El complejo mundo del PRI

Opinión Pública

Nadie le puede achacar al PRI falta de brújula. Por siete décadas, el PRI se ha dedicado a una sola cosa: preservar el poder para beneficio de los grupos e intereses que lo integran. La fuerza del PRI ha residido precisamente en su claridad de objetivos: preservar el poder y mantener unida a la “familia revolucionaria”, combinación que por décadas fue necesaria para hacer posible el desarrollo de la sociedad y de la economía. Pero ese mismo desarrollo ha acabado por minar la razón de ser del propio PRI. Ahora ese partido se encuentra sumido en una lucha intestina -de facciones, grupos, políticos y tecnócratas- y está por confrontar el proceso electoral potencialmente más difícil de su historia. Aunque faltan muchos meses de campañas y vicisitudes políticas, las encuestas siguen mostrando una fuerte probabilidad de que el PRI gane los próximos comicios. Lo paradójico es que un triunfo del PRI en las elecciones no necesariamente vendría acompañado de legitimidad política.

El problema principal que el PRI enfrenta es su propia historia. Los priístas están convencidos de que su partido nació para gobernar eternamente a los mexicanos, razón por la cual perciben que cualquier oposición, cualquier alternativa es tanto inaceptable como ilegítima. En su mente, el partido del gobierno es el PRI y los mexicanos no requieren, ni merecen, alternativa alguna. Cualquier opción es presentada como reaccionaria (como cuando se refieren a Vicente Fox con la etiqueta de “Foximiliano”) o, simplemente, como inviable (como repetidamente han calificado a la alianza que tanto el PAN como el PRD han venido intentando forjar). Desde la perspectiva del PRI, nadie más tiene derecho a pretender gobernar a los mexicanos.

La ceguera que domina a los priístas no es gratuita y, evidentemente, tiene consecuencias. En lugar de reformarse como partido para recuperar la legitimidad perdida, el partido ha organizado una plataforma de descrédito a la oposición que parte de un supuesto al menos endeble: que la composición actual del congreso, en la que por primera vez en la historia el PRI no goza de la mayoría absoluta, es un accidente que nunca se repetirá y que el descrédito de la oposición, por tanto, no implica costos en términos de gobernabilidad presente y futura y sí beneficios electorales. El descrédito de la oposición es, sin duda, una estrategia natural en cualquier proceso electoral en contextos democráticos pero, como bien ilustró el Informe Presidencial reciente, es excesivo pretender que hemos arribado a la democracia en pleno. Se ha avanzado en algunos frentes para crear condiciones más equitativas de competencia política y el IFE, aunque sin duda debilitado, constituye la mejor garantía de limpieza electoral. Pero en la medida en que los partidos no se reconozcan como igualmente meritorios de aspirar al poder, es decir, como actores legítimos, la capacidad de gobernar continuará declinando.

El momento político que vive el PRI -y el país- es particularmente complejo. La brújula tan clarividente que orientó a ese partido por décadas ha dejado de funcionar. Obviamente, alcanzar el poder es, y debe ser, el objetivo de cualquier partido político. Sin embargo, el PRI pretende que ha sido mucho más que un partido obsesionado por el poder. Los priístas actúan como si el PRI fuese el único partido capaz de darle dirección al país, a pesar de que la evidencia de siete décadas de gobierno es poco convincente. Los propios priístas, en particular quienes se rasgan las vestiduras cuando hablan del PRI “histórico” (o sea, el PRI y el PRD), se exhiben a plenitud cuando niegan que los cambios de los últimos tres lustros sean suyos: ellos preferirían el monopolio de lo que hubo antes, particularmente el modelo que se siguió en la década de los setenta, cuya factura se sigue pagando hasta la fecha. Lo que era brújula antes se ha convertido en mera arrogancia ahora, como ejemplifica el embate del PRI contra el Instituto Federal Electoral. No cabe la menor duda de que los propios miembros del consejo del IFE han actuado con irresponsabilidad en cosas quizá menores, pero no por eso condonables; pero lo increíble del conflicto no es la falibilidad de algunos de los miembros del consejo del IFE, sino lo absurdo de la estrategia de los priístas. A final de cuentas, si llegara a ganar el PAN o el PRD en el 2000, ningún mexicano cuestionaría el resultado, mientras que si el PRI resultara victorioso las disputas serían amplias y muy ruidosas. Puesto en otros términos, el único partido que necesita al IFE es el mismo que se empeña en desacreditarlo. Impresionante claridad de rumbo.

El inédito procedimiento de elección del candidato que ideó el partido fue sin duda un cambio revolucionario para las tradiciones autoritarias que prevalecían en su interior. El proceso abierto de nominación puede ser sumamente enriquecedor para la renovación del partido y para la reconformación de sus cuadros, toda vez que este proceso no acabe dividiéndolo. Independientemente de lo que haya motivado a Roberto Madrazo a lanzarse al ruedo, sobre todo cuando es muy marcada la preferencia en el gobierno por uno de los contrincantes, es indudable que su candidatura ha sido más exitosa de lo que él mismo anticipaba o de lo que pronosticaban el presidente o los líderes del PRI. Pero en la medida en que su participación en la contienda interna la ha hecho mucho más competitiva y realista, los factores que motivaron a Madrazo a entrar en la competencia se tornan cada vez más relevantes. La unidad del PRI será un factor clave para quien resulte candidato del PRI en la elección constitucional del próximo año. Pero no es menos importante el riesgo de incredulidad que enfrente Francisco Labastida de ganar los comicios internos el próximo siete de noviembre. Una gran mayoría de los comentaristas y forjadores de la opinión pública se ha sumado a Madrazo en la medida en que éste representa lo “no oficial”. De esta manera, aunque el trabajo partidista de Labastida, su estrategia a nivel de distritos (que será el nivel relevante para el triunfo del próximo noviembre) y las encuestas lo favorezcan, no es pequeño el riesgo de incredulidad que se puede llegar a presentar en ese momento. Aunque ganara la elección interna, es posible que Labastida herede el descrédito que caracteriza al PRI y al gobierno en general.

Pero el mayor reto para el PRI no reside en su proceso de nominación interna (aunque éste sea trascendental por la importancia obvia del PRI en la vida política nacional), sino en su decreciente capacidad para gobernar. El desempeño de partido y gobierno en los últimos años ha sido, en el mejor de los casos, raquítico. En lugar de construir y desarrollar los fundamentos para un nuevo sistema político –del cual el nuevo procedimiento de nominación del candidato del PRI es un componente importante-, el PRI se ha dedicado a enquistarse, a calumniar a los partidos a los que requiere para legislar y a cerrar cualquier avenida de desarrollo institucional. Un partido que se percibe a sí mismo como gobernante, y como la única opción viable, debería estar anticipando las necesidades de fortalecimiento institucional que el propio partido requeriría de mantenerse en el gobierno los próximos seis años, no a erosionarlas aún más.

El reto central de los próximos años va a ser el de consolidar un nuevo régimen político. Es decir, un sistema político nuevo que permita la competencia, facilite y promueva la participación política, haga posible el rendimiento de cuentas por parte de los funcionarios públicos y limite el potencial de abuso por parte del gobierno, todo ello a la par de la promoción eficaz y exitosa del crecimiento de la economía. Se trata de un enorme desafío en la mejor de las circunstancias; en el entorno de encono y conflicto que hoy vivimos, el éxito de esta empresa -una que prácticamente todo mundo suscribe al menos en la retórica-, va a requerir de toda la madurez de que son capaces los políticos y los partidos, de todos los colores.

La inmensa mayoría de los analistas y observadores políticos no tiene la menor duda de que la consolidación de un régimen democrático y participativo sólo será posible en la medida en que el PRI pierda las elecciones presidenciales, al menos una vez. Esa percepción, sin duda fuertemente influenciada por la pertenencia o simpatía de muchos de esos observadores a partidos que compiten con el PRI, no surge de un vacío, sino de la realidad del PRI. El PRI se ha comportado siempre como un partido monopólico que impide la competencia, que goza de ventajas interconstruidas en el sistema, que controla a todo tipo de organizaciones e instituciones a lo largo y ancho del país y, sobre todo, que se encuentra paralizado por los intereses cruzados que alberga en su interior, como bien lo ejemplifica el conflicto con el IFE. Desde un punto de vista ciudadano, la pregunta importante es si el PRI podrá romper con ese pasado para consolidar un nuevo régimen político. Quienes afirman que tal cosa es imposible parten del supuesto de que los priístas, desde gobernadores hasta legisladores, no tendrán incentivo alguno a promover una transformación institucional hasta que no se encuentren del otro lado de la barrera; esto es, que una vez perdiendo la presidencia, serían los primeros en demandar una redefinición de los principios rectores del sistema.

El PRI es el único partido con experiencia real en el arte de gobernar a nivel nacional. En consecuencia, sobre su espalda reside el peso de la prueba de que puede institucionalizar a un nuevo sistema político, desarrollar un nuevo régimen de derecho y un gobierno democrático diseñado para rendir cuentas. La experiencia a la fecha no es muy promisoria pero, para fortuna de nuestra frágil democracia, por primera vez en la historia, gracias al IFE que tanto desprecian los priístas, la decisión de quién habrá de gobernarnos no dependerá de los priístas, sino del voto individual de la ciudadanía. Para ganar, el PRI tiene que comenzar a convencer a muchos millones de mexicanos.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.