El informe y los poderes errantes

Presidencia

De ningún modo son buenas señales ver a diputados y senadores cruzar toda la ciudad en busca de posada, ni a las autoridades de la Presidencia “destanteando al enemigo” moviendo agenda cual esfera en tómbola.
El periodo extraordinario de sesiones del Congreso de la Unión, celebrado entre los días 21 y 23 de agosto pasados, resultó “extraordinario” por varias razones. Además de ser la primera ocasión en ocho años que los plenos de ambas cámaras tenían trabajo durante el receso legislativo, también fue la primera vez desde la época revolucionaria que el Congreso completo debió reunirse en una “sede alterna”: el Centro Banamex. Si bien la Cámara de Diputados debió cambiar su recinto de manera momentánea a la Unidad de Congresos del Centro Médico Nacional tras el incendio del Palacio Legislativo de San Lázaro en 1989, y en 2008 las dos cámaras se vieron obligadas a usar sitios fuera de sus plenos, pero dentro de sus instalaciones, para sesionar –cuando se discutía la reforma energética de aquel año, de hecho—, jamás habían tenido que rentar a un particular un local con ese propósito. Por cierto, esto último bastante oneroso para el contribuyente. El “Capitolio de Conscripto” le costó a las arcas públicas alrededor de 3 millones de pesos.
Sin embargo, aún cuando el tema de los costos monetarios es atendible, las implicaciones políticas de tener un Congreso errante trascienden una cuestión simbólica. Lo mismo puede decirse de la “imposibilidad” del Presidente de la República para asistir en persona a San Lázaro a entregar su Informe de Gobierno, tal como lo padeció a lo largo de todo su sexenio el ex presidente Calderón. La situación fue tan grave que incluso propició una reforma al artículo 69 de la Constitución, la cual, desde 2008, exime al titular del Ejecutivo federal de apersonarse en el recinto legislativo para ese fin. A este respecto, se acudió a un sinnúmero de eufemismos: “se acabó el ‘Día del Presidente’” (en honor a la verdad, casi nadie extraña las peroratas kilométricas y el histrionismo de José López Portillo); “se evitarán provocaciones” (¿por qué en una democracia garante de las libertades de expresión y de tránsito, la presencia del presidente en cierto lugar, particularmente en la sede de otro de los poderes federales, puede ser considerada una provocación?); “no hay garantías” (si ése es el estado de cosas en un inmueble de gobierno, donde reside una autoridad del Estado como lo es el Congreso, ¿qué mensaje se está enviando al resto del país?).
No es que la sociedad esté ávida de regresar a los tiempos de un prolongado discurso presidencial plagado, en no pocas oportunidades, de cifras y palabras alegres (sin contar algunos manoteos y una que otra “lagrimita de cocodrilo”), cuyo sustento en la realidad solía no ser del todo firme. Tampoco se pone en duda la eficacia de los legisladores para cumplir con sus obligaciones, ya sea desde una terraza (como cuando varios diputados tomaron la tribuna en septiembre de 2012 a fin de evitar la votación de la intangible reforma laboral), o en un salón de banquetes.
Además, al recordar la historia de México, no es raro encontrar episodios donde el Presidente de la República y/o el Congreso se ven forzados no sólo a cumplir con sus funciones desde “sedes alternas”, sino también a estar en virtual fuga ante amenazas contra su integridad física. Viene a la mente el Congreso de Anáhuac, constituido en 1813 en Chilpancingo bajo los auspicios de José María Morelos, el cual debió emprender un largo peregrinaje por los actuales estados de Guerrero y Michoacán huyendo de los ejércitos del virrey español. Destaca también el caso del presidente Juárez escapando de la Ciudad de México hacia el norte del país y fincando en Chihuahua su gobierno en resistencia durante la intervención francesa. Otro ejemplo más triste es el del presidente Carranza “a salto de mata” por las serranías poblanas –donde al final encaró su muerte—, tras abandonar el tren que se supone lo llevaría a Veracruz para retirarse del país (no sin ir bien cargado con los valores de la nación, no los fuera a hurtar algún malandro).
Todos esos exabruptos parecieron haberse superado con el establecimiento del régimen posrevolucionario. Aún cuando durante la segunda mitad del siglo XX ocurrieron hechos muy graves vinculados con protestas contra el gobierno, ningún presidente rehuyó a asistir al Congreso a dar su informe sobre el estado de la Unión (ya fuera en Donceles o en San Lázaro). Tampoco veíamos a los legisladores buscando centros de convenciones para sesionar, ni mucho menos verse en la necesidad de trabajar casi colgados de las lámparas de su recinto. Por supuesto que las condiciones eran harto distintas: un régimen autoritario con la amenaza creíble –e impune—de la represión; un Congreso prácticamente unipartidista a cuyos integrantes se les pagaba por levantar la mano (o el dedo, si la fatiga apremiaba); y, para rematar, una sociedad súbdita de las ataduras de la desinformación. Ese era el otro extremo de la opción de la escapatoria: la alternativa del blindaje y la coerción.
En la actualidad, el país pasó del “para vivir(,) mejor (no le muevo)” calderonista, al “entonces sí se puede” peñista. El acto fundacional de esta transición fue, sin duda, la toma de posesión de Enrique Peña el 1 de diciembre de 2012 –el icónico 1DMx. Ese día, San Lázaro y sus inmediaciones fueron una auténtica fortaleza. Intentar traspasar ese cerco no tuvo consecuencias muy felices para quienes lo hicieron. ¿Cómo se pondrán las cosas el domingo 1 de septiembre que el Palacio Legislativo contará con un operativo similar? Más aún, ¿cómo reaccionarían eventuales manifestantes si el presidente decide hacerles una visita sorpresa a los legisladores para entregar su informe por escrito? Por ley, y como sucedió en el sexenio anterior, cualquier representante del Poder Ejecutivo –por costumbre, el secretario de Gobernación— puede cumplir con ese protocolo, incluso sin la obligación de emitir un discurso. No obstante, si el mandatario opta por hacer acto de presencia en San Lázaro –aunque su mensaje alusivo a su informe esté programado para el 2 de septiembre—, las interpretaciones serán diversas: “es un golpe de autoridad”, “es una provocación”, “es una imprudencia”, “hasta que ‘se puso los pantalones’”. Al final del día, lo preocupante es que lo único que no diríamos es: “pues no es nada del otro mundo”.
Con todo lo anterior, ¿no se estará entonces frente a una debilidad institucional cuyos “síntomas” sean tanto la no tan irrelevante “itinerancia” del Congreso, la “prudencia” presidencial de no acudir a la sede del Poder Legislativo, y la necesidad de blindar las grandes ceremonias protocolarias de la República por el temor a la ira de las turbas? De ningún modo son buenas señales ver a diputados y senadores cruzar toda la ciudad en busca de posada, ni a las autoridades de la Presidencia “destanteando al enemigo” moviendo agenda cual esfera en tómbola.
Pero cuidado. No es cuestión de usar la fuerza pública como “chivos en cristalería”, incluso si ciertos sectores de la población claman por su aplicación, sin importarles si tuviera consecuencias impúdicas o trágicas. La memoria histórica no debe hacernos olvidar los Tlatelolcos o los Atencos. Ese otro extremo refleja a un Estado torpe, inescrupuloso y arcaico. Si el Estado mexicano en verdad aspira a erigirse como democrático y respetuoso de las garantías de su población, requerirá resolver –entre otros—un conflicto esencial: encontrar fórmulas para la conciliación de derechos y no confundirlos con intereses. Es su responsabilidad lograr esta armonización. De no hacerlo, por supuesto bajo las premisas de que la “política del garrote” es deleznable y de que sólo debe usarse la potestad del Estado del monopolio legítimo de la fuerza cuando de verdad todas las otras opciones estén agotadas, ¿qué impediría a la liga de la tolerancia estirarse más y más? Un día tendremos al Congreso sesionando en Skype y al presidente encerrado seis años en Los Pinos. Total, de cualquier forma podrían cumplir con su trabajo… ¿o no?

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