Una de las virtudes que muchos estudiosos le atribuyen a la democracia es que las naciones que la adoptan tienden a ser menos violentas y mucho menos propensas a entrar en conflictos con otras. Según esto, la democracia obliga a los gobiernos a resolver sus problemas mediante la negociación, lo que normalmente excluye el conflicto abierto.
La lógica teórica es Impecable: a) los líderes políticos en una democracia tienen que responder a sus electores y, si pierden una guerra, pierden las elecciones; b) las democracias tienen una inclinación natural a evitar ver a otros actores como hostiles: todos son potenciales aliados; c) las democracias típicamente desarrollan estrategias económicas más sólidas, que usualmente no son compatibles con conflictos militares. En una palabra, los líderes democráticos no tienen incentivos para pelearse.
La primavera árabe fue muy aplaudida por el fin de gobiernos autoritarios, pero también por la presunción de que eso disminuiría el conflicto regional. Me pregunto si hay lecciones en México de esa experiencia democrática, tanto por el entusiasmo inicial como por el desencanto posterior.
En México hemos tenido el privilegio de no vivir en un vecindario propenso a las guerras, circunstancia que nos ha permitido el lujo de sentirnos inmunes. Frente a conflictos, los mexicanos tendemos a apoyar a quien identificamos como la víctima pero sin mucha conciencia de lo que significa una guerra. Según algunos historiadores, la noción misma de la mexicanidad nació con la invasión norteamericana de 1947, pero el sentido de víctima, como dijo Octavio Paz, tiene raíces precoloniales. La historia y la vecindad nos han dado una perspectiva sui generis de las guerras.
De lo que no hemos estado exentos es del conflicto interno. Más allá del crimen organizado, el país vive un sinnúmero de conflictos que revelan un estado pre-democrático de política. Conflictos como los de Oaxaca y sus supuestos maestros, la toma de edificios y universidades en la Ciudad de Mexico, los plantones, las manifestaciones diseñadas para afectar a la ciudadanía o el bloqueo de carreteras, no son sino ejemplos palpables de un sistema político pre-democrático.
Los conflictos no se resuelven en las instancias políticas (como el Congreso) o las judiciales. En lugar de la negociación, se emplean instrumentos de fuerza y de presión orientados a imponer soluciones. Algunos políticos y partidos son más propensos a emplear este tipo de medios pero, en el conjunto, las diferencias no son dramáticas. Cuando un partido está fuera del poder utiliza instrumentos antiinstitucionales de presión que jamás toleraría estando en el gobierno.
Desde esta perspectiva, aunque no conocemos a la guerra como instrumento político, la política nacional sigue evidenciando facetas no democráticas y métodos de resolución de conflictos típicos de sistemas políticos corporativistas, cuando no autoritarios. Manifestaciones de esta naturaleza son sólo posibles cuando su empleo rinde resultados. Es decir, mientras la autoridad siga privilegiando la resolución de conflictos en las calles por encima de las instancias institucionales, el conflicto seguirá. Todos son actores racionales.
Lo anterior no debe entenderse como una llamada al uso de la mano dura. Un gobierno decidido a privilegiar la institucionalización de los procesos políticos tendría que ir forzando -sin violencia pero con autoridad— a los actores políticos a incorporarse en esos circuitos.
Como ejemplifican los líderes sindicales que se alinearon con el gobierno luego de la detención de la líder magisterial Elba Esther Gordillo, o los empresarios del sector de las telecomunicaciones aplaudiendo una acción que afectó severamente el valor de sus empresas, todos los actores son racionales; todos saben leer los movimientos políticos y se ajustan a una nueva realidad.
Un gobierno decidido a establecer nuevas reglas del juego tendría que ir constituyendo una nueva estructura institucional susceptible de contribuir a lograr esos objetivos. Para perdurar, un proceso de cambio político no puede depender del actuar de una persona o de un gobierno, sino de la existencia de reglas permanentes que sólo garantizan tas instituciones.
La democracia, dijo Joseph Schumpeter, no es más que un método para tomar decisiones que obliga a los actores políticos a someterse al marco normativo y no se toleran comportamientos fuera del mismo. En Holanda, el Iíder del partido liberal alguna vez afirmó que jamás ofendería a ningún otro parlamentario porque “uno nunca sabe con quién tendrá que construir una coalición en el futuro”.
Ese es el espíritu de una sociedad institucionalizada.
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