La realidad tarde o temprano acaba por alcanzar hasta a la mejor de las intenciones y a la más veloz de las preconcepciones. Tanto el aparentemente interminable conflicto dentro de la UNAM como los procesos electorales de la semana pasada nos permiten observar cómo la realidad va derribando nociones que parecían inamovibles y que con frecuencia se daban por obvias. A pesar de los asegunes, sin embargo, el resultado es por demás promisorio.
Muchos indicios sugieren que la vertiente que recientemente ha tomado el conflicto de la UNAM tiene mucho más que ver con el “efecto demostración” del zapatismo y la “resistencia” que Marcos ha sostenido por casi seis años, que con la oposición al cobro de cuotas que el rector se proponía realizar. Es decir, el conflicto chiapaneco está teniendo consecuencias mucho más allá de sus fronteras luego de seis años en los que el gobierno básicamente decidió que la mejor manera de resolver este problema era ignorándolo. En realidad, había buenas razones para creer que la estrategia gubernamental estaba funcionando, sobre todo porque, fuera de algunos episodios más o menos violentos, el conflicto parecía achicarse. Hasta las personas más críticas del gobierno reconocían que el movimiento zapatista disminuía hasta adquirir una dimensión más folclórica que propiamente política.
Pero ahora resulta que la retahíla de cartas y monólogos de Sebastián Guillén no fue en vano. Aunque en el gobierno se leyeran poco sus alocuciones, sus materiales gozaban de lectores asiduos entre muchos universitarios que están cansados del sistema, de la pobreza, de la estructura social y, en muchos casos, de la vida misma. Las lecciones de Marcos fueron calando poco a poco hasta el punto en que crearon un caldo de cultivo propicio para un movimiento político que, como el de Chiapas, no parece tener solución. Sin embargo, a diferencia de Chiapas, el problema de la UNAM no se puede ignorar.
Tal vez la enseñanza más importante de Marcos para los paristas de la UNAM es la noción de la resistencia. La idea de que se puede permanecer al pie de lucha por años (¿o décadas?) sin tener que ceder, concertar, negociar o acordar absolutamente nada con nadie. En el conflicto de Chiapas ha privado la noción de que la ley, el gobierno y las instituciones son irrelevantes. Desde esa perspectiva, la UNAM ha pasado a ser territorio liberado, propiedad virtual de los paristas que, parecen creer, tienen el tiempo a su favor. La inacción en Chiapas tiene consecuencias. El mito de que se puede mantener la tapa sobre ese movimiento está creando otros problemas.
Las elecciones en Nayarit y el Estado de México también arrojan enseñanzas importantes. Para comenzar, el margen relativamente amplio de triunfo de la Alianza en Nayarit y el estrecho margen con el que el PRI salió victorioso en el Estado de México no sólo confirma la creciente competitividad electoral, sino que hace perfectamente plausible el triunfo de cualquier partido. Es decir, ya no estamos en la época en que el PRI arrasaba en las elecciones, dejando a los otros partidos sumidos en el herradero de la derrota. El triunfo de partidos distintos al PRI ya es posible tanto por la creciente capacidad de éstos de convencer al electorado, como por los problemas que sigue evidenciando el PRI en su interior y en su relación con la población. Las mayorías absolutas son historia del pasado, aunque las maquinarias electorales siguen siendo cruciales.
Pero quizá el mito más grande que derribaron las elecciones del domingo anterior es el de las alianzas entre partidos. En Nayarit ganó la alianza de oposición, en tanto que en el Estado de México la fragmentación del voto opositor le hizo más fácil el triunfo al PRI. Cuando se une la oposición en un ambiente de extraordinaria competitividad el PRI es sumamente vulnerable. De haberse unido el PAN y el PRD en el el Estado de México, es posible que la coalición hubiera ganado con un amplio margen, aunque seguramente no tan grande como el que resultaría de la simple suma de los votos que cada partido alcanzó de manera independiente. El mensaje para la elección presidencial es transparente, razón por la cual seguramente el PRI seguirá en su macho de no aprobar la legislación respectiva que fue aprobada en el Congreso pero que no ha sido considerada en el Senado. La pregunta para los partidos de oposición es si tendrán la madurez de pensar en alternativas creativas para unir sus fuerzas aun y cuando la ley no lo favorezca ni facilite.
Una tercera observación que permiten los proceso electorales en esos estados es la que se refiere a la noción generalizada de que todos los candidatos compiten por la misma rebanada del pastel o, en palabras de los propios partidos, que todos los candidatos persiguen presentarse como moderados y de “centro”. En el Estado de México lo más significativo fue precisamente el hecho de que cada uno de los candidatos buscara su propio nicho, distinguiéndose cada uno de ellos del conjunto. Fue particularmente significativo el hecho de que el candidato del PRI rompiera con todas las convenciones de comportamiento político al no tener el más mínimo empacho en ganarse la antipatía de toda la población con capacidad de discernimiento con una campaña saturada de ofensas a los luchadores por los derechos humanos y de comentarios contrarios a los estándares de discurso civil y civilizado que los promotores de la democracia han intentado imponer. El proceso electoral del Estado de México mostró que las elecciones pueden ser limpias y competitivas, pero también totalmente fuera de los cánones esperados por los promotores de la democracia.
Igualmente significativo fue el hecho de que los candidatos en el Estado de México no encontraran incentivo alguno para vender el mismo discurso, como sí ocurrió en la competencia electoral en la ciudad de México en 1997. En aquella ocasión, los tres candidatos competían por los mismos electores, ofreciendo una plataforma semejante para su gobierno. Viendo hacia las campañas para la presidencia, este tema es especialmente significativo porque uno de los asuntos más controvertidos del momento es el de la continuidad de la política económica. Uno de los supuestos sobre los cuales se apoya la estrategia anti-crisis del gobierno federal, incluyendo su famoso blindaje, es el de la continuidad. Aunque ese tema no era relevante para la competencia en el Estado de México, el hecho de que los candidatos no compitieran por el “centro” político indica que la política económica va a ser un tema de disputa electoral, independientemente de que haya o no opciones significativas a la misma. Otro mito desterrado por los procesos electorales recientes.
El mito más fácil de derruir era sin duda el del valor del voto para los mexicanos. Muchos políticos, de todos los partidos, siguen postulando, aunque sea en privado, la noción porfirista de que los mexicanos no estamos preparados para la democracia. La evidencia presentada por los votantes el domingo pasado es exactamente la contraria. A partir de 1994, los electores en el país han dado una muestra tras otra no sólo de comprensión cabal de la importancia de los procesos electorales en abstracto, sino del valor de su voto. Es notorio cómo los votantes volvieron a cambiar al partido en el poder en muchas de las presidencias municipales en disputa en Nayarit y en diversos distritos electorales del Estado de México. Se confirmó, una vez más, la clara tendencia a la alternancia de partidos en el gobierno. Esto indica que la ciudadanía no sólo ha hecho suyo el voto, sino que ha aprendido a emplearlo con habilidad. La mala noticia es que esa misma ciudadanía todavía no encuentra satisfacción a sus demandas o necesidades. El mal gobierno sigue siendo la regla más que la excepción.
El último mito al que tampoco le faltaba mucho para ser derribado es el relacionado a la importancia de los partidos para el desarrollo político: sin partidos no hay democracia. En el Distrito Federal se volvió a repetir la faena de una elección para representantes vecinales que acabó, de nueva cuenta, en un estruendoso fracaso. Los habitantes de la ciudad de México no encontraron razón alguna para elegir a representantes vecinales cuando saben que lo que cuenta en la toma de decisiones y, por tanto, en su vida cotidiana, son los delegados y otras instancias del gobierno capitalino. El número de votantes que acudió a votar fue irrisorio, menos del 10% de los empadronados. Los habitantes del Distrito Federal no encontraron motivación alguna para desperdiciar su tiempo y su voto, ese instrumento tan trascendente y valioso, para santificar un proceso electoral caracterizado por la ausencia del vehículo elemental de la política, que son los partidos. Además de la irrelevancia misma de la figura de los representantes vecinales, la ciudadanía demostró que espera más de los políticos y del gobierno. Aunque lejos de contar con una democracia en pleno, la ciudadanía no está dispuesta a vivir con mitos y preconcepciones burocráticas.
Lamentablemente, por cada mito que se desbancó, otras prácticas y actitudes se arraigaron todavía más. La más notoria es es la incapacidad de los partidos perdedores para reconocer el resultado. Ya no se objetan los procesos electorales mismos, pero el reconocimiento del triunfador es algo que todavía eluden los partidos. Las mismas prácticas que tanto el PAN como el PRI objetan en el Estado de México y en Nayarit, respectivamente, las condonan en las entidades en que resultaron victoriosos. Seguimos siendo malos perdedores. Ganando o perdiendo, lo que es seguro es que el PRI la tiene cada vez más difícil. Con suerte y eso los anima a desarrollar mejores gobiernos.
La reproducción total de este contenido no está permitida sin autorización previa de CIDAC. Para su reproducción parcial se requiere agregar el link a la publicación en cidac.org. Todas las imágenes, gráficos y videos pueden retomarse con el crédito correspondiente, sin modificaciones y con un link a la publicación original en cidac.org