El gran ausente

Opinión Pública

Mientras que los países de Asia, Europa, Estados Unidos y hasta Africa compiten y se reparten la inversión -y, probablemente, el futuro-, el gran ausente en la reunión del Foro Económico Mundial de este año fue América Latina. Los temas latinoamericanos han dejado de ser relevantes para la crema y nata de la economía, las finanzas, la política y la futurología mundial. Los temas de la reunión anual en Davos este año no requerían de América Latina porque este subcontinente parece haber desaparecido del mapa. El problema es que, en un mundo crecientemente integrado e interdependiente, el que no está adentro se quedó afuera.

Nada en el temario del foro en este año incluía algo en lo que destacara América Latina. En una conferencia dedicada a los problemas relativos a los costos financieros de la vejez, se hizo alguna referencia distante a los planes de pensión chilenos y hubo discusiones sobre el TLC y su posible vinculación con Mercosur. Fuera de esas mesas de debate secundarias, América Latina estuvo ausente. Cuando se hacía referencia a México era en relación a la crisis del 94 y su impacto sobre los mercados financieros, así como a los posibles efectos de un proceso político explosivo sobre éstos en el futuro. Fuera de ello, no hubo conferencia plenaria alguna en la que México fuese un tema sustantivo.

Por supuesto que se encontraban presentes funcionarios de primer nivel tanto mexicanos como de otros países de la región, quienes en general hicieron un papel muy decoroso, cuando no excepcional. Pero México y la región en general, como temas de análisis o discusión, brillaron por su ausencia. Ni es un tema que interese a nadie más en el resto del mundo ni parece haber un intento por parte de los gobiernos de la región por engranarse con los temas y proyectos del futuro. Más bien, lo poco que sí hubo de México y de Latinoamérica se refería al pasado. Esto quizá ocurre porque algunos gobiernos están peleando con secuestradores, mientras que otros sólo piensan en su reelección; otros más ya se quemaron una vez, por lo que mejor no se aparecen frente a este imponente foro; y, finalmente, están los demás, los que no tienen programa o proyecto nacional fuera de atender lo urgente, por lo que no se atreven a exhibir sus limitaciones ante los líderes de la economía mundial. El hecho es que el mundo avanza en una dirección, mientras que nosotros nos consumimos en lo que pudo haber sido pero ya no fue.

Es irónica la actitud de los gobiernos latinoamericanos, expertos en manipularlo todo y en pretender que saben mejor que todos y cada uno de sus habitantes lo que es bueno para ellos, tanto en la economía como en la política. Con su ausencia y total inacción en el foro más importante del mundo en materia de inversión y desarrollo futuro, no sólo pretenden que su creciente aislamiento es algo irrelevante sino que parten del principio de que el tiempo juega a su favor. Si hay un área en la que los gobiernos de la región se ganarían el galardón dorado, ésta sería precisamente la de su propensión permanente e infructuosa de manipular las variables económicas y políticas. Evidentemente hay muchos países en el mundo que se dedican a manipular todo lo que pueden: nadie más que los asiáticos. Pero hay una gran diferencia entre unos y otros. Esos gobiernos han sabido distinguir con gran tino las variables que se pueden manipular con éxito de aquéllas en las que simplemente no hay manera de hacerlo bien. Los resultados son patentes: mientras que países tan disímbolos como Tailandia, Malasia, Filipinas, Vietnam y hasta Corea del Norte crecen como bólidos, en América Latina sólo Chile puede preciarse de semejante logro, seguido de una manera distante por Argentina. Un agudo observador occidental residente en Japón llamó a este fenómeno: la “enfermedad latinoamericana”. El problema, dice, reside en la incompetencia permanente de sus gobiernos.

En los países de este hemisferio, los gobiernos no pueden dejar de manipular el tipo de cambio, a los sindicatos, a las cámaras empresariales y a los medios de comunicación. En algunos casos su objetivo es iluminado, en otras es de lo más pedestre. El hecho es que simplemente no pueden dejar de manipular. Sus fracasos en estos temas son patentes. Lo impactante es observar todo lo que estos gobiernos no se dedican a hacer: como proporcionar y propiciar una mejor educación, o las condiciones para una rápida transición entre empresas y empresarios quebrados hacia otras y otros que tengan dinero y mejor capacidad para una rápida transformación, menos regulaciones onerosas, mejores condiciones para pagar impuestos y, en nuestro caso en particular, arreglos institucionales para asegurar un proceso político tranquilo y sin incidentes en caso de que el congreso quede en manos de la oposición. Como en Davos, la calidad de gobierno se debe medir por las grandes ausencias.

En el Foro Económico Mundial este año el gran ausente fue América Latina. Prominente entre los ausentes fue México. Los temas que ahí se discutieron son todos clave para nosotros, pero en ninguno estuvimos presentes. Las discusiones y conferencias medulares giraron en torno a los grandes temas del siglo XXI: la globalización, las comunicaciones, la economía digital, la tecnología y, sobre todo, las condiciones que cada país tiene que crear para estar ahí. Si uno observa lo que están haciendo países tan disímbolos como Irán, Egipto, Sudáfrica, Rusia, Malasia y Polonia, por citar sólo algunos parecidos en alguna u otra forma a México, no hay uno que no esté planteando nuevos esquemas educativos, acceso a nuevas tecnologías y el desarrollo de una economía capaz de absorber lo que viene en las próximas décadas. Para ellos, lo urgente es elevar los niveles educativos y reducir la capacidad de manipulación de sus burocracias para atraer las inversiones y las tecnologías que les harán posible alcanzar niveles de desarrollo tan elevados como los que nosotros también deseamos, pero para los que simplemente no nos estamos preparando.

El discurso y la retórica de los presidentes y primeros ministros prácticamente era indistinguible. No había líder político alguno que no estuviera privatizando, desregulando, desarrollando proyectos de inversión, negociando acuerdos de libre comercio o anunciando transformaciones políticas sustantivas. Si uno lee los discursos -en lugar de escucharlos- de personas tan diversas como Mandela, el presidente de Polonia, el primer ministro ruso, Mubarak de Egipto, Arafat o Netanyahu de Israel, lo que salta a la vista son las semejanzas, no las diferencias. En contraste, los debates que uno lee en la prensa mexicana -sobre la apertura comercial, el gasto público, o sobre la inversión extranjera, por ejemplo- son nada menos que bizantinos tanto para los gobernantes como para los partidos de oposición de los países antes citados. Todos ellos están en la misma órbita. Nadie discute la dirección de la política económica; por lo que se pelean es por la velocidad con la que van a llegar ahí. Todos, menos nosotros, buscan atraer y cautivar a la inversión, a la opinión pública internacional. Uno se pregunta si, en ese contexto y con esos contrastes, tendremos igual posibilidad de salir adelante que aquellos.

El mayor de los contrastes se encuentra en la diferencia de enfoques. Mientras que aquellos se debaten en el cómo la economía digital va a transformar a los niños de primaria en El Cairo dentro de dos décadas, nosotros nos seguimos consumiendo con discusiones como aquélla en torno a las cámaras de industria y de comercio, y si éstas deben ser obligatorias o no, o con acciones como la que llevó a cabo la SCT al alterar, después del hecho, las reglas del juego en la privatización de una línea de ferrocarril. Los temas y nuestros niveles de debate son tan patéticamente diferentes que no es difícil explicar porqué las tasas de crecimiento de algunas regiones son tanto más elevadas y sostenidas que las nuestras y por qué a nosotros nos ven con suspicacia en el resto del mundo.

Por supuesto que los niveles de crecimiento de los países exitosos se han logrado gracias a que, a lo largo de algunas décadas, se construyeron los cimientos para hacer eso posible. Sin embargo, un ingrediente central del éxito que se observa en Asia, en algunos países de Africa y en Europa oriental es la visión de sus gobiernos y la disposición a convertir esa visión en proyectos concretos, en privatizaciones, en acciones dirigidas a crear consenso detrás de un concepto de desarrollo que todos puedan compartir. Quizá aquí logremos que algunos indicadores mejoren, pero para lograr el desarrollo se requiere, primero, la visión y, después, el convencimiento de toda la población. Esto necesariamente implica un delicado trabajo político, para que sea posible que el país entero persiga un objetivo común. Sin ello, el anhelado desarrollo no llegará nunca.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.