El desempate gubernamental

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El gobierno actual está padeciendo los estragos del desencuentro en dos frentes: por un lado, el que se presenta entre el poder ejecutivo y el poder legislativo, producto de la elección del año anterior; por el otro, el que se manifiesta por la ausencia de un plan de gobierno, de una estrategia para lidiar con una compleja transición política que afecta todos los ámbitos de la vida del país. En tanto no redefina el rumbo, el presidente seguirá perdiendo popularidad. Pero, mucho más importante que la popularidad de la persona del presidente es la necesidad de que el país transite pacíficamente a un nuevo estadio de desarrollo económico, político y social, factor que conviene e interesa a todos los mexicanos, independientemente de su filiación política o partidista. Lo anterior sólo será posible de resultar exitosa la presente administración.

La nueva realidad política nacional es un tanto peculiar. Si bien se puede afirmar que en el país todo ha cambiado, también se puede argumentar que las cosas siguen exactamente igual que en el pasado. Todo depende del ángulo desde el cual se mire a la situación política actual. El cambio más obvio y trascendente lo representó el triunfo de Vicente Fox a la presidencia de la república. Se trata del primer mandatario que no proviene del partido que dominó la política mexicana por tantos años. Por más de medio siglo, los presidentes mexicanos contaron con el control del PRI, un aparato político que rebasaba con mucho los confines de un partido y que tenía presencia en todos los ámbitos de la vida nacional, desde las grandes ciudades hasta las zonas rurales más remotas, pasando por sindicatos y las más diversas actividades productivas, políticas y sociales. Una enorme porción de los mexicanos, particularmente en las zonas rurales, no conocía más que al PRI y a toda la parafernalia de entidades gubernamentales que, en la práctica, contribuían al control político que ese partido ejercía, como era el caso del IMSS y de Conasupo y sus subsidiarias. Vicente Fox es el primer presidente que no puede imponer su voluntad porque ya no cuenta con ese vínculo que permitía ejercer un autoritarismo tan fuerte o benigno como le conviniera al ejecutivo en turno.

Las consecuencias de la desvinculación del PRI y la presidencia son enormes. Independientemente de su habilidad política, el presidente actual no cuenta con la capacidad de imponer sus decisiones, no tiene redes de control a su disposición y tampoco cuenta con la lealtad automática (y los votos) de una fracción mayoritaria de los miembros del congreso. Si uno echa la mirada hacia atrás, una de las cosas más obvias es que la incompetencia o torpeza política de muchos presidentes emanados de las filas del PRI no impidió que hicieran de las suyas y que, para bien o para mal, acabaran imponiendo su voluntad. Los mecanismos institucionales existentes, incluyendo las famosas “reglas no escritas” del sistema, daban para eso y más.

El fin del PRI en la presidencia entraña, de esta manera, una transformación brutal en la estructura del sistema político, al restarle a la presidencia un sinnúmero de facultades que la realidad política, si bien no siempre la constitución, le conferían. Por lo anterior, el presidente Fox puede afirmar, legítimamente, que su gobierno rompió con el autoritarismo. Pero ese hecho no resuelve los problemas de México.

Si bien el cambio es enorme, también lo es la continuidad. El presidente no cuenta con los mecanismos tradicionales para abusar del poder, pero todavía caen bajo su discreción y arbitrio un enorme número de decisiones que, en un país plenamente democrático e institucionalizado, serían facultad estricta de otros poderes. La politización de la justicia es un buen ejemplo de lo anterior: la administración del presidente Fox lleva meses batiéndose en una discusión interna sobre si realiza un ajuste de cuentas o si “pinta una raya” respecto al pasado. En un país democrático en el que reina la justicia, las autoridades judiciales tienen la obligación de procesar a todo aquél funcionario, empresario o ciudadano común y corriente que, por haber violado cualquier precepto legal, así lo amerite. El hecho de que el gobierno siga contando con la facultad de decidir si se procesa o no a un determinado individuo entraña una continuidad absoluta en uno de los temas más fundamentales de la vida en sociedad: el de la justicia. También muestra que los resquicios del viejo sistema –la politización de todos los factores de la vida cotidiana- siguen presentes en muchas partes.

De hecho, quizá el mayor de los problemas que enfrenta en presidente Fox en la actualidad es que nadie planeó esta compleja transición. Muchas de las estructuras, prácticas, vicios y características del viejo sistema siguen existiendo, en tanto que las facultades específicas del presidente han cambiado radicalmente. En este complejo entorno no es difícil explicar las dificultades que está enfrentando el presidente en el momento actual. El fin de la identidad absoluta entre el PRI y el gobierno ha venido acompañado de un desalineamiento total del sistema político, algo para lo cual no hay soluciones automáticas. En el pasado, por ejemplo, tanto la presidencia como los legisladores tenían incentivos perfectamente alineados para cooperar y encontrar soluciones a los problemas. El presidente contaba con mecanismos para presionar y/o premiar a los miembros del poder legislativo, en tanto que éstos tenían acceso directo al ejecutivo para negociar beneficios diversos. Las fuentes de esos incentivos y mecanismos podían no ser del todo limpias o deseables en términos éticos y democráticos, pero es evidente que el sistema funcionaba.

La nueva realidad es una de dispersión de las fuentes de poder. El presidente no cuenta con mecanismos automáticos para ejercer presión sobre los legisladores, mientras que éstos no tienen incentivo alguno para negociar con él. Un ejemplo que hace patente lo anterior es que el presidente no puede traducir su popularidad en votos legislativos, algo que es natural en todos los sistemas democráticos del mundo. Desde esta perspectiva, el problema estructural del sistema político es no sólo enorme, sino sumamente grave para el funcionamiento cotidiano de los dos poderes. Es evidente que, tarde o temprano, las dos partes tendrán que negociar una transformación de las estructuras políticas básicas a fin de construir los pininos de un sistema político democrático, representativo y funcional, que elimine de una vez por todas la propensión actual a la parálisis, sin caer en el extremo opuesto del sometimiento de un poder al otro.

Pero los problemas que enfrenta el gobierno actual no se limitan a las nuevas realidades estructurales. El gobierno actual está mal organizado, no logra comunicar su mensaje con nitidez y no ha sabido articular una relación eficaz y funcional con el poder legislativo. Si bien las relaciones entre los poderes y niveles de gobierno han adquirido un nuevo cariz de igualdad y los conflictos comienzan a resolverse sin imposición del centro, el gobierno federal no ha logrado desarrollar una relación con el poder legislativo que le permita avanzar sus iniciativas. Aunque es un hecho que la nueva realidad estructural lo complica todo, también es cierto que el gobierno ha sido incapaz de desarrollar una estrategia operativa para enfrentar las nuevas circunstancias.

Si uno observa el desempeño del poder legislativo de diciembre en que tomó posesión el presidente Fox hasta el fin del periodo legislativo ordinario en abril, la realidad es que sólo se aprobaron aquellas iniciativas que caían bajo uno de los siguientes rubros: las que eran inevitables y todos los partidos (al menos los dos grandes) así lo reconocían, como el presupuesto; las que los propios legisladores hicieron suyas, como la de derechos indígenas; y las que no entrañaban mayor controversia. Las iniciativas controvertidas que requieren acuerdos complejos, negociaciones profundas, intercambios y cobertura política, como la reforma fiscal y otras, como la reforma eléctrica, se han estancado porque el gobierno del presidente Fox no ha creado las condiciones para que éstas prosperen.

Los mexicanos hemos vivido una época tempestuosa en las últimas décadas. Más allá de los resultados, algunos gobiernos del pasado fueron exitosos en su manera de administrar, en tanto que otros fueron un desastre. En la parte de control interno, supervisión del equipo de trabajo, manejo de los acuerdos internos, coordinación de la relación con el congreso y otros factores centrales de la gestión de un gobierno y del desarrollo y administración de las expectativas de la población, los inversionistas y los actores políticos, existen experiencias valiosas que el presidente Fox haría bien en analizar para encontrar el esquema preciso que rinda frutos para su administración. En aquellos temas y problemas en los que existen precedentes útiles, lo crucial es aprender las lecciones que están ahí a la vista para enderezar el barco.

Pero la administración del presidente Fox enfrenta aguas turbulentas en otros ámbitos, en los que no hay mapa ni precedente alguno. Uno muy obvio es su relación con el PAN. Vicente Fox no ha desarrollado una estrecha relación con su partido en buena medida porque no es un panista prototípico, de esos de cepa y abolengo, pero también porque deliberadamente ha evitado cualquier posibilidad de reproducir la antigua relación entre el gobierno y el PRI. Esto ha llevado no sólo a que el PAN se haya convertido en una formidable fuente de oposición a sus proyectos, sino también a que el PRI no se vea presionado a negociar con seriedad las iniciativas presidenciales en el congreso. La debilidad de la relación del presidente con el PAN se traduce en una debilidad en su relación con el congreso en general.

La función de un gobierno es la de construir las condiciones –económicas, políticas y sociales- para avanzar hacia el desarrollo del país y liderar a la población en esa dirección. El presidente Fox ha probado ser un líder excepcional, pero esa capacidad de liderazgo se diluye ante la ausencia de una estrategia para el desarrollo de su propia administración en esta nueva etapa del país. Mucho de lo que está fallando no obedece a factores externos, sino a la incapacidad de diversos componentes de la propia administración de organizarse y actuar en conjunto, en forma compatible con la nueva realidad política del país. Esa, y no otra, es la labor del presidente y la función que todos los mexicanos requieren de él.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.