El Morris Xalapensis: un refrito efectivo

PVEM

Dadas las reglas del juego vigentes, la fugaz efervescencia de campañas como la del gato Morris que son desalentadoras del voto, disfrazadas del falso eufemismo de fomentadoras de la conciencia ciudadana, sólo dan ventaja a aquellos con mayores capacidades de movilización electoral.
“[Él] cuenta con el porte discreto de (Calvin) Coolidge, el magnetismo animal de (John) Kennedy, y la honestidad de (Abraham) Lincoln”. No, no es la descripción que hizo ante el semanario Time el ex gobernador de Nuevo México, Bill Richardson, acerca del presidente Peña Nieto. En realidad es la cita de la presentación realizada en 1988 por Eleanor Mondale –hija del ex vicepresidente estadounidense, Walter Mondale— de quien ella consideraba el mejor candidato a la presidencia de su país en aquel año: Morris, El Gato.
Sí, ése era el Morris original (bueno, una subsecuente versión desde el primer felino que, con ese nombre, ha sido la imagen de la marca de comida para gatos 9Lives desde la década de 1970). Como parte de una campaña publicitaria sin fin político alguno, Morris “contendía” por la Casa Blanca bajo el “Partido Melindroso” (Finicky Party), con un lema que arengaba a los gatos a siempre tener lo mejor, por eso debían exigir 9Lives, el alimento “con verdaderos trozos de carne”.
Como es sabido, en México –y hasta en algunos medios internacionales—ha causado sensación la candidatura de Morris (región 8, diríamos algunos) a la presidencia municipal de la capital veracruzana, Xalapa. Ahora bien, aún cuando es imposible dejar de reconocer lo viral del fenómeno, en particular al seno de la redes sociales –alrededor de 126 mil fanáticos en Facebook al 17 de junio (menos de la mitad de ellos jalapeños, a decir de sus propios creadores)—, es pertinente preguntarse: ¿qué tanta “carne” tiene este caso de iniciativa (concédase a pesar de los rumores) ciudadana?
Cabe señalar que la idea de postular a un animal distinto a un humano para un cargo público no es nueva. Uno de los primeros casos registrados en la historia fue la supuesta designación como cónsul del corcel Incitatus por parte de su propietario, el emperador Calígula. Más allá de un signo de locura del mandatario romano, los revisionistas esgrimen la teoría de que dicho acto fue una burla imperial respecto a los miembros del Senado, cuyas capacidades de gobierno consideraba menores a las de su caballo. Un sentimiento parecido ha generado Morris Xalapensis en cierto sector de la ciudadanía, mofándose de esa desafortunada –si bien merecida en no pocas oportunidades— generalización de la figura de los políticos mexicanos: perezosos, mañosos, comodinos, entre tantas otras referencias negativas.
Ya más cerca a nuestra época, en 1968, durante los trabajos de la Convención Nacional del Partido Demócrata en Chicago, el movimiento contracultural del Partido Internacional de la Juventud (YIP, por sus siglas en inglés), cuyos miembros se autodenominaron ‘yippies’ (una radicalización de los ‘hippies’), postularon a la presidencia de Estados Unidos al cerdito Pigasus, El Inmortal. El lema de los yippies era: “Ellos (el sistema) nominan a un presidente que se come a la gente. Nosotros nominamos a un presidente que la gente se puede comer”.
Los líderes yippies protagonizaron algunos disturbios en las inmediaciones de donde se llevaba a cabo el evento de los demócratas y enfrentaron un juicio, ya en los años de la administración Nixon, por cargos de conspiración. Todos fueron absueltos. Uno de los más radicales, Jerry Rubin, quien liberó al puerquito en medio de una multitud para que “rindiera su protesta como candidato”, tuvo un desenlace peculiar. Harto (según él) de los excesos de la contracultura (sexo, drogas y demás), decidió convertirse en empresario e inversionista en el ramo de los productos naturistas (legales, claro está). La fortuna que amasó en las siguientes dos décadas lo convirtieron en multimillonario, pasando de yippie a yuppie. En alguna declaración, Rubin aseveró que “la generación de riqueza es la verdadera revolución americana. Lo que se necesita es una infusión de capital a las zonas más deprimidas del país”. Así, como ocurre en infinidad de casos en todos los países del orbe, un fervoroso “antisistémico” se convirtió en un exitoso “sistémico”. Algo hay de eso latente en la figura del Morris Xalapensis.
La desgastadérrima arenga de “No votes por un político” –fraseada de muy diversas maneras— todavía surte efecto ante la corta memoria de la mayoría de los electores. Hace poco más de una década, la franquicia política fundada por Jorge González Torres fundamentaba su proselitismo en el “No votes por un político; ¡vota por un ecologista!”. Hoy tenemos a un muy bien consolidado Partido Verde, aunque “un tanto flojo” en su vena ecologista.
Tal vez los creadores del Morris Xalapensis no pretendan constituirse en un partido político, pero sí tienen un enorme potencial de dar –voluntaria o involuntariamente—un impulso adicional al desasosiego ante la incomprendida (por decir lo menos) transición democrática. Cierto, los partidos políticos se han ganado a pulso una pésima fama con vergonzosas historias de corrupción, nepotismos con cargo al erario público, prepotencia, manipulación con fines electorales de las necesidades y, por qué no decirlo, ambiciones de los ciudadanos, abusos de poder y, lo más grave, defraudación a la confianza de quienes vemos en ellos medios legítimos de representación. No obstante, mientras el sistema de partidos no encare un replanteamiento serio, incluso más allá del perfeccionamiento de la de por sí delicada figura de las candidaturas ciudadanas –las cuales son otra larga historia que contar en cuanto al análisis de su pertinencia—, dichas organizaciones continuarán, por ley, “con la sartén por el mango”.
Por cierto, hablando de leyes, los rumores sobre una eventual anulación de los comicios municipales en Xalapa por medio del voto masivo a favor del Morris Xalapensis, son falsos. Incluso si 99 por ciento del padrón jalapeño sufragara por el minino –lo que contaría como votos por “candidatos no registrados”, no como “votos nulos”—o sólo anulara su boleta, con un solo voto por alguno de los candidatos registrados, éste aseguraría su victoria. De acuerdo con el artículo 315 del Código Electoral para el Estado de Veracruz de Ignacio de la Llave, “sólo podrá declararse la nulidad de una elección cuando las causas que se invoquen estén expresamente señaladas en [el] Código […]”. Entre las causales de nulidad, señaladas en el Libro Quinto, Título Segundo, Capítulo Primero, del ordenamiento citado, no se encuentra indicada la contabilización de determinado porcentaje de votos por candidatos no registrados (como Morris Xalapensis) o de sufragios nulos.
La única forma de que Xalapa no tenga un ganador en las elecciones del 7 de julio, sería que los candidatos registrados contraigan el “Sindrome Milhouse-Simpson”. En la célebre serie animada estadounidense The Simpsons, Bart Simpson pierde los comicios de jefe de su clase porque ni siquiera él, ni su mejor amigo Milhouse, acuden a votar, pero sí lo hacen su contrincante Martin Prince y su coordinador de campaña. La victoria de Prince por dos votos a cero, refleja de manera chusca qué sucede cuando hay un electorado apático e indolente in extremis, frente a un “aparato” de movilización suficiente, ni siquiera tan avasallador, a fin de conseguir el objetivo fundamental de unos comicios en una democracia formal: ganar bajo las reglas del juego.
Ahora, el que esas reglas del juego se cumplan a cabalidad, sí depende en buena medida de la participación activa de los ciudadanos. No son pocos los logros conseguidos por la sociedad civil organizada, sobre todo en los últimos años, incluso cuando las leyes no les son favorables. El poder ciudadano es innegable. Lo malo es que solemos acordamos de ese poder sólo en temporadas electorales, justo en el instante donde, paradójicamente, dado el diseño del sistema, menos se puede hacer. ¿Acaso nuestro paladín Morris Xalapensis se encontraba durmiendo su siesta durante, por ejemplo, las discusiones legislativas sobre las candidaturas ciudadanas?
Dadas las reglas del juego vigentes, la fugaz efervescencia de campañas como la de Morris Xalapensis que son desalentadoras del voto, disfrazadas del falso eufemismo de fomentadoras de la conciencia ciudadana, sólo dan ventaja a aquellos con mayores capacidades de movilización electoral. Esto puede manifestarse en el llamado “voto duro partidista” o en la burda y llana cooptación del sufragio vía recursos emanados de los contribuyentes.
Entre los efectos colaterales de una propaganda contra el voto partidista o, incluso, a favor del voto por opciones con escasas probabilidades de ganar, puede estar el triunfo del candidato menos deseado por los mismos “electores alternativos”. En 2000, por ejemplo, no fueron pocos de entre los casi 98 mil votantes en Florida por Ralph Nader para la presidencia de Estados Unidos, que hubieran preferido darle por lo menos los 538 votos que habría requerido Al Gore a fin de derrotar a George W. Bush en el estado, e impedir que el republicano se hiciera de la Casa Blanca (muchos en el mundo continúan lamentando ese resultado). La frase “cada voto cuenta” no es banal.
En conclusión, el futuro de Morris Xalapensis es incierto. Lo más probable es que, como buen gato, una vez saciado de atención, vuelva a su letargo, indiferente, egoísta y despreocupado. No importa si es un felino, un asno o un marrano; una ridiculez siempre tenderá a dar un resultado ridículo. “Acciones” es una palabra harto malentendida. Actuar en política no es diseñar una campaña para vender camisetas, “viralizar” memes, o hacer pegajosa una frase, canción o tonada. Eso sirve a los vendedores de papas fritas o de refrescos (y ya vivimos en carne propia que ellos no son precisamente los más aptos para gobernar).
El actuar político es algo cotidiano, es estar pendiente y alerta de las decisiones de quienes nos gobiernan, no sólo cuando caen en el escarnio público por sus escándalos o cuando ellos mismos están ávidos de nuestra atención en el momento de buscar un voto. Sin embargo, lo más importante es fomentar y practicar una cultura cívica indispensable en la consolidación de una democracia verdadera, emanada del ejercicio de una ciudadanía responsable. De otro modo, estaremos más cerca del primer Morris, ése del alimento gatuno, promoviendo una democracia melindrosa, plena de reclamos a la clase política, pero apuntalada en la ramplonería de maullidos sin rumbo.

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