Víctimas, siempre víctimas, es como nos hemos visto a lo largo de la historia. Huérfanos decía Octavio Paz. Hijos de la dependencia y de la imposibilidad de imitar a Próspero, en las versiones de Richard Morse y hasta de Eduardo Galeano. Esa ha sido nuestra perenne perspectiva. El círculo se cierra cuando llega Samuel Huntington afirmando que los mexicanos en Estados Unidos representan un riesgo para la permanencia de identidad norteamericana. Parecería que estamos condenados a ser siempre dependientes de los americanos.
Ahora, sin embargo, viene un nuevo libro, de un especialista en geopolítica, que argumenta que México será una potencia que amenazará a Estados Unidos en la segunda mitad de este siglo. De víctimas pasaremos a potencia y de ahí a desafiar a nuestra Némesis permanente. El mundo al revés.
¿Cómo sería este proceso? ¿Qué nos depara el proceso de integración que hemos vivido en las últimas décadas? Por supuesto, nadie sabe qué pasará en el futuro, pero esta es una buena oportunidad para analizar lo que existe, evaluar el planteamiento de Friedman y especular sobre sus implicaciones.
La integración en la región norteamericana no es una novedad. Lleva décadas cobrando forma y sólo en los últimos tiempos, con la adopción del Tratado de Libre Comercio de Norteamérica, adquirió una formalización parcial: se establecieron mecanismos y procedimientos para la interacción comercial y los flujos de inversión, pero no se tocó el aspecto quizá más permanente de la integración: el de las personas y los flujos migratorios. La integración es una realidad que transforma a los dos países en formas a veces impredecibles, pero cada vez más profundas, y su componente humano es, con mucho, el más trascendente.
Por décadas, la frontera México-Estados Unidos fue vista como una maldición. El viejo régimen priista consideró indispensable para su legitimidad mantener distancia y evitar cualquier contacto excesivo. Aunque se reconocía la obviedad geopolítica, se construyó todo un andamiaje político y, sobre todo, de política exterior, orientado a minimizar la cercanía. Pero esas consideraciones siempre fueron más poderosas para los políticos y los intelectuales que para el mexicano común y corriente.
Aunque relativamente pequeños en número por mucho tiempo, los flujos migratorios han estado ahí desde el siglo XIX. Con la explosión demográfica que experimentamos a partir de los setenta, los flujos se elevaron de manera dramática en las décadas subsiguientes. Para el mexicano común y corriente nunca hubo confusiones. La integración la iniciaron las personas, en ocasiones con apoyos gubernamentales (como el programa bracero), pero son las personas las que han construido puentes que trascienden a las decisiones políticas. El TLC no hizo sino formalizar lo que ya ocurría, a la vez que constituyó un reconocimiento cabal de la relación con Estados Unidos como un factor crucial, o inevitable, como se quiera ver, para el desarrollo del país.
Hasta ahora la integración ha seguido el patrón que todos conocemos y que hemos internalizado como inexorable: el país pobre acercándose al rico; el país poderoso que hizo suya la mitad del territorio que era nuestro; las víctimas pidiendo posada y empleo; la potencia mundial dándole asilo, o solución parcial, a los problemas de México. Aunque quizá exagerada, esta descripción refleja la forma y la historia. Pero ¿tiene que ser así?
En su nuevo libro Los próximos cien años, George Friedman atenta directamente contra la lógica dominante de esta relación bilateral. Su argumento es que el sentido común estará equivocado y que el devenir de la región norteamericana será muy distinto al que resultaría de simplemente extrapolar la historia. En esencia, su planteamiento es que un conjunto de circunstancias, decisiones, acciones y errores del gobierno norteamericano en las próximas décadas va a crear una nueva realidad geopolítica de la que México y los mexicanos del futuro serán protagonistas.
El análisis de Friedman parte del ciclo demográfico: gracias a su proceso de envejecimiento, en la década de los veinte y treinta Estados Unidos enfrentará una crisis demográfica por falta de personas en edad empleable, lo que le obligará a modificar la política migratoria adoptada desde los años veinte del siglo pasado. Ante la creciente competencia mundial por mano de obra, ese país liberalizará los flujos migratorios, de los cuales el principal contingente será mexicano. Según Friedman, esa migración legal se va a comportar de manera muy distinta a las oleadas anteriores de indocumentados: estos grupos no serán pasivos, se caracterizarán por su activismo y, aunque serán estadunidenses de nacionalidad, su importancia numérica y política los proyectará hacia los círculos del poder como mexicanos.
Los cálculos de Friedman sugieren que esa población será mayoritaria en muchos de los estados que antes de 1848 fueron mexicanos y eso se traducirá en legisladores, gobernadores y otros funcionarios de origen mexicano. Pero la clave del argumento de Friedman reside no en los números sino en la actitud: esos mexicoamericanos no se comportarán como estadunidenses de origen hispano sino que serán abogados de los intereses mexicanos en Estados Unidos, desde adentro.
En la lógica de Friedman, el TLC habrá sido un elemento circunstancial que afianzó la relación bilateral, pero lo que realmente la transformó fue la compatibilidad demográfica entre las dos naciones.
Al mismo tiempo, la visión de Friedman dice que México se irá transformando en el curso del tiempo, en buena medida gracias al capital que habrán formado los narcos y que le dará a México una plataforma económica con la que nunca antes había contado. A partir de la década de los cuarenta, dice el autor, México será cada vez más exitoso y asertivo, lo que cimentará las condiciones para una confrontación hacia los ochenta de este siglo. En su visión geopolítica, Friedman arguye que desde 1848 la visión de México tenía cuatro componentes, pero que hasta ahora sólo logró afianzar los dos primeros y que será en este siglo donde se consoliden los otros dos. El primero era mantener la cohesión interna, reducir el regionalismo y el potencial de insurrección; segundo, impedir la intervención extranjera; tercero, recobrar los territorios tomados por Estados Unidos; cuarto, convertirse en potencia dominante. En la visión de Friedman, la suma de los cambios en Estados Unidos con la transformación interna de México llevará a una confrontación no planeada que cambiaría no sólo la lógica de la relación bilateral, sino la historia de la región norteamericana y, quizá, del mundo. Hasta aquí el argumento de Friedman.
Es interesante que sea un estadunidense quien vea a México como una potencia en el futuro y, todavía más peculiar, que nos vea retando a la nación más poderosa del planeta. Peculiar porque no es el México timorato que proyectan nuestros políticos estos días, el México que se atrasa y rezaga porque no asume sus problemas y no encuentra la forma de crear estructuras e instituciones capaces de darle forma a un futuro muy diferente, mucho mejor.
Aunque a muchos políticos les encanta citar estudios, sobre todo de instituciones financieras (como Goldman Sachs) y de medios (como The Economist) cuando visualizan a México como una nación con potencial y capaz de convertirse en una nación rica, los mexicanos son cada vez menos receptivos: años de retórica triunfalista que no se materializa en mejores condiciones de vida les han enseñado a ser cautos y escépticos. El contraste entre la retórica de un país rico y transformado frente a la realidad de parálisis en sus procesos políticos es tan patente que resulta imposible de evadir.
La pregunta es qué puede romper el círculo vicioso de nuestro estancamiento, es decir, qué podría acercar la realidad a la retórica y cómo se vincula eso con la región norteamericana.
El proceso de integración regional es mucho más profundo de lo aparente. Para comenzar, es impactante observar cómo el crecimiento del PIB mexicano se correlaciona con el crecimiento de la producción industrial estadunidense. A lo largo de las últimas dos décadas la economía mexicana, sobre todo su componente manufacturero, se ha orientado hacia la integración de los procesos productivos en la región norteamericana. Esto ha estructurado a los principales sectores industriales de ambas naciones de una manera prácticamente indisoluble. Partes y componentes se fabrican, exportan, importan y reimportan como parte normal de un proceso, como si se tratara de fábricas en un mismo país.
Muchos critican, con no poca razón, el relativo poco valor agregado que incorporan muchos de estos procesos productivos en México. Aunque esa circunstancia tiene otras posibles explicaciones (sobre todo los defectos de nuestro sistema educativo, la baja calidad de nuestra infraestructura y la incertidumbre jurídica que caracteriza a nuestro país), lo relevante en este caso es el hecho de la integración. Ciertamente, una mejor estrategia de desarrollo por nuestra parte entrañaría oportunidades no sólo de agregar más valor, sino de desarrollar industrias nuevas en el país, convirtiendo a México en una potencia económica, como han hecho otras naciones relativamente pobres. Sin embargo, este hecho no hace sino subrayar la incredulidad que es fácil asignarle al escenario que presenta Friedman: ¿cómo es posible, a partir de nuestra realidad, imaginar a un país ganador, transformado y rico, capaz de desafiar a la mayor potencia del mundo?
El hecho es la integración y ésta prosigue a paso acelerado, aun a la luz de la crisis económica actual. Y no se trata tan sólo del ámbito industrial. El número de familias que depende de remesas es extraordinario y este factor se ha convertido en la fuente más efectiva de combate a la pobreza. Es decir, la integración es real. Quizá el tema fundamental para nuestro futuro es cómo invertir la ecuación: en lugar de que la integración siga siendo una mera válvula de escape para nuestros problemas (igual la falta de oportunidades de empleo que el insuficiente mercado interno o la ausencia de desarrollo tecnológico), comenzar a ver la integración como una palanca de desarrollo que sirva para atraer el mejor talento, permita captar capital productivo que venga por el desarrollo tecnológico que exista en el país y le dé oportunidades excepcionales al mexicano para no sólo crecer y desarrollarse, sino también convertirse en un líder natural en el mundo del futuro.
Nadie puede anticipar qué ocurrirá en el futuro, pero el planteamiento de Friedman invita a pensar en escenarios distintos, novedosos, atractivos, llenos de potencial. El que haya una confrontación o que México se convierta en una amenaza para Estados Unidos es lo de menos. Lo importante es comenzar a vernos como un país con futuro, lleno de oportunidades y capacidad de hacerlas nuestras. En la medida en que logremos ese cometido, el futuro será nuestro, con o sin Estados Unidos en nuestro camino.
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