Los puntos de conciliación y confrontación quedaron bien delimitados el pasado lunes cuando el presidente Zedillo y el diputado Muñóz Ledo plantearon sus programas y expectativas para el recién inaugurado periodo de sesiones del Congreso. Con una actitud en general respetuosa de la investidura del otro, tanto el presidente de la República como el diputado perredista avanzaron sus propuestas y anticiparon sus posturas para los meses próximos. En tanto que el presidente convocó a la suscripción de un acuerdo “de Estado” sobre los principios básicos de la política económica, el diputado amenazó con llevar a cabo cambios fundamentales en ese ámbito. La realidad es que, a pesar de su retórica, un pacto en materia económica es lo que más le conviene al PAN y al PRD, pero sobre todo a este último.
Por mucho que a los priístas y al gobierno les disguste la nueva correlación de fuerzas, la realidad política actual es una: la oposición en conjunto tiene una mayoría absoluta y la hizo valer el fin de semana pasado. Como han apuntado muchos analistas y comentaristas, los sucesos de la semana pasada estuvieron a punto de crear una crisis no prevista en el marco constitucional. Sin embargo, en términos políticos, que no necesariamente jurídicos, lo que hicieron los partidos de oposición fue responder al llamado de las urnas: imponer la mayoría que en días anteriores los votantes le habían quitado al PRI. Por su parte, el gobierno y el PRI mostraron una total falta de previsión y, sobre todo, de reconocimiento de los efectos que los resultados electorales tendrían sobre la correlación de fuerzas en el Congreso. Estas omisiones orillaron al país a una situación potencialmente caótica.
Una vez remontados los problemas para la instauración de la nueva legislatura, las cosas súbitamente han cambiado. Ahora el tema relevante ya no se refiere al gobierno interno de la cámara y a la toma de posturas en torno a este tema o, incluso, a la correlación de fuerzas. Esto ya quedó definido y, al menos en ese tema específico, es improbable que se resquebraje la alianza entre los partidos de oposición. El tema relevante ahora es el económico. Hace treinta años, cuando prácticamente todas las economías del mundo eran fundamentalmente autocontenidas y comerciaban con el resto del mundo sólo marginalmente, los errores de política económica de un gobierno los pagaba la población, pero eso normalmente tomaba años en notarse. Sólo eso explica que tantos dictadores y pésimos gobiernos, de derecha e izquierda, se hubiesen mantenido en el poder a pesar de sus decisiones erróneas. Baste ver a muchos de los gobiernos socialistas, la Argentina de Perón o los setenta en México para recordar lo que una mala política económica puede hacer.
Hoy en día el costo de los errores en materia económica se conoce de inmediato y la población paga la factura a partir de ese mismo instante. No es necesario ir muy lejos para comprobar esta afirmación: la decisión de devaluar y la forma en que esa devaluación se llevó a cabo en diciembre de 1994 le costó a los mexicanos una fortuna en tasas de interés, recesión, negocios perdidos, desempleo y autoestima. Es por esto que la amenaza de los diputados del PRD de modificar la política económica no debe tomarse con ligereza. México no se puede dar el lujo de retrasar su transición económica una vez más. El propio Muñoz Ledo pareció reconocer este riesgo cuando afirmó que su partido no haría nada que pudiera perturbar a los mercados financieros.
En el corazón de la disputa en materia económica se encuentran dos debates que no han sido resueltos en la política mexicana. Uno tiene que ver con las diversas interpretaciones acerca del verdadero mensaje de los electores el pasado seis de julio. El otro tiene que ver con los márgenes reales con que cuenta cualquier país en el mundo para el manejo de su economía en esta época de profunda integración financiera y comercial, conocida como globalización.
Por el lado electoral hay dos maneras distintas de interpretar los resultados. El PRD parte del supuesto que sus electores, al votar por su partido, aprobaron todas las posturas e iniciativas contenidas en su plataforma electoral. Es decir, para el PRD los votantes aprobaron la totalidad de sus propuestas, entre las que se incluía prominentemente un cambio en materia de política económica. Sin embargo, la mayor parte de las encuestas no sustentan esta afirmación. Las encuestas postelectorales mostraron a un votante promedio que se encontraba enojado con el gobierno y con los interminables abusos de poder y que votó como lo hizo para castigarlo y, en todo caso, para introducir pesos y contrapesos. Muy pocos de los votantes promedio mostraron desaprobación a la política económica por sí misma. De hecho, el aparentemente incontenible ascenso en la popularidad del presidente, quien prácticamente se ha dedicado en cuerpo y alma a trabajar en el ámbito económico, no puede más que interpretarse como un espaldarazo a su política económica, independientemente de que no todos los mexicanos se estén beneficiando de sus resultados. La política económica del gobierno no parece ser tan impopular como afirman muchos perredistas.
Lo que sí es profundamente impopular es la manera en que el gobierno ha solventado algunos problemas económicos fundamentales y que muchos identifican con la política económica misma. Hay que comprender que la población no distingue (y el gobierno no ha sabido comunicar la diferencia) entre la política económica y medidas como el rescate de los bancos y de las carreteras, por lo que percibe como subsidios injustificables a los ricos a costa de los pobres. Mientras no se esclarezca qué es una cosa y qué es la otra, la política económica en general seguirá en descrédito y, en consecuencia, seguirá siendo un blanco no sólo natural, sino también envidiable, de los partidos de oposición.
El otro punto de contención tiene que ver con el hecho de que estamos insertos en la economía global y, mucho más importante, que la abrumadora mayoría de los nuevos empleos, la nueva inversión y los mejores salarios se deben a ese hecho. La inserción del país en la economía global, por la vía de la inversión extranjera, del TLC y de las exportaciones, se ha convertido en la mayor fuente de riqueza y empleos que el país haya conocido en este siglo. Nadie, comenzando por los propios perredistas, puede negar este hecho. Obviamente todos los mexicanos preferiríamos que hubiese más empleos, mejores salarios y un pujante mercado interno. Algo de eso sin duda podría mejorar con otra distribución del gasto gubernamental y con algunas iniciativas en materia de incentivos para la instalación de nuevas inversiones. Sin embargo, es muy poco lo que el gobierno, cualquier gobierno, podría hacer para acelerar ese proceso sin caer nuevamente en una crisis de enormes proporciones.
El PRD se encuentra ante la difícil tesitura de tener que dejar atrás sus abusos retóricos de campaña para concentrarse en lo que realmente le importa: las elecciones del año 2000. Muchos de sus principales políticos saben bien que sus propuestas de política económica son mucho más producto de sus buenos deseos que de un programa articulado e idóneo para el México del siglo XXI, plenamente integrado en la economía mundial. El propio discurso de Muñoz Ledo ya constituye un híbrido raro de sus viejas posturas y del reconocimiento de las realidades de la economía internacional actual.
No cabe la menor duda que tanto el PAN como el PRD tendrían un problema de imagen con los electores si llegaran a sumarse a un acuerdo “de Estado” como el que propuso el presidente Zedillo. Luego de prometer el paraíso terrenal en sólo unas cuantas semanas, sería difícil ignorar todas esas promesas y condonar el conjunto de la política económica gubernamental. La capacidad que tenga cada uno de estos partidos de dar una vuelta en materia económica va a depender de su lectura del mensaje de los electores, así como de su interpretación de lo que es necesario y deseable hacer para ganar las elecciones del año 2000. Es obvio que hay muchas cosas en la política económica gubernamental que podrían cambiarse y mejorarse sin alterar la esencia de lo que ha permitido deja sentir. De hecho, no hay la menor duda que muchas de las propuestas del PAN y del PRD, sobre todo en cuanto a la distribución del gasto, bien podrían llevar a una más rápida generalización de los beneficios de la recuperación económica, toda vez que aportarían ideas frescas que no necesariamente ha contemplado la burocracia gubernamental. En ese espacio todos podrían acabar salvando su imagen.
Pero el tema de fondo no es puramente de imagen. El tema de fondo se refiere tanto a la calidad de estadistas que prueben tener los políticos, de todos los partidos, que hoy tienen en sus manos al país, como a sus cálculos de lo que les conviene en lo particular. Un reconocimiento implícito como el que hizo Muñoz Ledo de la importancia de los mercados financieros y de la globalización sugiere que hay material de estadistas en todos los partidos. Por su parte, un acuerdo general de todos los partidos en materia económica eliminaría ese tema de la agenda de controversias y disputas partidistas, tal como ocurrió en Chile después de Pinochet. No hay que olvidar que, sin ese acuerdo respecto a la política económica por parte de la oposición chilena (tanto la izquierda como la Democracia Cristiana), su triunfo electoral habría sido imposible. Con tantita suerte y todos los partidos llegan al reconocimiento de que todos ganan de alcanzarse un consenso en materia económica, comenzando por el mexicano común y corriente.
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