Giovanni Sartori dice que el problema no consiste en preguntarnos cuántos partidos tiene un sistema, sino “¿qué partidos importan?”
Cuántos partidos debe tener una democracia? ¿Uno? ¿Dos? ¿Tres? ¿Cinco? ¿Veinte? ¿Cincuenta? Y, sobre todo, ¿quién decide? y ¿con qué criterios?
Estas preguntas han generado importantes debates en la ciencia y en la práctica política.
Muchos países han abrazado, con relativo éxito, sistemas bipartidistas; existen modelos con sistemas de dos y medio, es decir, dos partidos grandes y uno pequeño que funciona como bisagra del gobierno y operan aceptablemente y, sistemas multipartidistas, que van, de la media docena hasta el medio centenar de partidos.
Hoy existe consenso en simplemente clasificar los sistemas de partidos en tres categorías: unipartidistas, bipartidistas o multipartidistas.
Por supuesto, las preguntas planteadas no tienen una respuesta lineal y cada persona puede bordar múltiples razones para soportar sus preferencias. En la práctica, es obvio que cada democracia va desarrollando su propio sistema de partidos, de acuerdo con su historia y sus experiencias.
A propósito del caso mexicano, el pasado 25 de septiembre, la secretaria de Estado de EU, Condoleezza Rice, declaró al consejo editorial de The Wall Street Journal que el sistema democrático mexicano “está actualmente madurando en un tipo de sistema bipartidista.”
Nuestro sistema, hoy, cuenta con tres partidos grandes y cinco pequeños. ¿Puede este sistema derivar en uno bipartidista?, ¿la estructura institucional que tenemos alienta el bipartidismo?, ¿nos conviene consolidar un bipartidismo con los partidos que tenemos?
El resultado de la elección presidencial de 2006 claramente demuestra que la disputaron dos grandes fuerzas políticas, una de derecha y otra de izquierda. Pero esa experiencia de ninguna manera lleva a la conclusión automática de que México ya avanza hacia un bipartidismo PAN-PRD.
En México venimos de un sistema de partido prácticamente único o hegemónico. Uno de los pasos indispensables para emprender nuestra transición a la democracia era precisamente construir, en paralelo, un sistema electoral y un sistema plural de partidos. Con esos objetivos, había que estimular la creación de partidos capaces de ejercer efectivamente el poder. Visto en retrospectiva, la Ley Federal de Organizaciones Políticas y Procesos Electorales, de Reyes Heroles, promulgada en 1977, constituye claramente una “ley de fomento partidista”. Su objetivo central era crear gradualmente a los actores políticos que soportarían la verdadera competencia electoral. De dicha ley, a la reforma del financiamiento público de 1996, nuestra legislación ha sido clara promotora de la creación de un sistema pluripartidista, definición en la que nuestro país ha invertido mucho tiempo e importantes cantidades de dinero, no siempre con éxito y buenos resultados, pero la política y la tendencia están ahí.
Giovanni Sartori dice que el problema no consiste en preguntarnos cuántos partidos políticos tiene un sistema, sino “¿qué partidos importan?” Es decir, el “cuántos son tiene que ver con qué fuerza tienen.”
El punto es que la definición del número de partidos en un sistema coloca en conflicto dos objetivos, que no necesariamente concurren simultáneamente con facilidad: gobernabilidad y representación.
Claramente, un sistema bipartidista simplifica la gobernabilidad, se legitima más fácilmente y tiende a construir mayorías estables y oposiciones leales, pero se sacrifica claramente representación. En contraste, con un sistema multipartidista es más fácil satisfacer la representación de la complejidad social, pero al emprender esta tarea, obviamente, se sacrifica estabilidad y gobernabilidad, porque se fragmenta el voto y se hace más difícil la construcción de mayorías.
En México, nuestro equilibrio entre gobernabilidad y representación adolece por supuesto de importantes debilidades. Nuestro sistema no permite hoy la gobernabilidad aceptable de una democracia y nuestros partidos no son gestores eficaces de la representación nacional.
El escenario que tenemos difícilmente puede llevarnos a pensar que los partidos que se encuentran actualmente en el tablero de juego son definitivos, están maduros o que el sistema en su conjunto nos lleva a un bipartidismo real, viable y de largo plazo.
Es claro que todavía hay grupos importantes de la sociedad que no se ven reflejados en los partidos y que a nuestro sistema le hacen falta varias piezas.
El juego de esta transición no se ha cerrado y, viendo la calidad de los partidos que tenemos, no es deseable que se cierre. Por el contrario, parece necesario abrir un periodo de transición, que fragmente temporalmente a los jugadores, permita el reacomodo interno y externo de los partidos y cree los incentivos de competencia para que los partidos grandes se modernicen.
Necesitamos abrir el juego para que la ciudadanía decida entre los mejores y no entre los menos malos. Quizás el bipartidismo sea el destino final de nuestra democracia, pero, por lo pronto, esa idea es tan sólo una utopía.
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