Al igual que la mexicana, la estrategia canadiense de comercio exterior fue, por décadas, una de diversificación. Determinados por la geografía a comerciar y convivir con la principal potencia del mundo, los canadienses procuraron por muchos años abrir nuevos mercados, desarrollar vínculos políticos y comerciales con Europa y Asia y, en general, equilibrar su política exterior, en el más amplio sentido, por medio de la diversificación política y comercial. A pesar de lo anterior, en los ochenta, Canadá decidió negociar un tratado de libre comercio con Estados Unidos. Esa decisión no fue el resultado de un cambio de estrategia política, sino del reconocimiento, un tanto paradójico, de que sólo a través de una exitosa relación comercial con Estados Unidos podrían rendir mayores frutos sus esfuerzos de diversificación. En todo, la estrategia canadiense es comparable a la mexicana. La gran diferencia reside en que Canadá no restringió su proyecto al comercio exterior, sino que preparó a su sociedad para hacer posible que las exportaciones se convirtieran en una palanca para la diseminación de la riqueza.
El peso de la vecindad es enorme. Estados Unidos no es sólo la mayor (y prácticamente única) superpotencia militar, sino también la nación más rica del mundo. El consumo de su población es mayor que el de decenas de países sumados, incluyendo entre ellos a naciones con varias veces la población norteamericana. En estas circunstancias es imposible ignorar el peso que Estados Unidos tiene para sus vecinos. Es por ello que tanto Canadá como México intentaron por décadas diversificar sus relaciones políticas y comerciales. La doctrina Estrada es tan sólo una de las medidas que se idearon en México para evitar sucumbir ante la presión de la vecindad. En el ámbito comercial, en México siempre se argumentó la necesidad imperiosa de diversificar el comercio, so pena de acabar dependiendo irremediablemente de Estados Unidos.
La relación con Canadá no es muy distinta, aunque la canadiense es una sociedad vinculada históricamente con la norteamericana (el país fue fundado por personas leales a la corona inglesa que emigraron de las trece colonias cuando comenzó la guerra de independencia). Por buena parte del siglo XX, los canadienses buscaron opciones a sus relaciones políticas y comerciales. Primero intentaron acercamientos con los europeos y luego con los asiáticos, promulgaron leyes que favorecían la diversificación comercial y se abstuvieron de ser parte de organismos internacionales que tendían a concentrar sus relaciones con los estadounidenses. A pesar de lo anterior, en el curso de los años, se acentuó la concentración de su comercio con el vecino país. Fue hasta los ochenta cuando, luego del fracaso de la estrategia anterior, acabaron por adoptar un nuevo enfoque para su desarrollo.
En ese momento, luego del fracaso de la estrategia anterior, los canadienses concluyeron que la única manera de dar un giro era, paradójicamente, por medio de un mayor acercamiento comercial. Es decir, en lugar de procurar una diversificación como estrategia, optaron por facilitar el comercio con Estados Unidos y remover toda clase de barreras arancelarias y no arancelarias. Desde su perspectiva, si los exportadores canadienses podían triunfar en el mercado más competido del mundo, también podrían hacerlo en todos los demás mercados. Y así ha sido. A partir de la negociación del TLC, Canadá ha multiplicado sus relaciones comerciales con el resto del mundo.
Quizá lo más importante del ejemplo canadiense estriba menos en su proceso de aceptación de lo inevitable, de la inexorable cercanía con el mercado estadounidense, que en todas las medidas adicionales que han ido adoptando a lo largo del tiempo para tratar de beneficiar a su población y enriquecerla en el camino. Aunque Canadá exporta un porcentaje similar de su PIB el valor agregado de sus exportaciones es mucho mayor al nuestro, circunstancia que refleja sus mejores niveles educativos, un sistema de salud de amplia cobertura, la calidad de infraestructura y otros componentes clave para el desarrollo. Mientras mayor sea el valor agregado, mayor la riqueza que se acumula en el país exportador.
Las exportaciones mexicanas han crecido de una manera verdaderamente prodigiosa en los últimos años. De ser un país si bien no estrictamente autárquico pero sí volcado a su mercado interno, la economía mexicana se ha diversificado de una manera notable. Hay una gran variedad de exportaciones y se producen múltiples bienes y servicios de buena calidad. Aunque el nivel de vida del mexicano promedio sigue siendo relativamente bajo —y, seguro, mucho menor al de su potencial—, hoy ya se pueden apreciar estructuras salariales muy promisorias en aquellos sectores y actividades que agregan un mayor valor a la producción. Mientras que antes prácticamente toda la planta productiva pagaba los mismos salarios, hoy la varianza es extraordinaria. Hace décadas se llamaba “aristocracia sindical” a los liderazgos obreros –generalmente corruptos-de las empresas paraestatales, muchas de las cuales arrojaban –arrojan– niveles ínfimos de productividad. En el futuro podría llegarse a usar ese término para los trabajadores de empresas y sectores que no solamente son ultra competitivos, sino que constituyen la mejor prueba de que le futuro puede ser mucho mejor que el pasado.
Sin duda es cierto que una parte significativa de las exportaciones mexicanas se concentra en la maquila. Pero la connotación negativa que muchas veces se asocia con esta palabra es meramente ideológica. Hay un sinnúmero de empresas que caen bajo el régimen legal de las maquiladoras y, sin embargo, se trata de plantas notables por su modernidad donde se agrega mucho más valor que en empresas fuera de esa definición. En todo caso, generar mejores salarios para un trabajador y mayor riqueza para un país depende de la combinación de productividad y valor agregado, no del régimen legal bajo el cual se instala una planta industrial o una empresa de servicios. La clave radica en la capacidad del trabajador para producir un mayor número de bienes con menores recursos (energía, tiempo, etcétera) y que esos productos empleen cada vez menos su capacidad física y cada vez más su raciocinio. Aunque la productividad se ha elevado de manera significativa en la industria mexicana, nuestra diferencia vertebral con los canadienses es el valor agregado.
El problema del valor agregado es que hay un límite a lo que puede agregar un trabajador en el proceso de producción. Pero ese límite no lo determina el dueño de la planta o el gobierno del país donde ésta opera, sino factores como la educación y la infraestructura. Por mejor y más diestro que pudiese ser el trabajador mexicano promedio, no podrá agregar el mismo valor a su trabajo si a duras penas completó una educación primaria de calidad africana, en comparación a quien tiene estudios de preparatoria o superiores en una escuela del primer mundo. De la misma manera, es casi imposible que una empresa mexicana logre los mismos índices de productividad y, por lo tanto, de competitividad, que su par canadiense. La segunda confía en que todo lo existente a su derredor funcionará sin problemas, mientras que la primera lidia con cortes frecuentes de luz, falta de inversión en infraestructura hidráulica, asaltos en las carreteras, comunicaciones deficientes e inseguridad jurídica y pública. Una medida de la verdadera calidad de muchos de nuestros empresarios reside precisamente en el hecho de que, a pesar de estos handicaps, efectivamente hay muchas empresas mexicanas que son más productivas que sus pares en otros países. Puesto en otros términos, nuestra estrategia de desarrollo —y todo lo que se monte sobre ella, como el comercio exterior y la diversificación de nuestros vínculos internacionales— avanzará tanto como lo propicie el entorno general.
Y el entorno general es particularmente hostil al desarrollo económico del país. Lo vemos en casi todos los ámbitos: igual en educación que en infraestructura, que son los más obvios porque están más cerca del proceso productivo. Pero las dificultades se extienden al entorno más extenso en que vivimos. En lugar de resolver problemas, anticipar retos y maximizar el beneficio potencial de determinada actividad o política, nuestra propensión es dejar que las cosas se hagan, no por la mano del hombre, sino, como reza el dicho, al “ahí se va” o, cuando bien nos va, a la buena de Dios. En lugar de invertir en la construcción del futuro, vivimos de las realizaciones del pasado y, en ocasiones, negamos lo evidente cuando algo no funciona o resulta más cómodo no molestar a un interés particular. Aunque esto siempre ha sido así, en los últimos años se ha agudizado de manera notable. El gran avance que dio la economía mexicana hace una década se debió en buena medida a las reformas emprendidas en los ochenta y principios de los noventa, pero la ausencia de reformas adicionales y, en general, de seguimiento y profundización de las ya emprendidas, impide que se pueda dar un nuevo ímpetu al desarrollo económico.
La reticencia a promover reformas es casi ubicua. Lo fácil es culpar a unos o a otros de la parálisis (y los tecnócratas se han vuelto un blanco de preferencia). Las encuestas sugieren que el colectivo mexicano demanda avances en todos los frentes pero, al mismo tiempo, tiene enormes reparos en crear condiciones para que esos avances se puedan materializar. Todo mundo demanda satisfactores pero al mismo tiempo se muestra reticente a realizar las inversiones o reformas necesarias para que éstos se puedan generar: igual en términos de impuestos que de evaluación de la calidad educativa, por mencionar dos temas de discusión reciente. Parafraseando al dicho popular, todo mundo quiere que el progreso se haga en su casa, pero los costos los carguen los bueyes del compadre. Con esa actitud, estamos muy lejos de tener la posibilidad de imitar los éxitos económicos y políticos del otro país vecino de nuestro principal socio comercial. Pero eso no impide que las culpas se asignen de manera generosa y, peor, generalmente donde no corresponde.
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