El reciente proceso electoral fue una prueba contundente en contra de la reciente reforma electoral: ilustró fehacientemente todos los vicios, abusos, errores y absurdos que la motivaron. Más vale que comiencen los remiendos, por no decir las reformas de fondo, porque con la ley como está, el conflicto del 2006 será juego de niños comparado con lo que viene en tres años.
Quizá nada ilustre mejor la dinámica de la reforma electoral de hace dos años que las fotografías de los candidatos que pulularon el país a lo largo de los últimos meses. Quienes conocían en persona a los candidatos no los reconocían: el uso indiscriminado del programa photoshop permitió que todos los candidatos se vieran muy “carita”. Pero ciertamente no eran ellos. El objetivo era construir una realidad inexistente, corregir artificialmente los males, en este caso físicos, de los individuos y, en una palabra, disfrazar el mundo en que vivimos.
Así fue la reforma electoral. Se pretendió que, cambiando la ley, se podía transformar la realidad. Adiós a los diferendos, bienvenida la amabilidad y el discurso terso. El problema es que quizá esa sea la realidad de Dinamarca pero, como hubiera dicho Shakespeare, “algo está podrido en este lugar”. Ni el conflicto ni los desacuerdos ni la realidad pueden desaparecer por decreto. Pero eso exactamente es lo que intentaron nuestros legisladores.
El experimento falló y nuestra terca realidad, comenzando por la de los propios políticos, volvió a imponerse.
Comencemos por el componente institucional. ¿Alguien puede imaginar al actual IFE sobreviviendo la contienda electoral de 2006? A duras penas, el IFE anterior logró sacarla adelante. Hoy en día tenemos un IFE que perdió su independencia, al que mangonean los partidos y que en el camino extravió su razón de ser: autoridad con entera credibilidad. La reforma lo convirtió en una agencia de belleza encargada, fallidamente, de la pulcritud electoral. Para colmo, las dos instituciones que conformaron el corazón de la nueva era democrática, el IFE y el Tribunal, difícilmente podrían tener una relación más tensa y conflictiva. Con esa debilitada institución no es posible pretender arribar al 2012 en paz.
La equidad en los medios, quizá el objetivo principal de la reforma del 2007, probó ser mítica e ilusoria, pero por culpa de la realidad, es decir, de los propios partidos. Nunca ha habido tanta simulación como en las campañas que llevaron a esta elección. Los ciudadanos vivimos atosigados no sólo por los spots sino por entrevistas disfrazadas que se cobran por minuto. El dinero fluyó como siempre y como nunca; renacieron viejos vicios, como el de las gacetillas. El acceso a los medios electrónicos fue estrictamente proporcional al tamaño del pago realizado. La distorsión es tan grande que los anunciantes tradicionales desaparecieron del mapa. Nada de esto debiera asustar a nadie: esa es nuestra realidad; el problema es pretender que no existe y legislar así.
Los órganos electorales locales probaron ser incapaces de lidiar con los problemas que se les presentaron. No tienen una estructura institucional adecuada al reto ni tienen capacidad de decisión. Muchos, quizá la mayoría, se subordinan al gobernador. No es casualidad que haya reinado la discrecionalidad y la parcialidad en las decisiones. Si de equidad hablamos, los órganos locales deberían desaparecer a favor de un IFE nacional independiente y debidamente fortalecido.
La descalificación, eso que según la ley no existe y no se debe hacer, fue la característica dominante del proceso. No hubo debate de ideas ni propuesta relevante alguna. Todo acabó en ataques, spots y anuncios sin mensaje. La disputa a través de Internet resultó feroz y se prestó a todo. El IFE pretendió censurar ese medio pero lo único que logró, además de deteriorar todavía más su propia credibilidad, fue atraer más gente hacia la red.
Al final, todo mundo acabó insatisfecho. A pesar de las chapuzas y tropelías, los partidos acabaron divididos internamente. Los medios, que recibieron ingentes pagos por fuera, se sienten agraviados. Interesante: los dos componentes más activos en la disputa sobre la reforma electoral lograron todo lo que querían (limitar a la ciudadanía y movilizar monumentales montos de dinero) pero acabaron insatisfechos. La ironía es deliciosa: a pesar de lo restrictivo de la ley, la ventaja es absoluta para quienes la violan.
Pero no hay duda que el gran perdedor fue el ciudadano. Fuera del debate relativo a la anulación del voto, que tiende a ser más elitista que ciudadano, la ciudadanía brilló por su inexistencia. Los procesos electorales siguen siendo monopolio de los partidos y nadie más tiene derecho a participar u opinar. Los ciudadanos, los supuestos dueños del poder, no existen en la democracia mexicana.
Parecería evidente que, además de reaccionaria y retardataria, la reforma del 2007 fue mezquina. No sólo echó para atrás muchos de los logros de la década anterior, sino que cerró las pocas puertas que le quedaban al ciudadano para informarse, formarse un juicio y, por encima de cualquier cosa, tener capacidad de exigirle rendición de cuentas a los legisladores. Todo eso en el contexto del contingente de jóvenes más grande de nuestra historia. A pesar de lo anterior, muchos ciudadanos, organizados o en lo individual, intentaron participar o crear condiciones para que eso sea posible. La realidad fue de impotencia absoluta.
La reforma electoral acabó siendo un fiel reflejo de nuestras contradicciones: queremos avanzar pero sin perder privilegios, queremos algo distinto pero siempre con la vista puesta en el retrovisor, queremos cambiar pero sin ceder o renunciar a los cotos de poder.
La pregunta es qué sigue. En el devenir del proceso electoral que acaba de concluir, se dio una agria disputa sobre la mejor forma de forzar un cambio en la política mexicana. Si bien la diferencia era tajante (votar o anular el voto), una lectura desapasionada de los argumentos de ambas partes permite observar que prácticamente no hay diferencia alguna en el objetivo buscado. Pasada la elección, es crucial avanzar esa agenda ciudadana. La pregunta es cómo.
De todos los planteamientos que escuché o leí, el que más atractivo me pareció fue el de obligar a los legisladores a responder: definir un conjunto de ideas concretas (como podrían ser reelección, eliminación de los plurinominales y candidaturas independientes), convertirlas en movimiento, conseguir firmas y apersonarse en las oficinas de los diputados de cada distrito en el congreso federal. Es decir, hacer valer un derecho bajo el principio de que si la montaña no va a Mahoma…
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