La nostalgia populista de usar la vía monetaria como mecanismo para financiar el crecimiento ha despertado al “fantasma de Phillips,” la vieja proposición que existe una disyuntiva entre el crecimiento económico y la estabilidad de precios. Este fantasma se manifiesta en varias modalidades—desde la idea primitiva, si bien políticamente correcta, que debemos aflojar la estabilización para privilegiar mayor liquidez, hasta versiones más sofisticadas, como es implementar un nuevo régimen cambiario de deslizamiento, con un calendario de depreciaciones controladas, con el fin de estimular el crecimiento de las exportaciones.
Esta fantasma suena mucho, ciertamente en los discursos de las campañas, también en los acuerdos que promueve la elite empresarial, y por supuesto, entre el círculo de los analistas que han vivido y se han realizado en la época de la generación devaluada. Ahora, parecerían adictos a esa inestabilidad, a ese alcoholismo cambiario, ausente desde que se ha dado un clima de estabilidad.
Hay versiones de la curva de Phillips que sí tienen contraparte material en nuestro mundo económico, que se limitan a una relación inversa entre empleo y estabilidad, pero solamente en el corto-plazo. La evidencia de los últimos cincuenta años demuestra, clara y contundentemente, que sin un sistema de precios estable, donde los agentes conocen que la unidad de poder adquisitivo valdrá lo mismo mañana de lo que vale el día de hoy, no es posible lograr mayor nivel de bienestar.
Parecería que, a la luz de estos debates, permanecemos hechizados por fantasmas monetarios superados en el resto del mundo. Una economía sana, como un cuerpo sano, depende no de más dinero, sino de dinero que compre más. Un cuerpo puede crecer sobre la base de grasa, horizontalmente, o con vitaminas, sanamente. Los agentes del fantasma de Phillips podrían prometer y presumir, que habrá más pastel para todos si aflojamos esas riendas monetarias que nos mantienen en este estancamiento estabilizador. Llevado hasta sus últimas consecuencias, podríamos repartir un millón de dólares a todas las familias del país, hasta tomar una encuesta telefónica al respecto, incluso un referendo monetario. Sin duda, habrá auge, habrá felicidad, habrá prosperidad al instante.
Hasta que se acabe la borrachera financiera, veinticuatro horas después. Todos los precios empezarán a subir, habrá escasez de productos, y se darán distorsiones inevitables en el proceso productivo. Sin duda, este escenario es imaginario—pero es llevar a estos, y otros, fantasmas, hasta sus últimas consecuencias.
Por lo mismo, preocupa que, en su versión cambiaria, se hable de un deslizamiento o control del tipo de cambio, sobre todo con una cuenta de capital abierta. El control sobre precios como los precios de los libros es una tontería muy triste, pero tolerable. Mejor que se controle ese precio, u otros, que la madre de todos los precios, o sea, el tipo de cambio. La flotación es el sistema cambiario más democrático, donde los actores votan todos los días, es más, todos los segundos de todos los días. Algo controlado, administrado por una autoridad iluminada, tenderá a ocasionar rebelión. Ya sabemos que pasa entonces, es una historia muy real en nuestra tradición cambiaria.
A todos los fantasmas: requerimos no de más dinero, sino dinero que compre más. Esa es la premisa capital para la acumulación de poder adquisitivo real.
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