Luis XIV hubiera estado orgulloso. El gobernante mexicano no tiene por qué rendirle cuentas a nadie: su responsabilidad es tan grande que sus funciones tienen que estar por encima de cualquier reclamo o escrutinio. Esa, al menos, ha sido la reacción de los líderes de los partidos políticos: la ciudadanía no tiene por qué molestar a los políticos ni dudar de su competencia porque los ciudadanos no cuentan y sus reclamos entrañan la disolución del Estado. Punto. Reacciones torpes y ciertamente innecesarias, pero que revelan una de las grandes grietas de la vida política nacional: la desconexión entre políticos y ciudadanía.
El reclamo no podía ser más lógico: si no pueden cumplir o no saben cómo hacerlo, renuncien. En cualquier democracia que se respete, los políticos hubieran respondido con modestia y un compromiso creíble de actuar. Pero nuestra democracia no es tan ambiciosa. Aquí la respuesta ante el reclamo ciudadano por la ola de criminalidad que invade al país desde hace al menos dos décadas fue un tanto peculiar: ustedes no tienen derecho a reclamar: ¿quiénes se creen? En lugar de estadistas, actores centrales en un proceso del que están a cargo y en control (como políticos que entienden el poder), la respuesta ha sido dura, tajante y defensiva. Como si el hecho de cuestionar los resultados de su gestión fuera algo impropio e indigno y no un derecho elemental de la ciudadanía en una democracia consolidada o en construcción.
La respuesta de los políticos se deriva de la estructura de poder que caracteriza al país en la actualidad. Partidos desvinculados de la sociedad, políticos –con muchas y notables excepciones de honestidad y devoción al servicio público- que permanecen en el poder, o alrededor, sin jamás tener que hacer otra cosa. Mientras que cuando sus contrapartes europeos o estadounidenses concluyen su mandato (por retiro o por perder una elección) reconocen que terminó su ciclo y es tiempo de dedicarse a alguna otra actividad (así sea para cosas menores como ganarse la vida), los nuestros permanecen por siempre, a la espera de la famosa “rueda de la fortuna” que caracterizó la era priísta donde siempre era posible que la Revolución les “hiciera justicia”. Esperar –aguantar vara- era una parte inherente del viejo sistema que no ha desaparecido a pesar del fin de la era del PRI. La diferencia ahora es que ya no son sólo los priístas quienes se sienten vulnerables frente a una ciudadanía demandante. Ahora los políticos de todos los partidos aborrecen a la ciudadanía y reaccionan con la misma torpeza. Como si el Estado fueran ellos y éste no tuviera vinculación con la realidad.
Pero la actitud de desprecio a la ciudadanía tiene consecuencias. La ciudadanía no reclamaba, al menos no de manera intensa, cuando el gobierno cumplía y entregaba resultados. El crecimiento del reclamo ciudadano tiene que ver con las crisis que ha vivido el país, crisis que surgieron en la era priísta, en las administraciones que muchos perredistas (los ex priistas) ven como modelo para su gestión (1970-1982) y las que no han desaparecido en las administraciones panistas recientes. Algunas de esas crisis fueron de orden político, otras económicas y otras más de seguridad, pero todas afectaron a la ciudadanía. Todas ellas destruyeron familias y patrimonios pero, sobre todo, la certeza que toda persona requiere para vivir con tranquilidad y confianza de que un futuro próspero y digno es posible.
La ciudadanía en México es resultado de reclamos y quejas, no de aportes y construcción de futuro. No podía ser de otra forma: el sistema autoritario de la era priísta, que tanta nostalgia genera, nunca permitió que la ciudadanía fuera un factor de influencia y por eso los políticos de esa escuela (casi todos), consideran a la ciudadanía como un intruso inaceptable y, ciertamente, indeseable. Su problema es que la realidad les está ganando.
El desempeño económico, político y de seguridad se encuentra muy por debajo de lo que cualquier persona en un país normal consideraría aceptable. La economía funciona muy por debajo de su potencial, la criminalidad se ha tornado en un factor intolerable de la convivencia social, en un obstáculo al desarrollo del país, y el sistema político funciona como un ente aparte, divorciado de la sociedad e inmutable frente a sus necesidades. Al país le urgen acciones y soluciones fundamentales en una multiplicidad de frentes ante los cuales los políticos permanecen inmutables. Nada cambia, nada avanza. Mientras que el gobierno chino sabe que la inamovilidad puede acabar destruyendo a su nación y por eso reforma todo lo que sea necesario, independientemente de los intereses involucrados, en México nada cambia, aún si ese no hacer trae por consecuencia la destrucción del país. ¿De qué otra manera explicar la parálisis política frente al colapso de la producción petrolera, cuyos principales beneficiarios, paradójicamente, son los propios políticos y sus generosas cuentas de gastos en todos los niveles de gobierno?
La disyuntiva es muy simple: el país no puede funcionar, mucho menos prosperar, en su estado actual. Los priístas se encuentran envalentonados porque la población les reconoce capacidad de operación política, pero sobre todo porque su formidable estructura territorial les garantiza un excepcional desempeño en las elecciones intermedias del próximo año. Pero nada de eso cambia el hecho -que todo mundo sabe- que, en lo fundamental, la vieja estructura priísta en la economía y en la política, que persiste, sigue siendo la causa fundamental del pobre desarrollo del país en todos sus ámbitos. Los panistas no han tenido la visión o la disposición para cambiar esa circunstancia y los perredistas solo quieren echar para atrás el reloj y recrear esa vieja era en todo su esplendor autoritario, si es necesario tumbando al gobierno. La ciudadanía no existe para ninguno de esos partidos y por eso no funciona el país. No es que se requiera eliminar al Estado; se requiere un Estado que represente y responda ante la ciudadanía, no ante sí mismo.
A pesar de lo que suponen nuestros políticos, la ciudadanía no quiere reemplazar al Estado: lo único que espera de sus políticos es un liderazgo efectivo, gobernantes que cumplan su responsabilidad, respondan ante la ciudadanía y le generen confianza. Mao insistía que por muchas armas o poder que tuviera a su disposición, sin la confianza de la ciudadanía ningún país puede funcionar. Lamentablemente, nuestros políticos siguen otra tradición, esa que llevó a que María Antonieta, con arrogancia, dijera “si no hay pan, denles pastel”. En nuestro caso, atole con el dedo.
La reproducción total de este contenido no está permitida sin autorización previa de CIDAC. Para su reproducción parcial se requiere agregar el link a la publicación en cidac.org. Todas las imágenes, gráficos y videos pueden retomarse con el crédito correspondiente, sin modificaciones y con un link a la publicación original en cidac.org