México no es el primer país de la historia en padecer conflictos políticos, estructuras institucionales poco propensas al entendimiento y una parálisis en su desarrollo. Si uno observa el mundo en general, lo típico es eso y por eso hay tantas naciones atrasadas, pobres y sin mayor potencial. Pero también hay algunos países que funcionan excepcionalmente bien y unos pocos que han encontrado la forma de realmente avanzar. Hace algunas décadas México se encontraba entre las naciones que parecían ganadoras; hoy parecemos empeñados en competir por el último lugar.
Los países desarrollados tienen instituciones fuertes y confiables que evitan los extremos y permiten continuidad independientemente de la calidad de sus gobiernos. Cuando no existen instituciones fuertes, como es nuestro caso, sólo un liderazgo efectivo que genera confianza y suma tanto al mundo de los políticos como a la sociedad en general, puede lograr lo mismo. En los últimos lustros Brasil logró encontrar precisamente esa combinación y por eso comienza a descollar. Nosotros estamos atorados porque no existe esa combinación fundamental.
Muchos arguyen que nuestro problema central reside en la intensidad del conflicto que vivimos. Sin embargo, basta observar lo agrio y vitriólico del debate estadounidense respecto al sistema de salud para concluir que no hay razón para suponer que las democracias son tranquilas, civilizadas o libres de antagonismos. Nuestros conflictos no son más intensos que los de otras democracias. Lo que nos distingue es que ninguno de esos conflictos y desafíos se resuelve bien. Desapareció el viejo sistema político que concentraba el poder y le daba funcionalidad al gobierno y al desarrollo, al menos hasta los sesenta, y desde entonces hemos dado tumbos que no han hecho sino acentuarse desde el advenimiento de la democracia electoral. Hoy tenemos un sistema político disfuncional que no se ha traducido en una mejor o mayor capacidad para tomar decisiones y enfrentar los retos que tenemos.
El debate público ha generado muchas ideas para corregir estos males, la mayoría de las cuales se concentra en la necesidad de que el gobierno cuente con una mayoría legislativa o, de plano, que adoptemos el sistema parlamentario de gobierno. El concepto suena lógico pero no resuelve dos problemas centrales: el primero es que no es evidente cómo será posible acordar y aprobar el tipo de reformas que esto requeriría si no nos podemos poner de acuerdo ni para la ratificación de algunos embajadores, por no hablar del presupuesto. El otro problema que esta perspectiva no resuelve es que el sistema presidencial que tenemos fue diseñado para limitar el poder del presidente y si algo une a los mexicanos es el deseo de que nunca más exista un presidente con la libertad de imponer sus decisiones sobre la población en su conjunto. En el fondo, la propuesta de lograr esquemas que persiguen una mayoría legislativa cercana al presidente en cualquiera de sus modalidades es reconstruir el viejo presidencialismo, al menos en algunas de sus facetas.
Independientemente de que alguna reforma en este sentido eventualmente pudiera resultar útil, en este momento lo que urge es que nuestros políticos comiencen a ganarse la vida resolviendo los entuertos que enfrentamos por medio de la negociación porque sin eso ni siquiera podría ser posible contemplar reformas de la envergadura propuesta. Hay ejemplos rescatables que muestran que esto es perfectamente plausible.
Hace unos días tuve la oportunidad de participar en un seminario sobre Brasil. Cuatro expositores presentaron distintas perspectivas de los cambios que han caracterizado a ese país en las últimas décadas. Al final de la sesión llegué a tres conclusiones: primero, las reformas que ha llevado a cabo ese país son importantes pero no son nada de otro mundo, nada que no sería posible en México; segundo, el sistema político brasileño, aunque muy distinto al nuestro, no es más simple, más institucionalizado o más fácil de manipular (por ejemplo, para construir una coalición legislativa); y, tercero, su gran éxito ha residido en la excepcional capacidad de al menos los últimos dos presidentes –radicalmente distintos en características e ideología- de sumar esfuerzos, darle continuidad a la actividad gubernamental y, sobre todo, convertirse en espectaculares líderes. En una palabra, Brasil ha contado con un liderazgo claro; una estrategia consistente que ha atravesado gobiernos y partidos, una disposición, desde el presidente hasta el último político, para construir coaliciones; y, en adición a todo lo anterior, una gran apertura que evita los juicios morales simples entre actores políticos y genera una base de confianza y respeto, sin lo cual un acuerdo sería inconcebible.
Lo esencial de Brasil y otras naciones similares es que han visto al proceso de reforma no como una secuencia de gestas épicas que de un plumazo van a cambiar al mundo, sino como un proceso de cambios graduales que todo mundo entiende y que le confieren claridad de rumbo a la población, todo lo cual se traduce en un entusiasmo creciente y en una actitud ganadora. En lugar de líderes intocables e iluminados, estos países han logrado resolver entuertos, marcar prioridades y construir una base de entendimiento a partir de la claridad de objetivos y confianza entre los actores que permite cruzar barreras partidistas e ideológicas en aras de un bien superior.
En México tenemos problemas estructurales que en ocasiones parecen insalvables. El ejemplo de Brasil muestra que todo lo que se requiere es una disposición de los políticos a reunirse, verse en los ojos y entablar conversaciones que conduzcan a decisiones que todos puedan apoyar. Eso es lo que logró la Concertación en Chile al sumar a los otrora enemigos socialistas y demócrata-cristianos y es exactamente lo que sustenta a la coalición gobernante que han encabezado Cardoso y Lula en Brasil.
En nuestro país tenemos políticos excepcionales que han sido capaces de construir acuerdos y decisiones que trascienden las líneas partidistas e ideológicas pero, lamentablemente, estos se han limitado a temas de procedimiento y asuntos de menor envergadura. Lo mismo debería estar sucediendo al nivel más alto del gobierno y de los liderazgos legislativos y partidistas porque es la única manera en que será posible cambiar al país. La ausencia de marcos institucionales preestablecidos no puede ser excusa para que las personas no se puedan entender a partir de un entorno de confianza y responsabilidad compartida que permita sacar al país del hoyo. Cualquier otra cosa constituye una irresponsabilidad supina.
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