Dos años

EUA

El día de hoy concluye, en términos políticos, el segundo año de gobierno del presidente Fox, un periodo caracterizado por dos fuertes tensiones que no han logrado conciliarse ni resolverse. La primera fuente de tensión surge de las expectativas que produjo un cambio promisorio, aunque indefinido, pero ciertamente inalcanzable en el corto plazo; por otra parte se encuentra la tensión que producen los desquicios provocados por una nueva realidad política que no encuentra correspondencia en las instituciones encargadas de hacer posible el desarrollo del país. Al término de estos dos años (la tercera parte crítica del primer gobierno posterior a la era priísta), el país se encuentra en una grave tesitura: aunque hay un gobierno que, contra todo pronóstico, ha logrado avanzar en algunos frentes, sigue sin contar con claridad de rumbo. A dos años de las elecciones que cambiaron a México, el gobierno se encuentra ante el reto de imprimir un sentido de dirección a su gestión para efectivamente sentar las bases de un nuevo camino para el desarrollo del país; de lo contrario, corre el riesgo de acabar muy mal.

Se trata de un reto difícil y complejo porque nadie puede anticipar que le depara el futuro al presidente Fox. Al gobierno actual le ha tocado actuar en un contexto mundial inédito por su complejidad. De la misma manera, en el ámbito interno, el cambio difícilmente pudo haber sido más profundo, aunque a muchos en ocasiones les parezca inexistente. El solo hecho de que el presidente ya no pueda imponer sus preferencias sobre el congreso constituye una transformación radical del sistema político mexicano. No menos importantes y trascendentes son los conflictos ajenos con los que el presidente tiene que lidiar cotidianamente, como las disputas internas en el PRI que, irremediablemente, tienen un enorme impacto sobre la relación entre los poderes públicos y sobre su propia gestión. Se trata de un gobierno que opera en circunstancias internas y externas muy nuevas, pero sin la experiencia y habilidad que éstas exigen. La pregunta es si sabrá cómo salir de la esquina en que se encuentra acorralado.

Nadie puede dudar de que al nuevo gobierno le tocó bailar, como reza el dicho, con la más fea. En particular, hay tres circunstancias nuevas, en buena medida inéditas, que han determinado su realidad. Primero, los atentados terroristas contra Estados Unidos el año pasado retrasaron la recuperación de la economía norteamericana, haciendo mucho más difícil, en esta era de globalización, la reactivación de la actividad económica nacional; a diferencia de otros episodios recesivos en el pasado, éste tiene su origen en el exterior. En segundo lugar, la crisis corporativa que afecta a innumerables empresas extranjeras ha tenido un fuerte impacto tanto en la inversión en general como en la inversión hacia el país. Además, no hay duda que el gobierno y el congreso han fallado en avanzar reformas clave, sobre todo en materia fiscal, que nos permitirían acelerar la reactivación económica, pero tampoco puede haber duda de que aun en las mejores condiciones, el peso de la realidad externa nos haría de todas maneras padecer la situación recesiva actual. En tercer lugar, es imposible cerrar los ojos ante lo que sucede en el sur del continente, donde, con la sola excepción de Chile, todos los países parecen empeñados en infringir el mayor daño posible a sus poblaciones a través de malas decisiones y un incontenible populismo.

Si las circunstancias han sido particularmente difíciles, no menos importantes han sido las deficiencias que han caracterizado al propio gobierno, que han acabado por echar por la borda intenciones por demás encomiables. El gobierno del presidente Fox vino acompañado del deseo de imprimirle una ética al servicio público; de esta manera, como gente buena y razonable, muchos miembros del gabinete han intentado cambiar la manera de hacer las cosas en el en su actuar cotidiano. El tiempo dirá si esa nueva manera de funcionar transforma al servicio público; sin embargo, lo que ha sido más visible y está teniendo repercusiones en este momento es la profunda incapacidad del gobierno de comprender la complejidad de la vida pública y política e incluso la naturaleza de sus interlocutores en el otro lado de la mesa, así como los intereses que se han colado en el corazón de la estructura del nuevo gobierno. Ciertamente, la corrupción que no se acaba con las buenas intenciones.

Junto a su idealismo, el nuevo gobierno hizo suyos un sinfín de mitos que ahora le están costando mucho al gobierno y al país, sobre todo el de una presidencia excesivamente fuerte y la urgencia de profundizar el federalismo. La realidad es que una vez cercenada la vinculación entre el PRI y la presidencia, lo notable no es la fortaleza de esa institución, sino su extrema debilidad. Por su parte, la mayor descentralización fiscal, no sólo ha debilitado las finanzas públicas y creado riesgos de crisis que antes eran menores, sino que ha provocado una nueva realidad: gobiernos estatales ricos, pero sin ninguna obligación de rendir cuentas, frente a una federación pobre a la que todo mundo exige más.

Por encima de todo, el gobierno ha adolecido de la falta de rumbo. Claramente, el presidente tiene una visión muy desarrollada del México que quisiera contribuir a construir, pero no existe una conexión directa entre el objetivo –la visión- y la vida cotidiana. Es decir, no existe un proyecto claramente articulado y un eje que coordine a todos los componentes de la administración. Si bien lograr una coordinación efectiva es difícil en cualquier gobierno, la naturaleza de la coalición que formó el hoy presidente Fox para poder ganar la presidencia se tradujo, al menos parcialmente, en un gobierno disperso, compuesto por individuos con intereses y objetivos difíciles de conciliar entre sí y, en ausencia de un eje rector y de una capacidad para disciplinar a cada uno de ellos, el resultado ha sido por demás pobre. Baste observar el ocaso del nuevo aeropuerto –un buen ejemplo de la incapacidad para actuar y resolver conflictos, así como para identificar responsables- para llegar a la inevitable conclusión de que el gobierno requiere de una transformación casi tan grande como la del propio país.

Más allá de las difíciles circunstancias internacionales y de la descoordinación interna, quizá el tema que más escabroso para la nueva administración ha sido el de su relación con el PRI. El resultado que arrojó la elección del 2000 creó un contexto político sumamente complejo, toda vez que los votantes no le concedieron al partido del presidente una mayoría legislativa. De esta manera, el nuevo gobierno pronto se halló ante la pregunta de cómo relacionarse con el PRI, su tradicional contrincante político, pero también una pieza necesaria para la aprobación de sus iniciativas en el congreso. A la fecha, el gobierno ha sido incapaz de definirse en esta materia, acabando en el peor de los mundos: por una parte no se ha decidido a romper con el PRI, pero sus titubeos tampoco han ayudado a que juntos avancen su agenda legislativa. Aunque los problemas internos del PRI son enormes, las vicisitudes del propio gobierno han servido de pantalla para ocultarlos, para beneficio del propio partido. De la misma forma, el gobierno todavía no toma una decisión sobre cómo manejar el pasado o en qué medida adoptar una política agresiva al respecto. A poco menos de un año de la próxima elección federal, estos dilemas siguen impidiéndole definirse más allá del hecho, nada pequeño, de haber derrotado al PRI.

El momento político actual, en particular el simbolismo de haber concluido la etapa en que tradicionalmente se sientan las bases de todo gobierno, deja al presidente Fox ante un panorama de oportunidades y posibilidades que tendrá que ir asumiendo en los próximos meses. Independientemente de que el Senado no cambie, es evidente que las elecciones del próximo año van a ser cruciales tanto para el PRI como para el PAN, pero sobre todo para el presidente Fox. Mucho de lo que se haga o deje de hacerse dependerá de los meses próximos y del resultado que arroje la contienda electoral.

Lo que nadie puede anticipar con certeza es cómo va a terminar el sexenio. Existe la tentación de confiar en que el hecho de haber derrotado al PRI constituye una garantía de trascendencia que hace irrelevante la urgencia de cualquier cambio a la realidad actual. El problema es que se trata de una apuesta por demás riesgosa, sobre todo porque no ocurre en un vacío, sino en el contexto de toda una región que parece orientarse inexorablemente hacia el cadalso. Cualquiera que observe lo que ocurre en el sur del continente, desde Colombia hasta Argentina, pasando por Venezuela, Perú y Brasil, no puede más que concluir que existe una vocación casi irrefrenable por la autodestrucción. Uno a uno, prácticamente todos esos países han evidenciado una total incapacidad de enfrentar sus problemas, tomar las decisiones urgentes y crear las condiciones necesarias para salir adelante. En algunos casos, como en Argentina, los políticos son reacios a modificar sus patrones de comportamiento fiscal en aras de retornar a la estabilidad; en otros, como en Venezuela, el caudillismo retornó sin contrapesos. Brasil y Perú muestran una tendencia al deterioro sin que nada parezca capaz de detenerlo, en tanto que Colombia se consume en la violencia, el narcotráfico y las guerrillas.

La realidad mexicana es ciertamente distinta a la de nuestros vecinos en el sur, pero la incapacidad de tomar decisiones y la ausencia de rumbo, un tanto culpa de la estructura institucional que ya no funciona y otro tanto del gobierno que no se organiza, amenaza con hacernos sucumbir. Hoy es un día clave para el país porque el presidente tiene la oportunidad, quizá la última, de dar el golpe de timón que prometió pero nunca logró consumar luego de su histórico triunfo en julio del 2000. Lo imperativo es restaurar la esperanza que el hoy presidente Fox generó entre los mexicanos, pero esta vez de la mano de una estrategia idónea para hacerla realidad.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.