El IPAB nos lleva a la argentinización

PRD

El gobierno argentino cavó su tumba cuando creó el llamado “corralito”, es decir, cuando destruyó el ahorro de toda la población. Con esa acción, dio inicio el camino al despeñadero en que ahora se encuentra un país que antes fue rico y que, por un rato al menos, parecía estar saliendo adelante. El tema del ahorro de la población es tan fundamental, tan sensible y tan crítico que nadie puede soslayarlo. Es a la luz de esta consideración que debe evaluarse el mal llamado rescate bancario en el país. Es evidente que en todo el asunto de la privatización y del rescate posterior de los bancos hubo errores, corrupción, torpeza y muchos vivales (tanto por el lado de las autoridades responsables como de los bancos y los acreditados). Es decir, en la privatización y en el rescate posterior, el gobierno diseñó un programa que incentivó el desorden, premió la irresponsabilidad y el no-pago de las obligaciones contraídas y, con todo ello, elevó exponencialmente el costo del rescate. Pero también es cierto que ningún ahorrador perdió su patrimonio, algo de lo que los argentinos no se pueden jactar. El rescate bancario fue carísimo por los errores de concepción que lo caracterizaron y por la torpeza con que se ejecutó, pero ese es un tema del pasado. Mantenerlo vivo tiene beneficios aparentes para algunos partidos políticos de oposición (incluido el PAN), pero pone en entredicho las condiciones que el país requiere para atraer inversión, eleva el costo de la deuda pública y, por tanto, lo que la población acabará pagando por el rescate. Dado que es imposible reescribir la historia y que las elecciones del 2000 ya dieron el veredicto popular sobre este tema, es tiempo de movernos hacia adelante.

El IPAB es una institución que nació preñada de vicios por los intereses y agendas en conflicto de quienes lo suscribieron. En su constitución se intentó conciliar lo irreconciliable: la agenda del PAN, que quería evidenciar la ineptitud del gobierno en turno y, además, tener la oportunidad de hacerlo cada año cuando en la negociación del presupuesto se asignaran los recursos para su financiamiento; la agenda del PRD, que siempre quiso convertir al entonces FOBAPROA en el hazmerreír del gobierno; y la agenda del propio gobierno, que no sabía ni lo que había hecho, pero tenía al menos claridad suficiente para reconocer que lo imperativo era proteger el ahorro, evitar corridas contra los bancos y la pérdida de credibilidad en el sistema bancario. Aunque buscaban fabricar un caballo, es evidente que de la suma de estos intereses en conflicto sólo podía emerger un camello.

La característica medular del nacimiento del IPAB acabó siendo la desconfianza, factor que dominó las ideas que llevaron a un diseño institucional sui generis en el que se nombraron vocales independientes, a los que se dejo aislados y desprotegidos y con todos los incentivos a actuar de una manera extremadamente cautelosa. Dado el diseño institucional que hace personalmente responsables a los vocales del instituto de lo que ahí suceda, éstos no tienen incentivo alguno para reducir el costo del rescate y si, en cambio, para minimizar cualquier riesgo personal que pudiera resultar de decisiones relacionadas con este episodio tan tristemente célebre de nuestra mala administración pública. Lo peor es que, ahora que es obvia la disfuncionalidad de la institución porque no está contribuyendo a concluir adecuada y rápidamente el malogrado rescate del ahorro y las instituciones bancarias, nadie en el plano político está dispuesto a reconocer sus errores. Todo ello conlleva a que el tema se politice de una manera permanente, con graves consecuencias para la reactivación del crédito, la atracción de inversión extranjera y, por lo tanto, la reactivación de la economía.

Como toda entidad económica, el IPAB tiene activos y pasivos. Los pasivos están compuestos por los pagarés que tanto el FOBAPROA como el IPAB emitieron a los bancos para respaldar los depósitos del público. Sus activos se componen de la cartera que la entidad heredó de los bancos. El IPAB tiene dos mandatos distintos que le complican su existencia: por un lado, es responsable de garantizar, por el momento en forma ilimitada, el ahorro del público en los bancos. Por el otro, la entidad es responsable de administrar los activos y los pasivos que heredó de la crisis bancaria del 95. Todo indica que el IPAB está bien organizado para cumplir con su responsabilidad de garantizar el ahorro hacia adelante.

Por lo que se refiere al segundo mandato, el objetivo del IPAB era vender activos y lograr la máxima recuperación posible de la cartera, a fin de reducir el costo fiscal del rescate bancario, así como asumir las obligaciones que resultaron de los programas de capitalización (de los bancos que fueron absorbidos por esa entidad), y de la compra de cartera (de las instituciones que sobrevivieron). Es decir, por el lado de los activos, el IPAB tenía que administrar la cartera y los activos que recibió, vender los activos que heredó y recuperar todo lo posible de la cartera de crédito. El manejo de los activos ha sido un verdadero desastre. Para comenzar, el IPAB heredó una enorme cartera –cientos de miles de créditos que estaban en poder de los bancos- que, al ser entregada al IPAB, dejó en buena medida de ser administrada. El mecanismo estuvo tan mal concebido, que los bancos absorbidos se desentendieron de su cartera, en tanto que los bancos que sobrevivieron, aunque la siguieron administrando, perdieron todo incentivo para reestructurarla. De esta manera, si de por sí los acreditados tenían dificultades (y, en muchos casos, indisposición) para pagar sus adeudos, una vez que la cartera se le turnó al FOBAPROA, la responsabilidad de cobranza se diluyó, lo que generó oportunidades de fraude, corrupción y caos por parte de todos los involucrados.

Por las malas políticas de otorgamiento de crédito y la confusión que caracterizó al FOBAPROA, la abrumadora mayoría de la cartera que el IPAB heredó valía muy poco. Lo que procedía era vender esa cartera con la mayor celeridad posible para maximizar su valor, así fuese éste muy bajo. El IPAB, sin embargo, ha sido en extremo cauteloso (otra vez, producto de su diseño institucional) y muchas en las subastas para la venta de cartera se han declarado desiertas porque no ha habido postor para los precios que el instituto ha querido recibir. El problema es que el precio se deteriora con el tiempo y la recuperación se vuelve cada vez menor. Algo similar ha ocurrido con la venta de los activos. Suponiendo que los precios serán más altos en el futuro, la venta de activos se pospone una y otra vez. El caso de Cintra, la controladora de Aeroméxico y Mexicana, es sintomático: hace cuatro años probablemente valía diez veces lo que vale hoy. Muchos de los temas favoritos del IPAB, como su perenne pleito en torno al intercambio de los pagarés, no son sino cortinas de humo para ocultar sus magros resultados.

El manejo de los pasivos no ha sido más afortunado, pero sí mucho más peligroso. En principio, el manejo de los pasivos no debería tener mayor ciencia, pues su valor se estableció desde el principio y sólo podía ser modificado dentro de los primeros seis meses que siguieron a la creación del IPAB. La ley que creó el IPAB le dio este plazo a la institución para que llevara a cabo todas las auditorias pertinentes y, con base en ello, determinara el valor de la cartera que adquiría y que serviría de base para la emisión de los pagarés. A eso se sumó la auditoria realizada por Michael Mackey por cuenta de la Cámara de Diputados. Esas dos instancias tenían por objeto detectar cualquier anomalía o créditos ilegales para regresarlos a los bancos o reducir el valor del pagaré respectivo. Eso fue hace tres años y, sin embargo, todo indica que la intención del IPAB es la de reducir el valor de esos pagarés al momento del intercambio, cuando se venza su plazo. Además, la deuda del IPAB, que para todo fin práctico es deuda pública, es más costosa que el resto de la deuda gubernamental por la necedad demagógica (parte de los vicios de origen) de no reconocerla como tal, lo que implica un debate interminable e innecesario, al final de cada año.

La jugada, que sin duda es políticamente atractiva, entraña consecuencias potencialmente muy graves. Para comenzar, es irónico que el mecanismo inherente al rescate bancario, y que persiste, premie el mal comportamiento y penalice el manejo responsable. El fenómeno es ubicuo en todo el espectro del FOBAPROA-IPAB. Los bancos que fueron absorbidos por esa entidad (los que habían sido pésimamente administrados) han quedado libres de toda presión política, mientras que los bancos que fueron mejor administrados son objeto de presiones interminables. Así, hay bancos propiedad de extranjeros que son “buenos” desde la perspectiva del IPAB (los que fueron absorbidos), mientras que otros, igualmente propiedad de extranjeros (los que sobrevivieron), son “malos” para esa entidad. En segundo lugar, nadie parece querer apreciar el hecho de que la excesiva cautela del IPAB entraña costos enormes para el erario, pues mientras esos activos improductivos estén en sus manos, los costos del rescate seguirán creciendo. Finalmente, aunque la noción de querer reducir el valor de los pagarés sea una muestra teórica de patriotismo, el hecho es que viola la esencia de un contrato, entraña la alteración del orden jurídico y, por tratarse de empresas protegidas por el TLC, podría ser motivo de demandas e indemnizaciones mucho más costosas en dinero y credibilidad.

Mientras los políticos disfrutan del escándalo que representó todo el affaire FOBAPROA, nadie asume la responsabilidad de reducir sus costos, concluir la venta de activos y cartera y, finalmente, cerrar el capítulo más costoso de nuestra historia reciente. La falta de sentido de responsabilidad en todo este asunto es verdaderamente pasmosa. Todo mundo se dedica a tratar de salvar cara, mientras que los indefensos contribuyentes no tenemos más remedio que apechugar. No hay nada más costoso que la demagogia y, si no, preguntémosle a los empobrecidos argentinos.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.