Hasta hace tan sólo unos cuantos años, todo parecía indicar que Japón aventajaría a Estados Unidos en materia de desarrollo tecnológico y que se convertiría en la nación líder del mundo, en una nación que habría alcanzado su potencial de crecimiento y de mejoramiento de los niveles de vida de su población como ninguna otra en el planeta. El avance de Japón era creciente y su capacidad parecía incontenible. Súbitamente, sin embargo, todo cambió. La economía japonesa se estancó y su enorme impulso tecnológico acabó disipándose. Japón parecía mostrar el camino hacia el éxito en materia de desarrollo tecnológico y muchas naciones se aprestaban a imitar su ejemplo. En México el éxito de Japón no pasó desapercibido, pero no sirvió para definir una política de desarrollo científico o tecnológico que siguiera sus mismos derroteros. La pregunta ahora es si, a la luz de la experiencia japonesa, es posible encontrar un camino hacia el desarrollo tecnológico que sea saludable, viable y compatible con nuestras realidades económicas.
En México nunca ha habido una política de desarrollo científico y/o tecnológico. Han existido programas, becas, instituciones, leyes y reglamentos todos ellos orientados a promover el desarrollo tecnológico y científico, pero sin que exista un plan rector que los aglutine y oriente. La comunidad científica, gran parte de ella con acceso privilegiado a los medios de comunicación, ha sido insistente en cuanto a la necesidad de financiamiento para sus proyectos de investigación. Algunas empresas y centros de desarrollo tecnológico han buscado medios para comunicarse y trabajar en conjunto a fin de desarrollar programas, productos y tecnologías. El número de programas y esfuerzos es amplio, pero no existe una gran visión que los inspire. De hecho, no sería exagerado afirmar que la política tecnológica en el país es una colección de piezas que no acaban de embonar entre sí. Dicho en otras palabras, no existe un plan maestro que una todas estas piezas y les dé un sentido de dirección.
Lo que no es obvio a estas alturas es que sea necesario contar con semejante plan de desarrollo o gran visión de la ciencia y la tecnología. Detrás de la idea de una gran visión existe la premisa de que el desarrollo tecnológico sigue una secuencia bien establecida de fases que inician con la ciencia, continúan con el desarrollo de tecnologías y culminan con su aplicación práctica en la industria. Fue precisamente este esquema el que orientó a la política tecnológica en Japón y el que prometió tanto por muchos años. Pero lo que Japón hizo es ilustrativo tanto de las oportunidades como de las limitaciones del esquema. Desde muy temprano en la era de la postguerra, los japoneses comenzaron a seguir diversos desarrollos científicos en Estados Unidos. Aprovechando el conocimiento que se generaba bajo los auspicios de otras naciones, montaron una enorme y extraordinariamente exitosa estructura de desarrollo tecnológico. Es decir, los japoneses no intentaron reproducir el esquema que Estados Unidos había seguido en materia de desarrollo tecnológico, ya que no había manera de que financiaran semejante diversidad tanto científica como tecnológica. Así, por muchos años, montaron su estrategia tecnológica sobre el andamiaje del conocimiento generado en Estados Unidos. Llegó un momento, sin embargo, en que sus avances eran tan rápidos que el ritmo de desarrollo científico norteamericano resultó insuficiente. A lo anterior, los japoneses respondieron montando un aparato de desarrollo científico que, en teoría, les permitiría avanzar a su paso y, eventualmente, rebasar a Estados Unidos.
El proyecto era no sólo ambicioso, sino tan atractivo y atrevido que todos los ojos del mundo estaban en Japón. Mucho antes de que el experimento mostrara sus resultados, diversas naciones intentaron imitar el concepto. Muchas naciones, comenzando por los propios norteamericanos, observaban con temor el ritmo de desarrollo japonés. Y es que si se extrapolaban las tendencias históricas, Japón acabaría derrotando al resto del mundo. Veinte años después, el esquema mostró su incapacidad para lograr el añorado objetivo. El crecimiento económico se estancó, la productividad nunca se elevó y la inversión en ciencia y tecnología resultó extraordinariamente onerosa. Diversos factores les impidieron alcanzar la cima, el principal de ellos, el sistema educativo japonés.
Todo parece indicar que la esencia del desarrollo científico y tecnológico reside menos en el gasto gubernamental o privado en estos rubros, aunque sin duda la inversión de largo plazo es clave, que en la naturaleza y calidad del sistema educativo de una nación, así como en las instituciones legales y regulatorias que garantizan la propiedad intelectual. El desarrollo científico no sigue un proceso lineal, sino que depende en buena medida de la creatividad de los involucrados, de la puesta en duda de los resultados, de una visión amplia y de los incentivos correctos para que todo ese proceso pueda tener lugar. Ninguna potencia científica y tecnológica va a emerger de un sistema educativo que promueve valores de sumisión y dependencia, ignorancia y obediencia. La ciencia y la tecnología son vitales en esta era de desarrollo digital. Pero sin una estrategia de desarrollo educativo radicalmente distinta a la que hoy existe, México va a avanzar, si acaso, de una manera por demás modesta y para beneficio de esa porción menor de la población que no se ve frenada por la tragedia que resulta ser la educación pública en el país.
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