Inherente a la naturaleza humana es el deseo y expectativa de mejorar en la vida. Sin embargo, menos común es el reconocimiento de lo que sería necesario hacer para que eso fuera posible. Karl Popper, filósofo de la ciencia, alguna vez dividió al mundo en dos categorías: relojes y nubes. Los relojes son sistemas ordenados que se pueden procesar de manera deductiva. Las nubes son complejas “altamente irregulares, desordenadas y más o menos impredecibles”. Para Popper, el error de mucha de la ciencia moderna reside en pretender que todo es un reloj y que siempre habrá una herramienta apropiada para resolver todos los problemas. Sin embargo, seguía, ese enfoque está condenado al fracaso porque el universo en que vivimos es más parecido a las nubes que a los relojes.
Todos sabemos lo que nos disgusta de la realidad mexicana en la actualidad. A unos les molesta la criminalidad, a otros el desempeño económico. Algunos sufren los tráficos cotidianos y otros padecen la incertidumbre que permea el ambiente. Identificar los males, al menos a nivel sintomático, es muy sencillo. Pero pocas veces meditamos sobre las implicaciones de resolver esos problemas o, más exactamente, sobre lo que se requeriría para que esos males dejaran de serlo. En una palabra, si de verdad queremos construir un país que funciona y en el que no existen esos males (o son vistos no como un factor de realidad sino como una aberración que tiene que ser corregida), tendríamos que cambiarlo todo. Todo.
Earl Long, un peculiar político estadounidense, resumió el dilema de manera perfecta: “Algún día Louisiana va a tener un buen gobierno y a nadie le va a gustar ni un poquito”. Un buen gobierno implica reglas a las que todo mundo se subordina, entraña autoridad efectiva para hacer cumplir la ley y, por sobre todo, implica una auténtica igualdad ante la ley. En México, el reino de los privilegios, no satisfacemos ninguna de estas premisas ni siquiera en el discurso público.
Hace algunas semanas, en este mundo surrealista que es el de la realidad mexicana, tuvimos la oportunidad de ver un ejemplo perfecto de la complejidad que implica llevar a cabo el tipo de cambios que la ciudadanía exige pero que no siempre está dispuesta a llevar a buen término. Las autoridades de la ciudad de México decidieron instalar parquímetros en diversas zonas de la urbe con el objeto doble de desincentivar el uso del automóvil y racionalizar el tránsito y el uso de los lugares de estacionamiento. Es decir, se trata de un esfuerzo por ordenar uno de los muchos temas citadinos cotidianos.
La respuesta no se hizo esperar. Por un lado, los llamados “franeleros”, las personas que se han apropiado de los espacios públicos para rentar lugares de estacionamiento, se manifestaron en contra de la medida, para lo cual bloquearon algunas calles de la ciudad. Por otro lado, innumerables usuarios del servicio se quejaron por la desaparición de un mecanismo funcional para la vida cotidiana en virtud de la ausencia de estacionamientos formales.
En este caso específico, el desorden es múltiple. Primero, se encuentra la apropiación del espacio público: si uno no le paga al virtual “dueño” de la calle, no se puede estacionar. Segundo, las personas que visitan el lugar, trabajan por ahí o van a realizar alguna actividad momentánea, utilizan el servicio de los franeleros para que les cuiden el vehículo por unos minutos o por todo el día. No es un servicio menor. Tercero, en ausencia de vigilancia policiaca efectiva, los franeleros cumplen una importante función de seguridad: está demostrado que hay menos robos de partes y automóviles donde hay franeleros. Finalmente -un fabuloso ejemplo de picardía mexicana- en una de las calles de la zona rosa que frecuento, donde hay parquímetros desde hace años, hay una persona que antes era franelero y ahora se dedica a lavar coches y a echarle monedas al aparato para cuidar que a los autos de sus clientes no le levanten una infracción. La innovación y creatividad no dejan de sorprender: pero los problemas que estos personajes resuelven no son irrelevantes.
El desorden es un gran problema porque viene asociado a la ausencia de mecanismos para la resolución de conflictos, cero respeto a las leyes y a la autoridad, muy pobre desempeño económico y, en un sentido más amplio, deriva en la crisis de seguridad que vivimos y en la enorme falta de oportunidades que nos caracteriza y que se traduce en pobreza y desigualdad. No hay tal cosa como “un poco desordenado”. El desorden es una característica general, donde lo que sí está ordenado es excepcional. De manera contraria, en un contexto de orden, lo que no funciona es percibido como una excepción.
En la actualidad, lamentablemente, seguimos viviendo en un contexto de desorden donde algunas cosas funcionan pero son las menos. En el ámbito económico, por ejemplo, el TLC es un gran factor de orden, pero el mercado interno sigue tan desordenado como siempre. En el debate público –tanto entre políticos como empresarios- hay siempre la disyuntiva de avanzar hacia el orden o retraernos hacia lo general. Para muchos empresarios lo que el país requiere es generalizar el desorden porque eso evita la necesidad de elevar la productividad, mejorar la calidad de los productos o, en general, mejorar la vida.
El dilema para el país es precisamente ese: convertirnos en un país moderno implica meternos a todos en orden y eso entraña la terminación de privilegios, prebendas y beneficios particulares. En su microcosmos, los franeleros lo ilustran perfectamente bien: han gozado de un privilegio excepcional (aunque no lo entiendan así) y no están dispuestos a cambiar por ningún motivo. Extrapolando el ejemplo a nivel nacional, meter al país en orden implicaría reformar todos los ámbitos de la vida nacional. Es decir, dentro de un contexto de orden se torna inaceptable la existencia de monopolios públicos o privados, es disfuncional el uso de la mordida o la corrupción en general y la economía informal deja de ser un elemento folclórico para convertirse en una lacra que tiene que ser atacada. En un contexto de orden nadie sigue como estaba antes.
La disyuntiva es mucho más profunda de lo aparente. Aterrizar el deseo –o el discurso- por mejorar, hacer de México un país más amable y exitoso y lograr una sustancial mejoría en los niveles de vida va inexorablemente de la mano de la disciplina, el orden y la igualdad ante la ley. Aterrizarlo implicaría que lo acepten los poderes fácticos, los ricos, los políticos y demás beneficiarios de privilegios: desde los franeleros hasta el presidente. O que se les imponga por un cambio real.
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