El país lleva décadas confrontando el pasado con el futuro sin querer romper con el primero para abrazar decididamente al segundo. La evidencia es abrumadora y particularmente visible en la interminable colección de acciones gubernamentales orientadas a pretender cambiar sin querer que haya cambio alguno.
En los dos ámbitos en que mayor ha sido el activismo político-gubernamental de las últimas décadas -lo electoral y lo económico-comercial- el país se ha caracterizado por enormes reformas con relativamente pobres resultados. Dudo que haya muchos países en el mundo que hayan experimentado tantas reformas electorales en tan pocos años y, a pesar de que éstas han arrojado un sistema extraordinariamente ejemplar y profesional, imitado alrededor del mundo, seguimos viviendo una incontenible disputa electoral y, sobre todo, de credibilidad, cada que hay elecciones. En la economía, el país se ha desvivido por concertar acuerdos comerciales a lo largo y ancho del mundo y ha llevado a cabo ambiciosas reformas que nunca acaban de aterrizarse o implementarse a cabalidad.
No sería exagerado afirmar que, gracias al TLC norteamericano y a las oportunidades de empleo que la economía estadounidense aportó por décadas, la clase política mexicana no ha tenido que cambiar sus costumbres o disminuir sus privilegios. Si bien el desempeño económico promedio ha sido, por decir lo menos, mediocre, éste ha sido suficiente para mantener el bote a flote. En el ámbito político, las reformas electorales tampoco han cambiado la naturaleza de la interacción partidista, aunque la han hecho mucho más compleja: siguen fluyendo ríos de dinero, los gobiernos salientes y el gobierno federal siguen dedicados a manipular los resultados y los puestos de elección popular siguen siendo fuentes de enriquecimiento, no de buen gobierno. Todas esas reformas han fracasado en producir un sistema eficaz de gobierno, como ilustra la crisis de seguridad.
Otra manera de decir esto es que el país sigue viviendo en el pasado aunque le haga caravanas al futuro. Deidre McCkloskey expresó esta idea de una manera por demás explicativa: “la izquierda y la derecha se unen en oposición al futuro: la primera porque no es un futuro planificado y la segunda porque éste no es idéntico al pasado.” El futuro que todo mundo promete acaba siendo una quimera porque nadie tiene ni la menor intención de construirlo.
Hoy, día de elecciones, es necesario reflexionar sobre las promesas de candidatos en campaña frente a los rezagos, carencias, problemas y atrasos que persisten y que son producto de un pasado que los creó pero que es incapaz de resolver ¿Cómo conciliar estas dos realidades, estas dos caras de una misma moneda?
Históricamente, el país ha sido un botín -para robar o para construir otro puesto, pero botín al fin- para los partidos y políticos, lo que obliga a preguntar si el ejercicio continuo e imparable de posponer soluciones es sostenible. Es decir, si bien la economía ha crecido a un ritmo de más o menos 2% en las últimas décadas, esa cifra, como todo promedio, esconde más de lo que revela. Algunas entidades y regiones crecen a tasas casi asiáticas en tanto que otras se contraen. El potencial de conflicto social en estas últimas es infinito y, en muchos sentidos, constante. A pesar de ello, gobiernos van y vienen pero los rezagos -y sus consecuencias- persisten.
Los mundos del pasado y del futuro no se comunican, pero uno depende del otro y es ahí donde choca la actividad gubernamental. Los problemas del pasado -inseguridad, mala educación, pésima infraestructura, ausencia de autoridad- impiden que se construya el futuro, ese que requiere condiciones idóneas para que los individuos puedan desarrollar sus capacidades al máximo. Parecería obvio que es necesario lidiar con el pasado para que sea posible construir el futuro, pero esa obviedad no lo es en el terreno de la acción gubernamental porque implica afectar intereses: la inseguridad o la mala educación se pueden resolver, pero la solución implica meter al redil a grupos políticos, sindicatos y, en general, intereses dedicados a depredar del statu quo. Así, el pasado -que sigue siendo presente- impide la construcción del futuro.
Un nuevo gobierno tendría que pensar en cómo transitar de un lugar al otro. No es posible proponerse atraer inversión -el estado de México, por ejemplo, la ha venido expulsando- a menos que se atiendan los problemas de seguridad. La inseguridad, un rezago y resabio del viejo sistema político, sólo puede enfrentarse con un sistema de gobierno distinto, fundamentado en concepciones del siglo XXI, no las que el viejo priismo heredó del porfiriato. Sin seguridad, el futuro es inconcebible. Lo mismo sucede con la educación: la educación concebida para el control y el beneficio sindical es incompatible con la economía del conocimiento y es la principal causa de los malos empleos y bajos salarios. No es casualidad que sus baluartes sindicales sean los principales soportes de la convocatoria más reaccionaria y retardataria en la elección del Edomex de hoy.
Con Trump, el agua le llegó al tope al viejo sistema. La pregunta es quién ofrece una mejor alternativa.
@lrubiof
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