, bien haríamos en aprender de nuestros socios comerciales.
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