Del acuerdo al yo me olvido

Educación

Firmar un pacto de civilidad debilita nuestro marco normativo. Es continuar por el camino erróneo de la coexistencia de dos realidades: el México formal y el informal.

Los partidos políticos firmaron ayer, martes 13, lo que llamaron un acuerdo de civilidad. De entrada, ¿quién puede estar en desacuerdo con un acuerdo de esa índole? Suena tan bien y se antoja como algo tan obvio y necesario que parece políticamente incorrecto cuestionar el acuerdo, ni con el pétalo de un adjetivo, sobre todo, en un momento en el que la política se ha vuelto ataque, mentira y agresión constante.

Además del hecho de que todo demócrata debe celebrar y dar la bienvenida a los acuerdos, porque la democracia es en esencia la construcción constante de ellos entre quienes piensan diferente.

Empero, si abandonamos la fachada y la primera impresión del acuerdo, y sometemos la idea a un análisis más serio, tenemos muchas preguntas que hacernos. ¿Cuál es la naturaleza de un acuerdo como éste? ¿De qué sirve? ¿A quién vincula? ¿A quién obliga? ¿Qué eficacia tiene? ¿Qué no basta la ley? ¿Qué la legislación no cumple las funciones de ese acuerdo? ¿Y si los partidos no firman el acuerdo? ¿Y si no lo cumplen? ¿Cambia algo? ¿La civilidad es potestad de los partidos políticos? ¿La civilidad es materia de un acuerdo?

La firma del acuerdo de civilidad, por los partidos políticos, en el que se comprometen a respetar el resultado de las elecciones del próximo 2 de julio, es en el fondo un ejercicio muy ocioso, pernicioso y dañino para nuestra democracia.

Es muy simple la razón: el acto le resta autoridad a la ley y a las instituciones electorales.

Firmar un acuerdo para respetar las leyes es reconocer que la ley no basta para garantizar la legitimidad y la fuerza de las elecciones. Es colocar a los partidos como los actores supremos de la República, porque pareciera que son ellos los que nos hacen la gracia de reconocer el resultado de la elección.

El acuerdo de civilidad es una manzana envenenada. En la fachada de un fruto atractivo y apetitoso, como lo es un pacto entre institutos políticos, va la ponzoña de reconocer que los partidos tienen, a voluntad, el derecho a reconocer o no los resultados de la elección. Lo cual no es cierto y no puede ser cierto.

En la democracia, el acuerdo de civilidad se llama ley. Y su aplicación está confiada a las instituciones públicas por ella establecidas. Los partidos políticos entran a jugar un juego que tiene reglas, y al participar se someten a todas ellas. Así como se someten al registro, así como cobran lo que los ciudadanos pagamos mediante impuestos, así, igual, están obligados a someterse al resultado.

La fuerza y la legitimidad de las elecciones están en el voto de millones de mexicanos. No en el reconocimiento o la aceptación del resultado por los derrotados. No caigamos en ese sistema de chantajes y sobre todo no le demos salidas falsas a problemas que requieren actitudes firmes y respuestas claras.

Debemos entender que la consolidación de las democracias tiene su fundamento en el respeto irrestricto de las leyes y lo que más nos urge es fortalecer la autoridad de las normas legales y educar a los ciudadanos y a los actores políticos en el valor, la necesidad y la utilidad que existe en el cumplimiento de las leyes.

Tenemos que crear una cultura de la democracia en la que quede claro que la elección se gana o se pierde por un solo voto. Y que quien tiene ese voto de más, gana y ocupa el cargo.

El 2 de julio la ley no ofrece opciones. Todos deberán respetar el resultado que finalmente dicte el IFE y, si hay inconformidades, los partidos pueden impugnar, ante el Tribunal Electoral que, al resolver, habrá dictado la última palabra y colocado el punto final al proceso electoral de 2006. A partir de entonces, tendremos autoridades legítimas, lo acepten o no los demás, les guste o no el resultado.

Firmar un pacto de civilidad debilita nuestro marco normativo. Es continuar por el camino erróneo de la coexistencia de dos realidades: el México formal y el informal. Es seguir viviendo en el imperio del “obedézcase, pero no se cumpla”, de la Colonia; es revivir la tradición pactista del siglo XIX para reconocer o desconocer gobiernos y constituciones; es mantenernos en el México arbitrario y autoritario del siglo XX; es, en síntesis, quitarle autoridad a la ley y a las autoridades electorales.

Necesitamos consolidar la democracia por las leyes y, como decía Alexis de Tocqueville: “No hay que desesperar, al tratar de reglar la democracia con ayuda de las leyes.”

El acuerdo de civilidad es un paso atrás. No crea nada y no construye nada. Los acuerdos que necesita nuestra democracia son de otra naturaleza y están en los temas sustantivos de la agenda de gobierno. Bien harían los partidos en dedicar su tiempo a buscar soluciones y tomar medidas para destrabar los temas en los que sí tienen competencia, para construir un buen gobierno.

De este acuerdo nos olvidaremos pronto. Es un hecho de olvido instantáneo. Parafraseando el título de la película de Juan Carlos Rulfo: Del olvido al no me acuerdo (1999), lo que firmaron ayer los presidentes de los partidos bien podría titularse: “Del acuerdo al yo me olvido.”

e-mail: sabinobastidas@hotmail.com

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