Groucho Marx, el gran actor satírico, decía que “la política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados”. En México domina la noción de que el país está sobre diagnosticado, que se conocen y entienden los problemas y que el verdadero problema yace con los legisladores y funcionarios que no se comprometen y actúan para aprobar “las reformas” y darle oportunidad al país de salir adelante. Sin embargo, no es obvio que los diagnósticos que se han convertido en verdades inmaculadas o que el contenido de las reformas que tanto se mencionan sean correctos. Si bien es evidente que el país requiere un sinnúmero de reformas, el contenido de las mismas importa y es clave para conducir al objetivo de salir del atolladero y destrabar el desarrollo. No hay nada más peligroso que hacer correctamente lo incorrecto.
La esencia de nuestra problemática gira en torno a un concepto: conflicto. El conflicto es inherente a cualquier sociedad. Por homogénea que pudiera ser, no existe comunidad humana que no manifieste diferencias, intereses cruzados o perspectivas incompatibles. Ralph Miliband, uno de mis grandes profesores, afirmaba que sin conflicto es imposible entender a la sociedad humana. El conflicto es parte de la vida cotidiana igual en las sociedades más institucionalizadas y civilizadas que en las más violentas y rijosas. La diferencia entre ellas no reside en la existencia de conflicto, sino en la forma en que éste se procesa y resuelve.
El diagnóstico prevaleciente dice que el problema de la parálisis institucional reside en la incapacidad para ponernos de acuerdo. Por lo tanto, lo urgente es encontrar una manera de cerrar la brecha entre posturas y con eso el país comenzará a florecer. De ahí que se manifiesten propuestas orientadas no a encauzar el conflicto sino a intentar suprimirlo: crear mayorías, así sean artificiales, para que, ahora sí, se pueda salir del agujero. En el fondo, predomina la nostalgia por las soluciones presidencialistas de antaño y, al mismo tiempo, por las transiciones española y chilena en que todas las fuerzas políticas aceptaron olvidar el pasado en aras de la construcción de un nuevo futuro.
Visto en retrospectiva, las circunstancias de esas dos naciones antes del fin del gobierno dictatorial fueron muy distintas a las de nuestra realidad. Tanto España como Chile construyeron sistemas legales que funcionaban como mecanismos para dirimir disputas y que luego sirvieron como plataforma para la propia transición. En España hubo un acuerdo explícito de mantener la constitución franquista no porque ésta fuera buena o gozara de beneplácito por parte de la nueva composición política, sino porque todas las fuerzas reconocieron lo fundamental de mantener un régimen legal que obligara a todos y estableciera reglas del juego. En México las reglas del juego eran las del sistema priísta y se fundamentaban no en un sistema legal funcional sino en el poder del presidente. Ese sistema se erosionó y acabó colapsándose en 2000. En contraste con Chile y España, México entró en un proceso de transición política sin mapa, sin reglas del juego y sin instituciones capaces de canalizar y resolver el conflicto político. Visto de esta manera, debió haber sido obvio que una transición como aquellas era simplemente inconcebible en México.
Ahora viene lo que Joaquín Villalobos ha llamado “el síndrome de la decepción democrática.” Para quienes esperábamos una transición de terciopelo, la desilusión ha sido mayúscula. El mayor problema ahora no reside en la falta de acción sino en lo errado del diagnóstico y la cerrazón ante la necesidad de análisis. En lugar de reconocer la inevitabilidad del conflicto como componente de la naturaleza humana, el debate se concentra en la necesidad de imponer mayorías y retornar a lo que supuestamente funcionaba bajo el régimen priísta que, por cierto, si hubiera sido tan maravilloso, no hubiera caído…
La democracia es inevitablemente conflictiva, genera incertidumbre y abre espacios a la participación pública y política de todos los actores sociales, incluidos los indeseables. La democracia requiere reglas para poder funcionar y éstas son producto de negociaciones en las que todos los actores ceden privilegios del viejo régimen a cambio de la institucionalidad: no se trata de un proceso simple o carente de contradicciones. El viejo régimen intentaba control absoluto de mentes y almas y, por esa vía, la supresión del conflicto. Por imperfecta que sea nuestra democracia, la apertura inexorablemente entraña la presencia y participación de comunidades indígenas y narcos, opinadores y políticos, empresarios y sindicatos, líderes y ciudadanos. Lo que antes parecía no existir –porque se suprimía- ahora es parte inherente al debate social y por eso es absurda la noción de que una mayoría artificialmente creada constituye una solución: lo que se suprima en un espacio aparecerá en otro. En cierta forma, esa es la principal lección del levantamiento zapatista: el conflicto existe y va a aparecer de alguna forma; si no existen conductos institucionales para que se manifieste, aparecerá en otros menos deseables.
El país vive el conflicto en todos sus ámbitos, muchos a flor de piel. Las diferencias de perspectiva y los choques de intereses son ubicuos. Mucha de la dislocación que vivimos tiene profundo arraigo en la realidad, una realidad que es fácil de desdeñar. Por ejemplo, la economía informal quizá emplee hoy en día a una mayoría absoluta de la fuerza de trabajo urbana en el país. Se puede pretender que la informalidad no existe pero eso no la anula y, más importante, no cambia el hecho que los incentivos para quienes ahí habitan son distintos a los de la sociedad formal. La sociedad mexicana enfrenta ahí una ruptura poco entendida: de un lado está la formalidad (que incluye a igual a profesionistas y burócratas que a los poderes fácticos) y del otro están los informales, incluyendo a narcos y a vendedores ambulantes; estos últimos acaban siendo extraordinariamente vulnerables a las redes de corrupción y violencia de los primeros.
La solución de estos asuntos no comienza por la vía legislativa. Sin un arreglo político fundamental que preceda a cualquier reforma ninguna ley va a cambiar la realidad. El asunto de fondo a resolverse es cómo canalizar el conflicto y darle legitimidad a los instrumentos de gobierno, incluidos los de hacer valer la ley frente a quienes se rehúsen a ser parte del régimen político que resulte de ese arreglo. Negar la inevitabilidad del conflicto es equivalente a preservar el statu quo.
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