Las listas de candidatos al congreso que acaban de publicar los partidos constituyen una buena fotografía de la política mexicana actual, tanto en lo que ha cambiado como en lo que permanece. Como es de esperarse, en cualquier país, las listas traen un poco de todo: políticos viejos y caras nuevas, candidatos buenos y candidatos malos. Más que las listas mismas, lo que llama poderosamente la atención es el procedimiento para integrarlas y lo que eso nos dice de dónde estamos en la actualidad.
Viendo hacia atrás, parece claro que nuestra democracia no nació como un sistema para mejorar la calidad del gobierno sino para mejorar su representatividad. Los acuerdos que llevaron a las sucesivas reformas electorales, desde finales de los 70 hasta la crucial de 1996, fueron intentos por responder a la cada vez más deteriorada legitimidad del sistema político priista, así como a la creciente capacidad de movilizar, desarticular y crear situaciones de crisis que desarrollaron los partidos (entonces) de oposición, sobre todo el PAN. La primera gran reforma, la de Reyes Heroles, buscaba incorporar a la izquierda en los procesos políticos formales, en tanto que las de los 80 y 90 fueron respuestas a las crisis que provocaba el PAN con incremental intensidad.
El problema percibido era uno de representación: una parte cada vez mayor de la sociedad mexicana se sentía excluida del sistema político. Lo que hoy tenemos es un sistema político que incluye a todas las fuerzas, garantiza presencia en el congreso incluso a partidos sin mayor representatividad y permite que la mayor parte de la actividad política ocurra dentro de las instituciones formales.
Lo que todas esas reformas no lograron fue institucionalizar a la política o garantizar un sistema de gobierno funcional y efectivo. El que todas las fuerzas y partidos estén en el congreso no les impide realizar manifestaciones disruptivas; tampoco les prohíbe bloquear o incluso tomar violentamente el propio recinto legislativo. En otras palabras, se resolvió el problema de la representación, pero no se civilizó la actividad política. Tampoco se institucionalizaron los procesos de nominación de candidatos ni se desarrollaron procedimientos para seleccionar a los mejores candidatos.
La situación se ha tornado crítica. Las listas de candidatos que fueron publicadas hace unos días son una maravillosa fotografía de lo que se ha avanzado, pero también de lo que no ha cambiado. Lo primero evidente es la impresionante tendencia hacia el control oligárquico y de familias en todos los partidos. Los listados muestran la presencia de dinastías familiares que acaparan los primeros lugares en las listas de representación plurinominal. No tengo duda de que algunas de esas personas tienen carrera propia y méritos que justifican su nominación, pero seguro el único mérito de la abrumadora mayoría se deriva exclusivamente del apellido. Ahí hay decenas de hijos y hermanos de políticos de hoy y de antes, muchos de ellos impresentables y, sin embargo, obviamente influyentes en el proceso de conformación de las listas.
Una segunda imagen que arrojan las listas es la de la interminable negociación, mucha de ella violenta, al grado que recuerda los procesos de movilización post electoral en la década de los 90. Aunque los partidos (y grupos dentro de cada partido) gozan de calificar a los otros de antidemocráticos porque no eligieron a sus candidatos o favoritos de determinada manera, la verdad es que ningún partido ha logrado construir métodos de nominación que dejen satisfechos a todos. Las negociaciones y presiones son interminables. Donde se utilizan procesos de elecciones abiertas, los candidatos resultantes tienden a ser atractivos para los militantes más activos de los partidos, pero pésimos para ganar el favor popular. Eso ha llevado al retorno de las otrora llamadas candidaturas “de unidad”, donde media una negociación que intenta, ante todo, evitar conflictos públicos. Las listas sugieren que los priistas han sido mejores en controlar a sus huestes perdedoras que los panistas y perredistas, pero ninguno ha logrado institucionalizar los procesos internos.
Finalmente, la tercera imagen que nos deja esta aventura es que el mérito es irrelevante en la política mexicana. Algunos de los nombres que aparecen en las listas son de personas asociadas con la corrupción, el narcotráfico y pésimos ejercicios de administración o gobierno en el pasado y, sin embargo, nada de eso les impide aparecer ahí como “distinguidos” miembros de sus partidos y listas respectivas.
Al ver las listas recordé el día en que aprendí la dramática diferencia entre lo personal y lo profesional que, en México y como muestran las listas, es casi siempre inexistente. Al llegar a Boston a estudiar me encontré con la novedad de que uno de mis autores favoritos, Ralph Miliband, se acababa de incorporar a la facultad. De inmediato me inscribí en su curso y pronto se convirtió en mi mentor y amigo. Un par de meses después organicé una cena, a la cual invité a Miliband y al profesor Natchez y sus esposas junto con dos compañeros de la universidad. Miliband llegó con dos cosas en la mano: mi examen y una botella de vino. Cuando me entregó el primero me dijo “this is business” y cuando me entregó la segunda “this is love”. La cena fue rica en diálogo y calor humano, además de que pronto se entendieron sin dificultad alguna dos profesores con visiones e ideologías difícilmente más contrastantes: un conservador estudioso de la política estadounidense y uno de los marxistas más reconocidos de su época.
Horas más tarde, al acabar la cena, revisé mi examen. La calificación no era muy buena. Decepcionado, pero con mentalidad mexicana, me puse a reflexionar sobre el contraste de la noche: por un lado, amor y amistad, por el otro una mala calificación. Dos días después, en la clase con Miliband, lo observé para ver si algo había cambiado en su semblante. Nada. Eventualmente comprendí que para él había una diferencia absoluta entre lo personal y lo profesional y que no por nuestra cada vez mayor cercanía personal él dejaría de ser un profesor riguroso. Fue una lección que nunca perdería yo de vista y que me enseñó a apreciar una de las razones del éxito de los países desarrollados: el mérito es un valor en sí mismo que permite separar lo común y lo mediocre de lo mejor y excepcional.
Las listas de candidatos son, en general, una mejor muestra de lo mediocre que de lo excepcional. Las dinastías raramente producen buenos resultados. Las oligarquías menos.
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