México vive un momento difícil tanto en su economía como en sus procesos políticos. La pregunta es por qué. A final de cuentas, la economía experimentó una serie de reformas fundamentales hace poco más de una década, reformas que debían haberse transformado en los cimientos de una economía moderna, creciente y productiva, en tanto que la elección del 2000 debió haber inaugurado una era de desarrollo político democrático y de pujante transformación social. A pesar de que la economía ha logrado una envidiable estabilidad y que, con todos sus avatares, la política no ha creado una situación de caos, la percepción dominante entre la población es que las cosas están muy mal. Es tiempo de analizar las causas que nos han llevado a la situación actual.
La conclusión anticipada es que tanto en la economía como en la política, México se quedó a la mitad del camino. La metáfora de un país que intenta, grandilocuentemente, cruzar el Rubicón para sólo detenerse a la mitad del río con la confianza de que las corrientes permitirían llegar a la otra ribera, es muy apropiada para nuestra nación. Los procesos de reforma y cambio son complejos y conflictivos, toda vez que alteran formas tradicionales de hacer las cosas, afectan intereses creados y, al modificar las relaciones de poder, crean nuevas realidades que no a todos satisfacen. En ausencia de una capacidad sistemática para encauzar y conducir los procesos de reforma, así como de un liderazgo competente y visionario, los procesos de reforma corren el riesgo de estancarse a la mitad del camino y arrojar resultados parciales que dejan insatisfecha a toda la ciudadanía, a la vez que abren espacios para que todos aquellos grupos con un interés creado en mantener, recuperar o lograr privilegios hagan suyo el caos resultante.
La economía mexicana se quedó varada a la mitad del camino. Luego de más de dos décadas de estabilidad y muy elevadas tasas de crecimiento económico en los años cincuenta y sesenta, en la década siguiente el país padeció elevadas tasas de inflación, desequilibrios fiscales y una fiebre de sobrerregulación que descarriló no sólo el proceso de desarrollo económico, sino la estabilidad política que había hecho tan efectivo al PRI, partido que gobernó a México por más de setenta años. En la década de los ochenta el país vivió una era de hiperinflación y estancamiento económico, pero también de gradual transformación de la política económica. Hacia el final de esa década, el país ya contaba con una estrategia económica clara que ofrecía la posibilidad de modernizar la economía y abrir oportunidades que hasta ese momento parecían meramente ilusorias.
El cuento de hadas se disipa con la crisis fiscal de fines de 1994, que se traduce en una aguda recesión en 1995. Esa crisis cambia a México en más de un sentido. Por una parte, exhibe deficiencias, corruptelas y errores asociados con los procesos de reforma y privatización de empresas, pero, por la otra, inaugura una era de crecimiento exportador sin precedente en el México moderno.
La llegada del gobierno del presidente Fox no cambió la tendencia. Luego de décadas de inestabilidad monetaria y fiscal, la economía ha mantenido una situación de extraordinaria estabilidad, pero no ha logrado retornar a una avenida de crecimiento. Los planes de elevar la competitividad, transformar la educación, modernizar las estructuras laborales y, en una palabra, sentar las bases de una economía moderna, quedaron en pura retórica, al tiempo en que la espectacular transformación de la economía china y los cambios que experimenta la economía estadounidense han exhibido todas las deficiencias de las que padece la economía mexicana.
La situación política no es más alentadora, pero si mucho más compleja. Con la elección del presidente Fox en 2000, la política mexicana experimentó una verdadera revolución. Hasta este momento, la institución presidencial que nació en 1929 con el abuelo del PRI había sido todopoderosa. La combinación de los instrumentos y atribuciones constitucionales de la presidencia misma con la capacidad de control, organización, manipulación y articulación de poblaciones y demandas que caracterizaban al PRI, crearon lo que se llamó el presidencialismo: una institución fuerte, capaz de imponer la voluntad presidencial o, en todo caso, de negociar desde una posición extraordinariamente ventajosa. Todo en el sistema político mexicano había sido estructurado de tal forma que la presidencia fuera el eje articulador de las decisiones y acciones políticas. Las diversas instituciones (pero principalmente el partido) servían para vincular a la presidencia con el resto de la sociedad. En el 2000, con la derrota del PRI a la presidencia, se divorciaron estas dos entidades ?el partido y ejecutivo-, sin que cambiara la estructura institucional del país. Es decir, cambió la realidad política sin un correspondiente ajuste en la estructura institucional.
Con la inauguración de la administración Fox México entró en una nueva era política. El presidente resumió la nueva realidad en su discurso de toma de posesión al afirmar que el ejecutivo propondría y el legislativo dispondría. Lo que el presidente no anticipó fue la incapacidad del legislativo ni la suya propia para el tipo de interacción política que este cambio, aparentemente pequeño, representaba.
A diferencia de otras naciones que han experimentado una transición política de un sistema autoritario a otro democrático, en México hubo poca preparación para lo que este cambio entrañaba. En realidad, el grado de conflicto y desconfianza que existía entre los partidos y fuerzas políticas antes del 2000 era tan elevado, que nunca hubo la disposición para crear un entorno institucional idóneo para una transición política ordenada.
Todo lo anterior explica por qué el primer gobierno no priísta en llegar a la presidencia lo hizo en condiciones tan precarias. La economía experimentaba una etapa de estabilidad inusitada desde los sesenta, pero enfrentaba desafíos fundamentales que no habían (ni han) sido resueltos. El sistema político logró una transición pacífica (algo nada pequeño dadas las circunstancias), pero adolecía de una estructura institucional incompatible con la nueva correlación de fuerzas políticas. Por si lo anterior no fuera suficiente, el nuevo gobierno carecía de una estrategia a la altura de las circunstancias y su capacidad de administración de los procesos políticos resultó ser patéticamente inadecuada. Cada uno de estos factores es explicable en sí mismo, pero la combinación ha resultado fatal para producir un escenario de crecimiento económico elevado con la consolidación de un sistema político efectivo, funcional y democrático. Peor, no augura bien para el próximo sexenio.
La gran pregunta que enfrenta el México actual es cómo salir del atolladero en que se encuentra. La respuesta técnica, por llamarle de alguna manera, consiste en llevar a cabo un conjunto de reformas institucionales (lo que implica cambios legales y constitucionales) que hagan posible la toma de decisiones, es decir, la combinación de representación efectiva de la población con incentivos que hagan posible la conformación de mayorías legislativas para decisiones específicas. Nada en el sistema político actual permite uno o lo otro. La respuesta política es que sólo cuando las fuerzas políticas lleguen a reconocer que nadie se beneficia por la parálisis, será posible avanzar la propuesta ?técnica?. Lo afortunado del momento actual es que el país no ha llegado a una situación de crisis que exija un cambio radical. Lo desafortunado es precisamente lo mismo.
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