Democracia nueva, vieja realidad

SCJN

El optimismo respecto a la democracia mexicana es ubicuo. Lo que no es seguro es que se estén construyendo los andamios que la hagan funcionar, perdurar y alcanzar su cometido. Los problemas de la política y de la economía mexicanas son enormes y muy poco esfuerzo se está dedicando a resolverlos, circunstancia que bien podría acabar poniendo en aprietos a la nueva democracia. Lo mínimo necesario sería comenzar a reconocer que hay problemas, seguido de lo cual habría que construir consensos sobre las posibles vías de solución.

La problemática mexicana actual, en lo político y económico, recuerda mucho el debate que caracterizó a la política económica japonesa al final de los ochenta. En aquella época, la economía de la nación asiática era pujante, las exportaciones enormes y el optimismo generalizado. Sin embargo, muchos analistas y académicos –en Japón y en el resto del mundo- expresaban diversas preocupaciones sobre el futuro económico de aquel país. En el curso del tiempo acabaron por definirse dos escuelas de pensamiento con visiones distintas sobre la realidad del Japón de entonces: la primera, que algunos llamaban la del “Miti”, por su asociación con las ideas y estrategias de desarrollo del ministerio de industria, argumentaba que Japón había encontrado el secreto del éxito económico permanente –mismo que incluía, entre otras cosas, los círculos de calidad y la entrega de partes y componentes “justo a tiempo” para su incorporación al proceso de producción- y, por tanto, que el resto del mundo debía emularlo. La tentación era grande, como lo mostraba la prolífica literatura al respecto en Estados Unidos e incluso en el debate académico mexicano.

La otra escuela de pensamiento, la de los proteccionistas, argumentaba que Japón había encontrado el secreto del éxito, pero que lo había hecho por medio de subterfugios ilegales, violando las reglas del comercio internacional. Esto es, sostenían que el éxito de Japón se debía a los diversos mecanismos utilizados para proteger a su mercado de la competencia del exterior. Esta escuela tuvo eco principalmente en naciones como Estados Unidos y Francia, donde se proponía erigir barreras frente a los productos japoneses e impedir la entrada de sus exportaciones. El debate sobre Japón en aquella época recuerda mucho los actuales excesos retóricos del sector empresarial mexicano frente a los productos chinos, el tipo de cambio y la política económica en general.

Lo que resulta evidente a una década de distancia es que a ese debate le faltaba una tercera postura, la del realismo. Ninguna de las dos escuelas del “optimismo japonés” anticipó el desastre que se encontraba en puerta. Justo cuando los japoneses parecían estar apunto de invadir el mundo, su realidad comenzó a ganarles. El Japón de entonces enfrentaba un sistema económico profundamente desequilibrado, saturado de contrastes. Una economía en la que igual existía un sector hiperexitoso y competitivo, siempre a la vanguardia en materia tecnológica, y una sociedad rezagada, una economía “popular” incapaz de competir y un conjunto de ventajas competitivas que se vinieron abajo en el curso de los noventa cuando la economía de la información y la innovación comenzaron a transformar, una vez más, la economía mundial. Esa otra escuela de pensamiento, la que no tuvo un espacio en el debate japonés del momento ni era parte del consenso legítimo, hubiera anticipado que Japón se encontraba al borde de una década de recesión, en la que el país se tenía que dar a la compleja tarea de administrar sus debilidades estructurales.

Algo parecido podría estar ocurriendo en el México actual. Mientras que un justificado y legítimo optimismo reina en todas partes, producto del resultado electoral del año anterior, el país enfrenta problemas estructurales fundamentales que tienen que ser atendidos antes de que la realidad comience a rebasarlo. Los problemas del país son tanto económicos como políticos. En ambos frentes existen grandes obstáculos que pueden ser derribados, pero es claro que eso no va a ocurrir por sí mismo.

Siguiendo la dinámica del debate japonés de antaño, se podría decir que hay dos posturas en el debate sobre el futuro mexicano. Una, la optimista, nos dice que la economía se ha estado fortaleciendo, que el ahorro interno es mayor al que era hace unos cuantos años, que la planta exportadora es cada vez más competitiva y que, de sostenerse estas tendencias, los problemas fundamentales del país, como la pobreza y criminalidad, se van a ir resolviendo paulatinamente. Va más allá, sostiene que el cambio democrático ha traído consigo un “bono” que se va a traducir en mayores inversiones y oportunidades para todos los mexicanos. En pocas palabras concluye que lo que hay que hacer es fortalecer lo existente y que el resultado va a ser positivo para todos. La otra postura, la de los críticos, afirma que la economía del país ha beneficiado en mayor medida a los ricos, que la desigualdad ha crecido en forma acelerada, que las importaciones dañan a los empresarios menos pudientes, que los salarios han caído en términos reales a lo largo de los últimos veinte años y que el desempleo oculto es enorme. Aunque reconocen que en el año 2000 se dio un cambio de régimen, rechazan su carácter democrático o sus evidentes diferencias con los gobiernos del PRI. Para quienes defienden esta visión del México actual, lo que hay que hacer es abandonar el camino de la apertura de la economía, remover del gobierno y del poder legislativo a los partidos que han impulsado el modelo económico (es decir, al PRI y al PAN) y marcar una diferencia cabal entre el nuevo y el viejo régimen.

Un análisis menos apasionado de la realidad mexicana se centraría menos en las enormes virtudes del cambio democrático o en los severos contrastes que caracterizan al país y más en los problemas estructurales, políticos y económicos que van a determinar si el país logra tasas elevadas de crecimiento en las próximas décadas o sigue empantanado en un proceso de cambio económico que no acaba de consolidarse y en un sistema político que no cuenta con los mecanismos de representación y participación para ser efectivamente democrático. Estas dos cosas no son independientes entre sí.

Es imperativo no confundir el lugar en que nos encontramos. El cambio de régimen que resultó de las elecciones del año 2000 transformó a México para siempre y le abrió oportunidades que hasta ese momento eran imposibles. El viejo sistema político había llegado a un límite en el cual inhibía todas las oportunidades e impedía que el país, y todo lo que se encuentra adentro, evolucionara de manera normal. Pero el hecho de que se haya transformado el sistema político no implica que los problemas del país hayan quedado resueltos. De hecho, éstos se hicieron mucho más complejos en tanto que el proceso de toma de decisiones involucra ahora no sólo a un individuo y su capacidad de negociación al interior del viejo sistema, sino a diversas instancias de gobierno que tienen responsabilidades, además de deseos e interés de participar de manera abierta, polémica y enfática. En el largo plazo, esta nueva realidad puede llegar a traducirse en un sistema de pesos y contrapesos efectivos y, por lo tanto, en un sistema cabalmente democrático. Sin embargo, esa posibilidad sólo se consumará en la medida en que se institucionalicen procesos que ahora no lo están. Mientras tanto, la nueva situación política seguirá generando un nivel extraordinario de complejidad y conflicto, una creciente propensión a la parálisis y, sobre todo, una enorme confusión que impedirá definir y llegar a consensos en torno a los objetivos clave de desarrollo del país.

Es imposible predecir si el país logrará resolver todos sus problemas de manera inercial como sugieren los optimistas, o si se rezagará todavía más abriendo con ello la puerta a toda clase de conflictos, como suponen los críticos. Lo cierto es que nuestra realidad actual se caracteriza por un número tan grande de debilidades que las probabilidades de un escenario mixto son elevadas. Es decir, dada la debilidad institucional del país, por una parte, y la naturaleza conflictiva del proceso de transición política, por la otra, lo más probable es que no observemos resultados espectaculares en lo económico, pero tampoco veamos a la economía colapsarse. Si no se actúa en los temas señalados, lo más probable es que la economía crezca pero no lo suficiente para resolver los agudos problemas del país. La inauguración de la democracia abrió oportunidades, pero no borró de un plumazo la problemática que aqueja al país.
Por más que los mexicanos derramemos optimismo respecto al futuro, éste no será muy distinto al pasado si no se llevan a cabo las reformas que son necesarias.

El meollo del asunto es que el país enfrenta problemas de fondo que no están siendo atendidos y que atenderlos resulta mucho más difícil en la actualidad porque el gobierno no cuenta con las facultades e instrumentos para actuar, como sí los tenía en el pasado. En este sentido, una lección de los primeros meses del gobierno del presidente Fox tiene que ser que la democracia mexicana no va a prosperar si la economía no camina y viceversa: la economía no avanzará en tanto la situación política no se resuelva. En este proceso van a ser cruciales dos factores. Por un lado, en lo inmediato, las decisiones de la Suprema Corte, quien tendrá que definir las facultades específicas del ejecutivo en temas centrales del desarrollo económico como las relativas a la energía eléctrica y el gas seco. Por el otro, y no menos importante, es la relación que se desarrolle entre el poder ejecutivo y el poder legislativo, toda vez que esa relación determinará el devenir del actual gobierno. Para este punto en particular sería necesario y urgente avanzar iniciativas visionarias que fortalezcan e institucionalicen la relación entre ambos poderes, a la vez que obligan a los legisladores a hacerse responsables ante sus votantes.

Nuestro riesgo es menos el que fracase la democracia que el que nunca llegue a consolidarse, con la consecuente desilusión y frustración social. Por eso es tan importante acelerar el paso en las reformas estructurales, tanto económicas como políticas, que el país ha evadido por tanto tiempo.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.