El afán de millones

Economía

“De la felicidad no sabemos de cierto más que la vastedad de su demanda”. El aforismo de Fernando Savater nos remite a una verdad de perogrullo: todos queremos ser felices. En esta época del calendario, entre el fin y comienzo del año, amigos y extraños nos expresan sus deseos de que cosechemos el plural de la felicidad.

Los seres humanos tenemos hambre de afecto y alimento, también guardamos miedo a la enfermedad, el dolor y la violencia. Sentirnos seguros y tener satisfechas las necesidades básicas son las condiciones mínimas para acceder a esos instantes maravillosos a los que nombramos felicidad. Una vez resueltas las preocupaciones elementales, cada individuo construye su propia versión de esa plenitud.

“Galería Nocturna” era una serie de miedo que atemorizaba televidentes a principios de los años setenta. En uno de mis capítulos favoritos, un hippie gandalla fallece y por sus malas obras acaba en el infierno. El cruel Mefistófeles estudió el perfil del difunto y lo condenó a un tormento singular hecho justo a su medida: ver películas familiares en compañía de un grupo de viejecitas que toman el té. El proyector de Super 8 lanzaba imágenes de bebés sonrientes y mascotas juguetonas. Las octogenarias disfrutaban la función, pero el hippie empezó a gritar desesperado: ¡Odio las películas familiares! Satanás entra en escena y le dice al recién llegado al reino subterráneo: “Sabemos que ver este género cinematográfico es lo que más aborreces del mundo y este es el infierno. Bienvenido a la eternidad”.

Así como hay infiernos particulares, la felicidad también se forja con base en los gustos y hedonismos de cada uno. La búsqueda de la felicidad es un acto de libertad individual. Nuestro albedrío nos permite construir una versión personal del paraíso. En un Estado totalitario, la autoridad dicta a los súbditos las características del edén, en una sociedad abierta cada quien intenta afanarse al suyo.

Un número reciente de la revista The Economist tiene como tema central la felicidad y el exótico esfuerzo científico por estudiar este sentimiento humano. La economía y la psicología han unido fuerzas para fundar la “felizología”, la ciencia que busca definir y cuantificar esa emoción que mueve nuestras aspiraciones individuales. No se necesita de un premio Nobel para saber que la mayoría de las personas encontramos esa serena plenitud en los ratos de recreo donde estamos rodeados de nuestros afectos más cercanos. Contrario con lo que suponía la Biblia, el trabajo puede ser otra fuente de profunda satisfacción. En el Génesis, cuando Adán y Eva son expulsados del paraíso, Dios condena al varón a la penalidad del trabajo como modo de conseguir sustento. Según los “felizólogos”, un empleo con metas claras y que produzca resultados tangibles puede producir algo muy cercano a la felicidad.

Durante el agitado año que se acaba de ir, Andrés Manuel López Obrador ofreció fundar una “nueva República que tendrá, como objetivo superior, promover el bienestar y la felicidad de todos los mexicanos”. Karl Popper decía que las autoridades o ideologías que prometen el paraíso sólo son capaces de producir el infierno. Para el filósofo austriaco, los gobiernos tienen la obligación de combatir la miseria y el dolor humano, pero la procuración de la felicidad se debía limitar a nuestros “esfuerzos privados”. Esta emoción no se impone por decreto, ni tampoco es una prenda unitalla que se ajuste a todos los miembros de una sociedad.

El gobierno mexicano tiene una deuda vergonzante con la mitad de los habitantes del país, no para garantizar la felicidad, sino para prevenir la miseria. Uno de cada dos mexicanos carece de las condiciones materiales mínimas para aspirar a la buena vibra. El dinero no compra la alegría, pero la marginación extrema sí garantiza desventuras. Sin oportunidades legales para romper el ciclo generacional de la pobreza, la felicidad se convierte en un privilegio difícil de acceder. A pesar de los violentos contrastes sociales, en el 2007 los mexicanos demandaremos a la vida nuestra propia parcela de felicidad. Ese tozudo afán de millones hace muy fácil agarrarle cariño y admiración a nuestro país.

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