Están por concluir los seis años del gobierno de la alternancia. Los resultados de esta administración están lejos de las apocalípticas visiones que sostenían que un México sin el PRI estaba destinado al caos, pero también están muy distantes de las proyecciones de quienes veían en el fin de la era priísta la solución a nuestros males. Lo que tenemos, a unos días de que concluya el gobierno de Fox es un acusado déficit de gobierno, la ausencia de mando y autoridad de quien debió asumirla con determinación luego de haber ganado una elección histórica, democrática.
Ni caos generalizado, pero tampoco progreso evidente. Un saldo sin tonalidades, un gris que denota mediocridad y un cúmulo de problemas que, por no ser atendidos, crecieron en complejidad y magnitud. Este sería mi apreciación del gobierno que concluye.
Podemos enumerar y especular sobre las razones de una administración fallida. De lo que no hay duda es que este gobierno inició sin un mapa de ruta ni brújula sobre lo que el país necesitaba para salir adelante. Formuló una agenda, vaga al principio, más en forma después que no pudo impulsar en sus aspectos más sustantivos. Promovió algunos programas, dio continuidad a otros pero no existió una visión, un propósito definido de hacia dónde quería llevar al país. Cumplió con uno de sus cometidos, sacar al PRI de los pinos y será recordado por ello, pero en los seis años que tuvo por delante no entendió el problema medular del país: cómo dar cauce institucional a la nueva realidad del poder que con su triunfo inauguraba. Supuso quizá, como muchos otros, que procesos democráticos de elección serían suficientes para que el resto se acomodara. Subestimó a sus adversarios políticos y a todos los grupos e intereses que querían una tajada más grande del pastel del poder (y de los recursos), mismos que acabaron sirviéndose con cuchara grande en demérito de su propia autoridad y del desarrollo del país.
Vicente Fox deja al país con un severo déficit gubernamental. El Estado mexicano está acorralado, rebasado, lo mismo por el crimen organizado que por la delincuencia común; por monopolios cuyo impulso por capturar rentas no ha podido ser acotado por las instancias gubernamentales diseñadas con tal propósito; por sindicatos del más diverso cuño que se liberaron de los viejos mecanismos de control y que ahora imponen sus condiciones para la cooperación; por grupos antisistémicos que han leído, correctamente, que no hay mejor espacio para actuar que el de la impunidad reinante. Hay que entender el poder para ejercerlo. Vicente Fox no hizo ni lo uno ni lo otro.
El enorme reto por delante es reconstruir la capacidad de gobernar. Sin duda esto entraña talento y habilidad personal, pero sobre todo un diagnóstico y la medicina correcta. En la política no hay “ángeles” sólo personas con ambiciones e intereses. El juego entonces consiste en encauzar esos intereses de manera que hagan el menor daño posible. Se necesita una combinación de autoridad y coerción, sustentada en la amenaza creíble de sanción para quienes infrinjan la ley, con la creación de reglas del juego que se traduzcan en un incentivo para que los jugadores diriman sus diferencias dentro y no al margen de ellas. Por ello más que pensar en modelos macro de cambio institucional y político, necesitamos reformar los microprocesos, “la microeconomía de la política”. Fácil de plantear en términos abstractos, sin duda, difícil de materializarlos en cambios institucionales efectivos.
El hubiera es una conjugación del verbo que nos gusta utilizar. Para un gobierno que hace tiempo cerro la cortina, hay tantos posibles “si hubiera” como la imaginación nos permita desplegar. Lo cierto es que la oportunidad que nos ofreció la elección del 2000, para reformar los microprocesos de la política difícilmente se repetirá. Si tan sólo se hubiera aprovechado.
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