El Estado mexicano se ha debilitado. Existe un debilitamiento institucional o estructural, que parece más claro y evidente, como resultado de la falta de reformas en la etapa posterior a la alternancia; pero, además, hay un debilitamiento del símbolo, de la representación y del sentido de autoridad del Estado.
Por supuesto, nadie en su sano juicio quisiera volver al Estado autoritario o extraña su poder. Pero todos advertimos, con preocupación, cómo el Estado mexicano es ineficaz para garantizar el orden y la seguridad de las personas y de las instituciones.
Claramente, estamos obligados a construir un Estado en el que el poder se encuentre dividido, transparentado, controlado y supervisado y en el que se garanticen las libertades, la equidad y los derechos humanos. Pero, sobre el Estado, bajo el Estado o al margen del Estado, se han desarrollado poderes fácticos o enclaves autoritarios, que hoy lo retan y ponen en riesgo nuestra integridad.
El Estado jurídico no es suficiente para crear garantías a los mexicanos. Hoy el Estado no sirve para cuidarnos. Debemos advertir hasta qué punto somos vulnerables por no tener una instancia con el poder necesario para detener a quienes, con el solo hecho de proponérselo, quieran o pretendan vulnerar nuestra integridad personal, familiar o patrimonial.
¿Qué no nos damos cuenta de cómo se ha degradado el sentido de autoridad? ¿Qué no nos damos cuenta de hasta qué punto el Estado está debilitado o capturado? ¿Qué no vemos el mal estado del Estado? Nadie quiere un Estado represor. En una democracia nada sería más absurdo.
Pero a nadie sirve un Estado ausente o un Estado impotente, que no cuente con el poder para cumplir con sus responsabilidades y no cumpla con sus funciones de regulador, árbitro y garante de las libertades y los derechos del individuo y de la colectividad.
Asistimos a un escenario en el que existen poderes fácticos, con más poder que el Estado. O que, quizá no teniéndolo, su capacidad de chantaje, negociación o captura hacen que el Estado democrático, que representamos todos y nos representa a todos, sencillamente no pueda ejercer el poder de que dispone.
En términos de Habermas, tenemos un severo problema de legitimidad en el poder del Estado mexicano, el cual impide que las leyes y los órganos de gobierno cuenten con la fuerza de representación suficiente y necesaria para ejercer el poder público, con autoridad y sin poner en riesgo la estabilidad y la existencia misma del Estado.
Varios autores advierten el debilitamiento del concepto y de la figura del Estado. Pier Paolo Portinaro señala que lo que se encuentra “seriamente amenazado no parece ser el Estado soberano, sino el Estado de derecho como complejo de instituciones orientadas a garantizar que los ciudadanos puedan gozar de los derechos fundamentales”. Y reconoce cómo diversos fenómenos crean el espacio para lo que algunos juristas definen “poderes salvajes”, que son capaces de sustraerse al entramado de la civilización jurídica.
Hay un problema estructural claro, que se debe enfrentar con reformas. Necesitamos más y mejores leyes. Pero existe un problema que no vamos a resolver haciéndolas. Es un problema de ejercicio del poder político, de convencimiento ciudadano, de convocatoria y de educación por las leyes. Necesitamos construir los símbolos y el sentido de autoridad del poder público del Estado democrático.
Se requiere que el poder de nuestra democracia sirva y cree nuevas formas de ejercicio que resulten eficaces. Nos urge que el poder del Estado sirva para lograr que se hagan las cosas y se tomen decisiones.
Nuestro presidencialismo, sujeto como nunca a debate y revisión, concentra hoy en el Ejecutivo las funciones de jefe de Estado y de jefe de Gobierno. Esa no es una distinción meramente teórica. El Estado necesita, simultáneamente, dos formas distintas de liderazgo que, mientras se les reforma, hoy están concentradas en una sola persona.
El Presidente Felipe Calderón asumirá ambas funciones: será jefe de Gobierno y al mismo tiempo jefe de Estado.
Al nuevo Presidente le corresponde convocar, pensar y proponer acciones concretas que permitan regenerar los símbolos del poder y de la autoridad del Estado democrático. Tiene que crear la nueva forma de usar el poder democrático. No lo hemos hecho.
Su antecesor no sólo no transformó las instituciones, porque no supo y no pudo, sino que, además, con su estilo personal de “gobernar”, claramente lastimó y debilitó al Estado y fue incapaz de construir las nuevas formas de ejercer el poder político, de manera legítima, en un entorno democrático.
El nuevo gobierno asume el poder en medio de una severa crisis de Estado. La salida puede estar en lo que Jacqueline de Romilly llamó la educación por las leyes. Será necesario innovar y ejercer el poder democrático de manera pedagógica, construyendo una nueva educación de la ley en democracia, no con autoritarismo, sino con autoridad. Es tiempo de convencer y de pactar
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