Luis Rubio / Reforma
México vive la enorme paradoja de una sociedad y economía en plena efervescencia frente a un mundo político que habita los palacios infranqueables del viejo sistema priista, incluyendo a sus socios y ahijados. Por un lado, la economía lleva décadas experimentando una acelerada transformación: tanto los ganadores como los perdedores en los procesos de ajuste a las reformas que, desde los ochenta, han alterado las viejas formas de producir, viven un mundo distinto al que se ve reflejado en los medios o el discurso político. Al mismo tiempo, la realidad cotidiana ha obligado a la población, sobre todo a la más modesta en las zonas rurales, a resolver sus propios problemas, por la ausencia de gobierno. Por otro lado, el mundo político vive en una esfera nostálgica, creyendo que sus decisiones, allá en el Olimpo, empatan la realidad de hoy. Es un poco como la proverbial discusión sobre cómo arreglar las sillas para la próxima cena en el Titanic.
El cambio que experimenta la sociedad mexicana tiene dos orígenes. Por una parte, en lo económico, es palpable, pero de características muy distintas a lo largo y ancho del país. Vastas regiones se han acoplado y han hecho suyo el incontenible cambio tecnológico y experimentan los beneficios de altos niveles de productividad, inversión y desarrollo. Si uno pinta una raya arriba de la ciudad de México, casi todo lo que queda al norte crece a más de 5%, con algunas localidades sensiblemente arriba de esa cifra. Esto ha producido una nueva sociedad, cada vez más optimista y exitosa, que le da la bienvenida al futuro. Por otro lado, hay comunidades, sobre todo al sur de esa raya, que se mantienen estancadas, en buena medida por las estructuras políticas y sociales que siguen privilegiando a poderes políticos, sindicales y económicos locales. Esos poderes mantienen un statu quo que no tiene otro efecto que el de preservar la pobreza y, en todo caso, acrecentarla. Nadie en su sano juicio puede hoy hablar de un solo país cuando piensa en políticas de desarrollo.
Por otro lado, la sociedad mexicana ha cobrado una inusitada militancia en las últimas décadas. Han surgido toda clase de organizaciones civiles, se presentan denuncias, proliferan los manifiestos y crece el descontento. Esto nada tiene que ver con los sismos recientes, aunque son un síntoma de lo que ahí ocurre, en las profundidades de la sociedad. Pero el verdadero cambio que viene no radica en la llamada “sociedad civil,” por más que ahí se gesta una nueva realidad política que se multiplica en impacto vía las redes sociales, sino en la “base” de la pirámide socio económica, donde hay muestras de un cambio incontenible que, tarde o temprano, va a transformar a México.
En ese plano, hay ejemplos extraordinarios de comunidades que han tomado el liderazgo, sobre todo en materia de violencia y criminalidad, y se han abocado a resguardar sus localidades y convertirlas en territorio que no permite el ingreso de bandas de criminales. Numerosas experiencias de acciones, diálogos y conflictos entre organizaciones de base, sobre todo las de víctimas de violaciones de derechos humanos y desapariciones -sucesos excesivamente frecuentes en las últimas décadas-, arrojan ejemplos importantes de capacidad y disposición a actuar para resolver y construir soluciones y no acciones vengativas. Innumerables víctimas de la violencia han acabado organizándose para protegerse de las autoridades judiciales, a las que perciben como reacias a atenderlas y responderles, lo que ha llevado a la constitución de organizaciones que movilizan a la población y de facto crean conciencia de la inoperancia del poder judicial y del abuso que sufre la ciudadanía. Lo impactante de estos procesos de organización es que, en la mayoría de los casos, son provocados por la ausencia de gobierno, que se traduce en inseguridad, misma que se acrecienta cuando las personas se acercan a las entidades gubernamentales supuestamente dedicadas a protegerlas y ayudarles a resolver sus problemas.
Frente a esto, nuestros políticos han vuelto a sus orígenes: el PRI adoptó un modo de sucesión indistinguible del de los sesenta, mientras que Morena, pues, hizo lo mismo pero sin tanto teatro. En contraste con aquella era, sin embargo, el presidente escogerá candidato, no presidente y la diferencia no es menor.
Mucho más importante, la contradicción entre lo que ocurre en la sociedad y lo que ocurre en el mundo político es no sólo flagrante, sino insostenible. México cambia a ritmo acelerado pero de manera invisible para quien no lo quiera ver y el desempate entre lo que se observa en los debates sobre la sucesión y lo que ocurre en las profundidades de la sociedad es extraordinario.
No es obvio cuál será el desenlace de la confrontación que se cocina en este caldo de cultivo, pero no tengo duda alguna que todo dependerá de la forma en que acaben comunicándose e integrándose las organizaciones civiles y urbanas con las de raigambre popular. Es decir, ante la incapacidad de los políticos de salir de su pequeño mundito, el futuro lo decidirá la disposición y capacidad de la sociedad para unificarse y aprender a convivir, independientemente de su origen social o nivel económico.
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