Toda sociedad organizada opera en torno al principio elemental de que los ciudadanos tienen tanto derechos como obligaciones. Todos los sistemas jurídicos del mundo parten del mismo principio: no es posible concebir a una sociedad funcional sin que ambos componentes se encuentren presentes, pues la ausencia de cualquiera de ellos implicaría ya sea el totalitarismo o el mundo salvaje de Hobbes. Aunque el nuestro nunca ha sido un país enteramente respetuoso de los derechos y obligaciones de sus ciudadanos, no hay la menor duda de que hasta hace sólo unos cuantos años los mexicanos sabíamos bien que teníamos que sujetarnos a las consecuencias de nuestras acciones. Esto ha venido cambiando a una velocidad tal que es verdaderamente impresionante el contraste entre lo que había y lo que hoy tenemos. Ha desaparecido el sentido más elemental de autoridad y el costo lo va a pagar el país en su conjunto de una manera creciente y cada vez más onerosa.
Hace años, la gente tenía que preocuparse de las consecuencias de sus acciones. Ahora, a sabiendas de que no hay consecuencias de prácticamente cualquier manera de actuar o delinquir, un número creciente de mexicanos milita por la ilegalidad. Esto lo vemos todos los días: en la criminalidad, en los secuestros, en la evasión de impuestos y la informalidad, en los autos chocolate, en el narcotráfico, en la corrupción, en la pésima administración pública, en el abuso de nuestros queridos monopolios, en la “renta” de la vía pública para estacionamiento, en la UNAM, en Chiapas y, en fin, en prácticamente todos los ámbitos de la vida nacional. La impunidad se ha vuelto la regla y todos los mexicanos deseosos de vivir en forma productiva y tranquila han pasado a ser rehenes de la impunidad imperante, cuando no del reino de la criminalidad.
No importa hacia dónde dirija uno la mirada, lo sobresaliente es la ilegalidad ligada de manera necesaria a la impunidad. Los autos llamados chocolate son particularmente elocuentes como ejemplo del deterioro que hemos experimentado. Para comenzar, un creciente número de los automóviles que se interna en el país ya no proviene de mexicanos residentes en el exterior que, luego de unas vacaciones, dejan el coche en el país, sino de un número creciente de mafias dedicadas a la importación de vehículos extranjeros para su venta en territorio nacional. Quienes adquieren estos vehículos lo hacen con plena conciencia de que se trata de automóviles importados ilegalmente, lo cual no les impide pretender que actúan de manera legítima: que no están violando principio legal alguno. Su impunidad reside en la fotaleza que les confieren las organizaciones políticas que los amparan y que promueven sus intereses mediante el chantaje a las autoridades y al resto de la sociedad (a través de plantones o bloqueos de arterias principales de circulación vehicular entre otros), además de que constituye un desincentivo para la inversión en el sector automotríz y los empleos que éste genera. La impunidad de que gozan los propietarios de esos automóviles y sus líderes políticos sólo se explica por el fenómeno dominante en estos días: la ausencia de gobierno, la falta de autoridad, la inexistencia de un Estado de derecho.
Hablar de ausencia de autoridad no implica volver los ojos hacia atrás tratando de encontrar un paraíso en el pasado. Aunque hasta hace relativamente pocos años existía un gobierno que funcionaba en lo fundamental, la ausencia de Estado de derecho es legendaria. El abuso de las autoridades y la corrupción las padece el país desde hace décadas, si no es que siglos. Pero aun partiendo de ese rasero tan bajo y tan dudoso como punto de comparación, el gobierno que existía tenía plena conciencia de sus responsabilidades más elementales; aunque concibiera su función como la de hacer cumplir las “reglas no escritas” del sistema, existía un reconocimiento cabal de que sin paz social y sin seguridad pública la convivencia humana era imposible. Hoy en día prácticamente ya no operan las leyes escritas ni las no escritas. La convivencia en el país ha quedado definida por los límites que marcan los propios ciudadanos, dentro de los estrechos márgenes que han acabado por establecer las bandas de criminales, delincuentes y el resto de las categorías sociales que viven al amparo de la más absoluta impunidad. El tema ya no radica en el riesgo que implica el que el gobierno esté perdiendo autoridad: ese umbral ya ha sido rebasado en un número creciente de instancias y regiones en el país.
En los casos de la UNAM, Chiapas y los autos chocolate, por citar tres ejemplos evidentes, es patente la ausencia del gobierno. La sociedad entera acaba siendo rehén de intereses particulares que siguen su propia lógica, como si no existiera nadie más en el país. No sólo no hay sanción para su conducta ilícita, sino que los infractores de la norma ahora van un paso adelante. Cuando no se les concede la legitimación de sus intereses y necedades o, en el caso excepcional de que la autoridad decida actuar, se dan por ofendidos y agraviados. Hemos llegado al punto en que la agenda nacional ha sido apropiada por los criminales, los alzados, los propietarios de automoviles ilegales, los evasores de impuestos, los informales, los narcotraficantes, los funcionarios corruptos y, en general, los beneficiarios de la ubicua impunidad.
El deterioro de la autoridad y de la capacidad de gobierno tiene su origen en la implosión que ha sufrido el sistema político en su conjunto. La lógica de control que por décadas dominó a la política mexicana entrañaba también el control de los criminales, de las polícías y, en general, de los diversos grupos e intereses que pululaban alrededor de las oficinas gubernamentales a nivel federal, regional y local. El control se lograba por una mezcla de premios y castigos: acceso a los beneficios del sistema a quien se portaba bien y “todo el peso de la ley” (es decir, desde el abuso burocrático hasta la tortura) a quien no lo hiciera. La criminalidad y la delincuencia se lograban acotar no porque las autoridades aplicaran la ley como frecuentemente se demanda en la actualidad, sino porque la mano dura se empleaba sin mayor recato. Con el fin del viejo sistema político, proceso que se inició a finales de los sesenta, pero que adquirió particular ímpetu a partir de 1994, todos esos mecanismos de control se vinieron abajo. La naturaleza peculiar de las instituciones políticas de antaño, que giraban en torno a una persona, y la virtual ausencia de Estado de derecho han impedido que exista algo capaz de substituir las viejas funciones del gobierno. El resultado es el reino de la impunidad y la criminalidad.
Nada de esto sería trascendental si no fuera por las consecuencias que produce el desquiciamiento integral del sentido de autoridad. Hay algunos ejemplos de sociedades que funcionan a pesar de la ausencia de un gobierno eficaz, como ilustra el caso de Italia. Sin embargo, la fortaleza del poder judicial en Italia y la relativa autonomía de que goza la actividad empresarial y la economía en general, han permitido que la ausencia de gobierno no haya impedido el extraordinario desarrollo que ha experimentado ese país a lo largo de las últimas cinco décadas. Nosotros difícilmente podemos compararnos con Italia: en México el poder judicial dista mucho de ser impoluto o significativo, las policías no cumplen su cometido y la burocracia sigue teniendo una red extraordinariamente poderosa de regulaciones y controles a su alcance, los cuales emplea, con la mayor de las frecuencias, para hacer difícil el desarrollo económico del país. El fin de la autoridad gubernamental entraña consecuencias cada vez más graves para el desarrollo del país.
No es casualidad que la inversión privada, aunque grande en términos absolutos, sea irrisoria. Los empresarios invierten lo que requieren para mantener su producción caminando y en cantidad suficiente para satisfacer la demanda de sus mercados de exportación, pero ni un centavo más. Los bancos prácticamente no otorgan crédito. Los procedimientos para dirimir disputas cuando alguna empresa entra en dificultades son tan engorrosos y prolongados que hay un creciente número de inversionistas del exterior y nacionales que ya no están dispuestos a invertir en el país. La criminalidad ha extendido sus tentáculos de tal manera que sus operadores se enteran de inmediato cuando se da un movimiento significativo de efectivo a través de una sucursal bancaria, situación que explica muchos asaltos, posiblemente hasta el que involucró a personal del Estado Mayor Presidencial. De no contener este deterioro, las consecuencias van a ser catastróficas.
La realidad del último lustro, y de las últimas décadas, hacen patente la urgencia de construir una estructura institucional capaz de hacer posible un gobierno funcional dentro del marco de un Estado de derecho pleno. Esto sólo será posible en la medida en que se articulen acuerdos políticos explícitos entre partidos y fuerzas políticas a fin de legitimar el uso de la fuerza pública cuando corresponda, de acuerdo a la ley. Sin estos acuerdos, el pacto social de que hablaba Locke, Rousseau y otros filósofos, el ejercicio legítimo de las facultades gubernamentales será, como hemos visto en los últimos años, imposible. El gobierno ha cedido sus espacios a la criminalidad y a la impunidad porque ha perdido toda la autoridad que le correspondería. La recuperación de esa autoridad depende de la articulación de pactos políticos y no al revés. Lo urgente es constituir un Estado de derecho. El gobierno y el Estado de derecho no lo son todo; pero sin ese binomio todo es nada.
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