“Se cuidadoso con lo que deseas”, reza un viejo aforismo, “porque se podría convertir en realidad”. Tanto el electorado como el virtual presidente electo deberían meditar sobre esta advertencia. El triunfo de Enrique Peña Nieto fue impecable e indiscutible. Vista en retrospectiva, esta contienda fue un nuevo parteaguas, similar al 2000. Ahora viene lo bueno.
El resultado electoral tiene dos vertientes: lo que quería el electorado y lo que ofreció Peña. Ambos muestran a un país cambiado.
Por el lado de la ciudadanía es evidente el cansancio. Décadas de crisis seguidas por más de desorden, ausencia de liderazgo y pobre desempeño económico acabaron por aniquilar la expectativa de que la solución estaría por el camino de un gobierno dividido, una democracia incompleta o una bola de gobiernos incompetentes. Los últimos tres gobiernos, ya librados de las crisis financieras, fueron mediocres y no lograron satisfacer a nadie. Peña leyó bien al electorado que demandaba un gobierno eficaz.
La mayoría de los problemas que padece el país en la actualidad son residuos de la era priista que no se ha superado y que se han traducido en violencia, debilidad institucional, abuso burocrático y un sistema patético de gobierno. Los gobiernos panistas no tuvieron la capacidad de cambiar al país: ni construyeron instituciones democráticas ni se distinguieron por la calidad de su gestión. Pero los problemas siguen ahí.
Aunque el resultado final de la elección no arrojó el “carro completo” que anticipaban algunas encuestas, el cambio es impactante en más de un sentido. El candidato del PRI ganó de manera clara. La candidata del PAN dio una lección de democracia y entereza hasta ahora desconocida en nuestra corta historia democrática. El candidato de las izquierdas estuvo, pues, como siempre: Facundo Cabral estaría deleitándose.
El candidato ganador se preparó por años: organizó un equipo, concibió a su gubernatura como escaparate para su campaña, planeó cada paso de la construcción de su candidatura y desarrolló una operación política impecable. En lugar de desperdiciar el tiempo atacando al gobierno federal, se dedicó a organizar a los priistas, sumar a los disidentes y eliminar toda competencia. Anticipó ataques por sus debilidades haciéndolas públicas, propiciando la redacción de libros que lo justificaban y amenazando, así fuera de manera velada, a quienes se le oponían. Se asoció con Televisa para convertirse en la única figura pública positiva por seis años y minó a sus posibles contrincantes atrayendo y maiceando a figuras protagónicas de la izquierda y del PAN, notablemente a Fox. Peña no dejó nada al azar.
La campaña procedió como una maquinaria perfectamente aceitada y financiada que se condujo como una aplanadora. Como hace poco escribió Ivonne Melgar, anticipó diversos escenarios y preparó a un equipo diestro en el manejo de imagen, respuesta inmediata y atención hasta a las contingencias más nimias, por todos los medios. A la vista de esto, ninguno de sus contendientes, por capaces, atractivos u organizados que pudiesen haber estado, tenía oportunidad alguna. Los números así lo ilustraron desde el primer día.
Ahora vienen las consecuencias.
Peña no recibió un cheque en blanco pero sí un halo de legitimidad. En lugar del riesgo que entrañaba -para él y para el país- una mayoría aplastante, el resultado electoral lo obligará a forjar acuerdos y construir una mayoría legislativa con los partidos de oposición. El talento que desplegó en la contienda sugiere que tiene todo lo necesario para lograrlo. Al mismo tiempo, los momentos en que se encontró en apuros en la campaña (como en la Ibero) ilustran el tipo de problemas que confrontará cuando se presenten escenarios no predecibles.
Es de anticiparse que en los próximos meses veremos muchos ajustes y desajustes. La guerra soterrada entre el “centro” y los gobernadores apenas comienza. A diferencia de los años treinta, estos últimos no tienen ejércitos a su alcance, pero nadie va a ceder sus privilegios con facilidad. La noción que albergan priistas nostálgicos de que se puede simplemente restaurar el matrimonio PRI-presidencia como si nada hubiera pasado en la última década es simplemente absurda. Cuando enfrentó una situación similar en Polonia, el regreso de los ex comunistas, Lech Walesa afirmó que “no es lo mismo hacer sopa de pescado a partir de un acuario que un acuario a partir de sopa de pescado”. Lo mismo será cierto del PRI: la oportunidad para Peña es inmensa.
Pronto comenzarán a hacerse visibles los poderes fácticos, unos para hacer sentir su peso y establecerle límites al nuevo gobierno, otros para cobrar favores de campaña. La respuesta que reciban, y la manera de responder, marcarán la tónica y naturaleza del gobierno entrante. La tentación de centralizar e imponer será grande. El ejemplo del Edomex -donde no se mueve una mosca sin la venia del gobernador- es sugerente.
Para Peña la disyuntiva es abocarse a recuperar lo perdido y reconstruir la hegemonía priista -tanto como se pueda-, o dedicarse a construir un país moderno, lo que implicaría exactamente lo contrario: abandonar al viejo PRI de una vez por todas. Implicaría lograr exactamente eso que los gobiernos panistas fueron timoratos e incapaces de articular. Quien primero se organice (PAN o PRD) para construir una coalición será crucial y determinará el enfoque de la política económica y el potencial de transformación al país. No tengo duda de que habrá coaliciones funcionales. La pregunta es con quién.
Un país moderno entraña, ante todo, una estructura de pesos y contrapesos que le confiera estabilidad e institucionalidad al país y al gobierno. Desde 1997, año en que el PRI perdió la mayoría legislativa, el país ha experimentado a los pesos, pero nunca ha habido contrapesos: medios para forzar al sistema y al ejecutivo a funcionar para beneficio del ciudadano, sin restricciones originadas en intereses particulares.
Lo bueno de que el próximo gobierno no cuente con una mayoría legislativa es que eso le evita la posibilidad de decidir si quiere construir un país moderno. Lo malo es que esa posibilidad dependerá de la calidad de la oposición con que se encuentre: la oportunidad, y responsabilidad, de los partidos de oposición para forjar una coalición que transforme al país hacia la modernidad es extraordinaria. La paradoja es que todo ese poder se puede usar para transformar, pero también para retroceder. La sociedad mexicana está ávida de respuestas y de futuro. Peña tiene la oportunidad de dárselas al alcance de la mano. La pregunta es si podrá vencer al PRI para lograrlo.
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