El rechazo del Senado a la iniciativa de reelección legislativa en el periodo de sesiones recién concluido revela una acusada preferencia de los partidos por mantener el control político (en demérito del que debieran ejercer los ciudadanos), pero también una profunda ignorancia sobre la función que en una sociedad democrática tiene la reelección. También sugiere un desprecio por la forma de gobierno estadounidense. En retrospectiva, la combinación de estos factores hacía imposible la alteración de ese pilar de la política mexicana posrevolucionaria.
La democracia mexicana es peculiar. En lugar de girar en torno al ciudadano y votante, gira en torno a los partidos políticos. Son los partidos quienes comandan el control de la toma de decisiones en los órganos legislativos y, por lo tanto, quienes determinan la política nacional, el funcionamiento de la economía y el alcance de nuestro desarrollo. En otras palabras, en lugar de que el potencial de desarrollo del país se fundamente en la capacidad de la población para desarrollarse a su máxima capacidad ?no importa si se trata de campesinos, empresarios, obreros o profesionales?, nuestro desarrollo tiene un techo fincado por un sistema de organización política que privilegia los intereses de los partidos sobre los de la ciudadanía. Y ese techo es verdaderamente bajo.
La reforma electoral de 1996 consagró a los tres partidos políticos mayoritarios como los propietarios de la democracia mexicana. En la elaboración de esa reforma se incorporaron temas como el financiamiento de los partidos, la sobre-representación de sus contingentes y la eliminación de la competencia por parte de los partidos de menor tamaño (o nuevos partidos en el futuro), cuyo potencial de crecimiento fue prudentemente coartado. Con el financiamiento garantizado y la competencia limitada, los tres partidos aseguraron el control de los procesos electorales, el de las cámaras legislativas y, en consecuencia, el de la toma de decisiones nacionales. Por si lo anterior no fuera suficiente, al reafirmar y, de hecho, consolidar, ese híbrido que conforma nuestro poder legislativo, en el que conviven legisladores por elección directa y por representación proporcional, los partidos garantizaron que ningún esfuerzo ciudadano pudiera mermar su capacidad de imposición. También, recientemente, se limitó la competencia para los partidos chicos.
La reelección de legisladores choca de frente con esta realidad. En un mundo perfecto, la reelección de legisladores serviría para acercar a los legisladores con los votantes. La idea detrás de la reelección es que un diputado o senador que quiere permanecer en su puesto, hará lo posible por atender las peticiones o reclamos de sus votantes a fin de ganar su lealtad y, por supuesto, su voto.
En todos los sistemas políticos, como en toda organización humana, los individuos actúan de acuerdo a lo que más les conviene. En esto consiste la esencia de la reelección: se trata de un mecanismo diseñado para alinear los intereses de los legisladores con los de la ciudadanía, bajo la presunción de que los primeros van a cortejar a los segundos en su actuar cotidiano si dependen de éstos para mantener su chamba. Bajo esta lógica, en un sistema político donde no existe la reelección, los legisladores naturalmente van a actuar bajo su propio criterio y éste, como en nuestro caso, estará fuertemente determinado por el interés del partido, pues de éste depende la carrera política del legislador. Así como antes, en la época presidencialista, los legisladores priístas respondían al presidente, de quien dependía su fortuna, hoy responden al partido. Por el contrario, en un sistema electoral en el que existe la reelección, los legisladores enfocan sus baterías hacia lo que preocupa a la ciudadanía. No hay nada esotérico en este asunto.
Siempre fue evidente que los partidos se opondrían a la reelección. Su lógica es la del dueño: asegurar que sus agentes, en este caso los legisladores, cumplan con su cometido tal y como lo define el partido. Aceptar la reelección habría entrañado un cambio radical. Pero más allá del evidente interés partidista que determinó la decisión de los legisladores en este tema, en la discusión que precedió al voto del Senado con el cual se derrotó la iniciativa, dominó la ignorancia, en buena medida porque el punto de referencia que se empleó en la discusión pública fue el sistema de reelección estadounidense.
La reelección es una institución central del sistema electoral norteamericano. Los senadores son electos por seis años y los diputados por periodos de dos. Si uno observa los patrones de retención del puesto, resulta evidente que un porcentaje enorme de los legisladores permanece en su puesto, en ocasiones por cuatro y hasta cinco décadas. En la pasada elección de noviembre, por ejemplo, la mayoría de los diputados y prácticamente todos los senadores que compitieron fueron reelectos. De las 435 curules en la cámara baja, en 356 el diputado contaba con una ventaja superior al 20%, aun antes de comenzar la campaña, respecto a su contrincante. Sólo 14 de los 100 senadores enfrentan contiendas competitivas y de los 37 que se disputaron el pasado noviembre, 35 mantuvieron su asiento. Todo esto lleva a la conclusión evidente de que el sistema electoral estadounidense no está diseñado para generar una gran alternancia de legisladores. Pero de ahí no se puede concluir que los legisladores guarden distancia de sus votantes. Al contrario.
El sistema electoral estadounidense premia la cercanía entre el legislador y el votante, al grado en que con frecuencia se observan distorsiones ridículas, como los enormes gastos e inversiones que ocurren de vez en cuando y que no representan beneficio alguno en términos de crecimiento económico o productividad, pero que satisfacen a grupos clave de votantes. Es decir, así como nuestro sistema electoral privilegia los errores, intereses y torpezas de los líderes de los partidos, el sistema norteamericano privilegia los caprichos de los votantes. La diferencia reside en que nuestro sistema parte del principio filosófico de que el dueño es el partido, en tanto que el de allá parte de la premisa de que el dueño es el ciudadano.
En los últimos años he tenido la oportunidad de experimentar esta diferencia de manera directa. Hace poco más de una década se constituyó un grupo de académicos estadounidenses deseosos de entablar un diálogo e intercambios académicos, literarios, científicos y artísticos con sus pares cubanos. En el diseño del proyecto se invitó a una canadiense y a mí, ambos con el objeto de contribuir a evitar asperezas entre los dos contingentes. La experiencia ha sido excepcional en dos sentidos: por un lado, porque nos ha dado la oportunidad de conocer las sensibilidades y susceptibilidades particulares de ambos grupos. Pero quizá lo más interesante de ese aprendizaje ha sido la cantidad de prejuicios que unos tienen con respecto a los otros y la enorme voluntad de allanar las diferencias para trabajar en conjunto.
Pero la experiencia ha sido igualmente valiosa en otro sentido. Cuando este grupo se integró, Estados Unidos estaba experimentando uno de sus procesos recurrentes de embate contra la isla. Al inicio de los noventa, el tema era la legislación Helms-Burton, promovida por el conocido senador del estado de Carolina del Norte, cuyo objetivo genérico era penalizar a inversionistas no estadounidenses que invertían en activos que pudieran haber sido propiedad de empresas norteamericanas expropiadas por el gobierno cubano. El senador Helms, viejo conocido como un recalcitrante crítico de México e inflexible detractor del gobierno cubano, había construido su carrera legislativa como un duro e irreconciliable enemigo de Castro.
Para el buen funcionamiento de esta comisión cubano-americana se requerían fondos, mismos que fueron provistos por diversas fundaciones; sin embargo, de acuerdo a la ley que gobernaba el embargo a Cuba, cualquier gasto de esos fondos que se desembolsara en la isla o para ciudadanos cubanos requería un permiso expreso por parte de la oficina de embargo del Departamento del Tesoro de ese país. Es decir, cualquier gasto relacionado con un viaje de la comisión a Cuba o para que el contingente cubano viajara a EUA, requería de un permiso expreso por parte del gobierno estadounidense, incluso cuando los fondos respectivos provinieran de otras instancias del mismo gobierno (tal sería el caso de la National Science Foundation, el CONACYT estadounidense). La obtención de esa licencia con frecuencia tomaba de seis a ocho meses y varias veces motivó la cancelación de proyectos, viajes o envíos de libros y materiales. El tortuguismo burocrático, en no poca medida motivado por el pavor de los funcionarios de esa oficina a ser fustigados por parte del comité del senador Helms, era impresionante.
Luego de dos o tres años de frustrante burocratismo, uno de los miembros del grupo norteamericano propuso transferir el domicilio legal de la comisión de la universidad de Princeton a su institución, la universidad de North Carolina. El cambio fue meramente formal, pero las implicaciones fueron dramáticas. En lugar de que la comisión enfrentara el hostigamiento indirecto del senador Helms por su anticastrismo, la comisión súbitamente se convirtió en un asunto de atención al votante. A partir de ese momento, cada vez que la comisión requería una licencia, en lugar de que su secretariado se peleara con la oficina del embargo, bastaba una llamada a la oficina del senador Helms para que en 24 horas se expidiera la licencia.
El senador Helms, como todos los legisladores de su país, tenía una impresionante oficina de atención a los votantes. Cualquier ciudadano de su distrito o estado podía llamar a su oficina para solicitar ayuda con algún trámite, apoyo para una beca o solución a algún problema. El senador podía estar personalmente cerca o lejos de sus votantes en términos políticos o ideológicos, pero la atención a los problemas que los aquejaban era inigualable. Todo eso por la reelección. Porque la reelección hacía del ciudadano el centro de la atención del legislador.
La posibilidad de que eso ocurra en México fue derrotada en el Senado de la República.
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