A los mexicanos parece que nos encanta el pleito. En lugar de ponernos de acuerdo en lo que compartimos y ver hacia adelante, llevamos décadas, si no es que siglos, disputando el pasado. Aunque sin duda hay muchos temas legítimos debatibles sobre el pasado, lo único que el pasado puede darnos es historia. El resto depende de lo que seamos capaces de construir a partir del presente. La cambiante realidad de nuestro entorno interno y externo es tan impresionante que hace prohibitivamente caro seguir distrayéndonos con esa discusión que sólo mira para atrás. Mientras estamos enfrascados en ello, la realidad nos rebasa al igual que las oportunidades que nos permitirían avanzar hacia el único objetivo con el que todos comulgamos: el crecimiento de la economía.
La realidad mexicana actual es compleja y difícil de resolver. La problemática es tan vasta y golpea a tanta gente de maneras tan distintas que es innecesario, además de presuntuoso, pretender describirla de manera exhaustiva. Independientemente del mundo en que nos movamos –lo mismo los negocios que la política, el trabajo manual, profesional o intelectual–, todos padecemos los estragos de un país estancado, lo que nos hace muy difícil avanzar a nivel personal. A pesar de ello, no todo lo que nos rodea son malas noticias: lo logrado en los últimos años y décadas en materia de libertad, por citar lo más evidente, es trascendental e irreemplazable. Pero la libertad, y lo que la acompaña en otros ámbitos, no es substituto del sustento y el sustento, en un país con una demografía como la nuestra, está directamente vinculado con el crecimiento económico.
Aunque los mexicanos no coincidimos en muchas cosas, todos mantenemos un mínimo acuerdo en torno al tema del crecimiento. Si bien los economistas no están de acuerdo en todo (y vaya que ponerlo así es una exageración), ninguno ignora que los problemas para crecer no son únicamente de carácter técnico. Desde una perspectiva técnica, hay soluciones plausibles y éstas no tienen porque ser un tema de disputa interminable. Es decir, si en lugar de enfocarnos a lo que ha estado mal de 1970 a la fecha, nos concentráramos, con mano libre, a resolver los impedimentos al crecimiento, en muy poco tiempo lograríamos el resultado deseado. El problema se encuentra en la inexistencia de eso que llamo “mano libre”.
Hay dos temas de disputa respecto al pasado: uno tiene que ver con la diferencia de perspectivas en cuanto a las causas de las crisis cambiarias y, particularmente, en cuanto a la conducción de la política económica durante los años 70 y 90, respectivamente. Esta disputa yace en el corazón de la campaña presidencial actual. No menos importante es el debate filosófico detrás de todo esto: quién debe conducir el desarrollo del país, ¿el ciudadano y consumidor o el productor y el burócrata? Aunque aparentemente inocua, la diferencia es radical.
Sin duda, uno de nuestros peores vicios es no llamar a las cosas por su nombre: nos encantan los sinónimos y los eufemismos. Por ejemplo, el viejo régimen empleaba la palabra democracia como si ella existiera. Esos gobiernos promovieron reformas indispensables en este campo, no porque tuvieran convicciones democráticas, sino porque pretendían afianzarse en el poder a través de las mismas. Pero en lugar de hacer el trabajo completo, dejaron toda una constelación de agrupaciones corporativistas que ahora quieren no sólo echar el reloj para atrás, sino también cancelarle al ciudadano y consumidor los beneficios que ha logrado, aunque frecuentemente éstos ni siquiera son reconocidos.
Esa manera de proceder ha tenido como consecuencia que la opacidad domine por encima de lo que debiera ser transparente, comenzando por los derechos ciudadanos, sus obligaciones y, en especial, los límites a esos intereses particulares que grupos de interés como los sindicatos y los beneficiarios de los subsidios del gas reivindican para sí. Por ello, la ciudadanía no acaba de consolidarse.
Las reformas económicas de los ochenta y noventa abrieron espacios para el desarrollo de las personas y le confirieron un papel medular al consumidor como centro del desarrollo económico. Por su parte, las reformas electorales abrieron espacios políticos, dando vuelo a la posibilidad de la democracia. Si bien la ciudadanía ha aprovechado estas circunstancias, no se ha afirmado como la fuerza transformadora que representa en otras latitudes. De hecho, si algo es patente en el momento actual es que la población ha tendido a ajustarse y crecer con mucha mayor celeridad que los políticos a su derredor.
Por ejemplo, la libertad de importar y exportar tiene enormes beneficios para el consumidor, desde el más modesto hasta el más encumbrado. El que una señora del origen más humilde pueda adquirir productos alimenticios baratos o ropa y zapatos a precios nunca antes vistos, se debe, en buena medida, a toda una concepción filosófica que parte del principio de la competencia económica y la libertad de acción en el ámbito productivo. Esa libertad contrasta de manera directa con la noción, ahora renovada, de privilegiar y proteger al productor a través de subsidios, así como otros mecanismos de protección y promoción.
Pero no por arraigadas, esas nociones de protección tienen validez. El futuro estará construido por las decisiones de millones de consumidores y ciudadanos alrededor del mundo. Los países que entiendan y se inserten en esos procesos serán exitosos y los que permanezcan fuera pagarán un elevadísimo costo, como los que se aprecian ya en la incalculable pérdida de oportunidades y el bajo crecimiento económico registrado en los últimos años. El país ha avanzado tímidamente en la única dirección que le permitirá reanudar tasas elevadas de crecimiento, pero no ha logrado consolidar ese avance y convertirlo en una plataforma de desarrollo para el futuro.
Las diferencias filosóficas que paralizan al país lo están condenando a la pobreza. El futuro se encuentra en actividades que involucran valor agregado, creatividad e innovación, es decir, en la capacidad de aplicar la información y el conocimiento a los procesos productivos en la manufactura, los servicios y la agricultura. Lo urgente, lo imperativo, es crear condiciones para que toda la población sea capaz de participar en esos procesos. Todo el resto es nostalgia o, peor, mera demagogia. La realidad ha rebasado nuestras disputas: tenemos que dejar al pasado en la anécdota para comenzar a enfocarnos hacia el futuro.
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