¿Cuántos empleos, y puntos de crecimiento, está dispuesta a perder la sociedad mexicana -y su gobierno- por el prurito de preservar entelequias como Pemex y CFE? El gobierno ha anunciado que va a guiarse por criterios de productividad y que se va a dedicar a crear condiciones para que ésta crezca de manera acelerada. El concepto es correcto: existe una correlación absoluta entre el crecimiento de la productividad y el de la economía. Sin embargo, más allá de otros factores (algunos no pequeños) los dos monstruos que más productividad le restan a la economía mexicana son las paraestatales de la energía. Si esas empresas no son transformadas, el argumento de la productividad acaba siendo, como dicen los chavos, puro rollo.
En el corazón de la economía mexicana yace una enorme contradicción: una parte es extremadamente productiva y competitiva, en tanto que la otra vive por milagro: el milagro de la protección gubernamental. Esto es cierto tanto del sector manufacturero que sobrevive gracias a subsidios y aranceles como de las empresas paraestatales que subsisten gracias a que no enfrentan competencia alguna. La enorme productividad que genera el primer grupo acaba siendo eliminada –derruida- por la productividad negativa que arroja el resto. El resultado es muchos menos empleos y menor crecimiento del que sería posible. Es decir, al preservar esos monstruos burocráticos y corruptos, el país está sacrificando su futuro y su prosperidad. No hay otra lectura posible.
Hay dos maneras de analizar la necedad política. Una es remitiéndonos a la historia, a los intereses que depredan en y de esas empresas y a la narrativa que el régimen de la revolución construyó para preservar (y ordeñar) esos nichos de poder y corrupción y riqueza. Los precedentes históricos explican el régimen petrolero pero también son causa de su improductividad por los incentivos que crea un régimen de monopolio. La historia se ha explotado y abusado a más no poder. Por otro lado, es evidente que, en ausencia de contrapesos efectivos, una privatización del recurso sería inimaginable. Simple y llanamente, si otros actores, mucho más pequeños, se saltan todas las trancas regulatorias y se burlan de las autoridades sin el menor rubor, ¿qué sería necesario construir en términos institucionales para asegurar que eso no ocurriera bajo un régimen nuevo en materia petrolera y eléctrica?
La otra manera de entender la perseverancia del régimen de monopolio estatal en esta materia llevaría a evaluar el costo que ha implicado la existencia de esos monopolios para la economía nacional. A diferencia de la primera perspectiva, ésta permite determinar el precio que ha pagado la sociedad mexicana por el prurito de hacer rico al sindicato, a su burocracia y a los funcionarios que, dentro y fuera, depredan. Pemex tiene 6.6 veces más empleados que Statoil, la empresa estatal noruega y 1.8 veces más que Petrobras, la brasileña, y, por lo tanto, sus ventas por trabajador son una fracción que las de aquellas. Mientras que Statoil produce 78 barriles por trabajador, Pemex apenas alcanza la cifra de 25. En algunos casos el derroche de recursos es inenarrable (ej. Chicontepec), donde quizá el problema sea tecnológico, pero en otros, como en refinación, negocio de margen, las ineficiencias endémicas explican el 100% del problema. Algo similar ocurre en el caso de CFE: las tarifas que cobra fueron 41% superiores a la OECD en 2011 y eso sin contar los apagones, cambios de voltaje, etc.* El costo de los monopolios es monumental y eso sin contar lo que los economistas llaman costo de oportunidad: lo que se podría hacer con esos recursos en otras áreas como pobreza o educación.
Estas cifras sugieren lo obvio, lo que todos sabemos: lejos de contribuir al desarrollo, los monstruos paraestatales le restan productividad a la economía del país. Desde esta perspectiva, lo procedente sería analizar qué ocurriría si se desmantelaran esos monopolios y se liberalizara la inversión tanto en energía como en otros sectores para crear un verdadero mercado de energía.
Aunque fuera a nivel meramente especulativo, parecería evidente que el resultado de acciones en esa dirección permitirían vislumbrar oleadas de inversión en energía e infraestructura. Lo que hoy son viejos monstruos empleando tecnologías obsoletas, poca inversión en el desarrollo de los recursos, pésima infraestructura de distribución (pienso en las redes urbanas de cableado que garantizan mal servicio eléctrico) y oleoductos y gasoductos insuficientes y mal mantenidos (y, por lo tanto, peligrosos) llevaría a una explosión de inversiones nuevas en redes, puertos, gasoductos y distribución. También está el costo de oportunidad por lo que no hace Pemex, por ejemplo con pozos viejos con mucho potencial –pero chicos- que requieren mucha inversión y administración que Pemex no puede atender. Más al punto, forzarían al crecimiento de la productividad en sectores clave de la economía nacional y, por lo tanto, a la modernización del país. Los empleos que pudieran perderse serían compensados con otros creados por nuevos negocios e inversiones que hoy son inconcebibles porque la estructura hace imposible el desarrollo de la industria, su capitalización y acceso a tecnología de punta.
Un ex director de Pemex decía que el problema de la entidad no reside en la corrupción o el número de empleados sino en la dislocación que entraña su régimen de gobierno porque todo está organizado para quitarle recursos a la empresa en lugar de permitir su desarrollo. A Hacienda, decía, sólo le interesa la recaudación y Energía vive intentando subvertir al director, en tanto que la presidencia la usa para premiar a sus cuates con puestos y “oportunidades”. Su conclusión era que cuando el barril cuesta 18 dólares y se vende a 100, realmente no importa que el costo neto sea de 22 o 23 por todos los que se llevan su tajada en el camino. No es un argumento tonto, sino profundamente realista en el contexto político que vivimos. Sin embargo, la implicación real de dejar al monstruo como está o, como sugería el comentario, de crear una mejor estructura de gobierno interno pero sin cambiar su esencia, implicaría no más que producir más petróleo para que el fisco esté satisfecho sin dejar de restarle productividad a la economía en su conjunto.
Los monopolios energéticos no son tan benignos como muchos creen: además de expoliar, sus funcionarios se dedican a impedir que prosperen otras iniciativas, como el parque eólico de Oaxaca, que lleva dos años parado. Se requiere una verdadera revolución energética, no una pintadita de fachada: de esas llevamos varias.
*Datos derivados de los reportes de Pemex y CFE a la SEC.
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