“El Príncipe, escribió Maquiavelo, debe ser cauto en el creer y el obrar, no tener miedo de sí mismo y proceder con moderación, prudencia y humanidad, de modo que una excesiva confianza no lo vuelva imprudente y una desconfianza exagerada intolerable”. El presidente Calderón es una persona decente, responsable y seria que ha conducido un gobierno en épocas turbulentas. Lamentablemente, lo hizo sin un sentido claro de dirección y con un equipo enclenque. Los tiempos difíciles suelen generar líderes naturales; lamentablemente para México, éste no fue el caso.
El sexenio comenzó con turbulencia y va concluyendo de manera desordenada y hasta caótica. A Felipe Calderón le debemos haber impedido que se consumara la amenaza destructiva que representaba el retorno al populismo, pero su gobierno no tuvo objetivos claros, estrategia o proyecto. Combatir al crimen organizado, un objetivo loable, no es substituto de estrategia ni puede ser la causa de un gobierno. Sin embargo, el sexenio se concentró en ese solo objetivo a costa de todos los demás. El resultado es que el país se encuentra pasmado y, una vez más, a la espera de alguien al menos no peor. Su fracaso explica que la elección no fuera sobre él sino entre anti priistas y anti amlistas.
El factor decisivo del sexenio ha sido la personalidad del propio presidente: desconfiado, obsesionado con el PRI, incapaz de reclutar personal profesional, se contentó con un equipo en lo fundamental mediocre -pero supuestamente leal- que poco a poco fue desplazando -y lastimando- a los pocos funcionarios que destacaron por su capacidad y a quienes se sumaron a su proyecto en todos los ámbitos. Seguro de entender al mexicano con clarividencia, se dedicó a imitar, quizá inconscientemente, una versión del viejo presidencialismo priista, privilegiando el culto a la personalidad por encima del desempeño de su administración. Al final, acabó comportándose como un priista pero sin la habilidad (y malicia) de aquellos y sin dejar un país en mejores condiciones de lo que lo encontró.
Si una característica definió a la administración ésta fue sin duda la desconfianza: alienó a sus contrapartes, hizo imposible negociar cambios legislativos relevantes, implicó la presencia de funcionarios opacos y limitados y conllevó una enfermiza obsesión por evitar que el PRI ganase la presidencia que, como demostró esta semana, es su verdadera naturaleza. En esa búsqueda minó a su propio equipo, ninguneó a su partido, intentó alianzas sin ton ni son y, una a una, destruyó todo vestigio de institucionalidad. La desconfianza hacia unos se tradujo en confianza desmedida hacia otros, que no lo justificaban por su capacidad o madurez. Su incomprensión del poder le llevó a ser muy decisivo en un tema -el narco- pero ajeno y distante en otros.
Como suele ocurrirle a todos los apostadores, el presidente Calderón acabó con una mala baraja. Se asoció con líderes sindicales corruptos que nunca cumplieron sus promesas, privilegió el conflicto con su único aliado legislativo posible y se cegó ante oportunidades en frentes distintos al de la seguridad -como educación, reforma judicial y política exterior- y acabó con niveles de violencia e inseguridad ciudadana sin precedente y sin visos de resolución. Apostó y perdió.
El crimen organizado no nació con el presidente Calderón. Como persona responsable, entendió la magnitud del desafío al Estado que representaban las organizaciones criminales y se abocó de lleno a combatirlas. Su estrategia puede ser discutible, pero el hecho de combatir a un enemigo tan brutal es indisputable. El problema es que la estrategia adoptada tiene consecuencias y, al no haber procurado convencer a la población de sus bondades y ganado su apoyo desde el inicio, en el momento en que la violencia comenzó a ascender y el impacto de la criminalidad a arraigarse en las familias mexicanas, el presidente se quedó sin nada.
Ahora que se acerca el ocaso de su sexenio, el presidente sigue empeñado en sus propias obsesiones, abandonando el legado histórico del PAN que son las causas ciudadanas. Peor, paradoja de paradojas, tan preocupado por un posible triunfo del PRI, abandonó a su candidata y no logró construir un andamiaje institucional y económico que contribuyera a un resultado electoral más favorable. En lugar de ser factor de unidad, conciliación e institucionalidad, favoreció el conflicto y la animadversión. En lugar de intentar el triunfo de su partido, acabó con el escenario que más lo ha obsesionado.
Dice un ex gobernador del PRI que sus colegas y los del PRD harían mal en subestimar la capacidad destructiva de Felipe Calderón cuando se empeña en avanzar sus objetivos, así quede nada después de su sexenio. Dado el resultado de la elección, se colocó en el peor lugar posible: como el ejemplo de lo que no debe ser un gobierno y, por lo tanto, como el parapeto que seguramente empleará el PRI duro que ganó la elección para hacer un contraste radical. Apostó en contra del PRI pero no hizo nada para evitar su triunfo. Felipe Calderón acabará como el panista que hizo posible al PRI y, peor, como la razón de ser de su recuperación.
Los presidentes inician su mandato seguros de que cuentan con un mundo de tiempo para organizarse y transformar al país. Sin embargo, en la medida en que avanza el sexenio, el tiempo se esfuma y muy pronto se encuentran con que ya están en la recta final. Entre el inicio y ese momento intentan todas las cosas que se les ocurren y algunas les salen bien. Pero el tiempo se agota y la pregunta típica sobre el legado se torna irrelevante. Lo único que queda es tratar de evitar una crisis y salir lo mejor librado.
Los pasivos del sexenio son bien conocidos y no es necesario abundar en ellos. Pero también hay activos que no han sido explotados en buena medida porque toda la atención se puso en objetivos inalcanzables. En lugar de las animadversiones que lo caracterizan y que con facilidad lo podrían convertir en el hazmerreír del próximo gobierno, haría bien en cuidar los activos que sí creó, sobre todo en cuanto a la lucha contra el crimen organizado, construyendo acuerdos para la protección del ejército.
Las obsesiones, decía Norman Mailer, son el mayor desperdicio de las actividades del hombre. La obsesión por lograr algo que no se encuentra en su poder son fútiles y, peor, peligrosas. Felipe Calderón acaba como comenzó: sin proyecto, sin partido y sin rumbo. Lo único que le queda es confiar en que el nuevo gobierno piense en el futuro en lugar de intentar restaurar el pasado, pues sólo así Calderón tendrá algo por lo cual ser recordado con bonhomía. Pero lo suyo no es confiar.
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