Ari Shavit, un perspicaz periodista israelí, apunta que “el ala occidental” de la Casa Blanca es diferente a cualquiera otra anterior. Está llena de gente joven y mujeres, negros, hispanos y gays. No se ven hombres blancos de edad media, casi nadie que personifique la estructura política de antaño. Dos mujeres que conversan por señas revelan la historia completa: esta administración es una de minorías y liberales comprometidos con igualdad, libertad y justicia social. El uso del poder es suave, de un gobierno que se rehúsa a gobernar”.
Su argumento es que, desde esa posición estratégica, todo lo que antes parecía obvio y natural para observadores externos ya no lo es, y eso que les parece obvio es visto como dinosáurico a los que ahí habitan.
Es en ese contexto en el que hay que entender la racionalidad de la Casa Blanca de Obama frente a situaciones críticas, algunas de enorme trascendencia para nosotros, como la crisis de Crimea, las negociaciones de libre comercio en el Pacífico y en el Atlántico o los altercados entre el Ejecutivo y el Legislativo en materia presupuestal y de deuda. En todos y cada uno de estos casos, los supuestos que tendían a prevalecer entre los actores relevantes y que trascendían al partido que habitaba esa casa proverbial, han dejado de ser válidos. Obama es un presidente distinto.
Hace dos años escribí un artículo que titulé, con un ánimo absolutamente provocador, Obama y Echeverría. Mi argumento era que, como nuestro dilecto ex presidente, Obama estaba alterando el orden establecido de su país. Hoy no tengo duda que ese ha sido su espíritu, pero menos por el color de su piel que por su postura ideológica. Todo indica que en su desarrollo fueron mucho más importantes las lecciones de su madre, una radical de izquierda, su vida en Indonesia y su evolución como profesor de derecho constitucional y activista social. Cada una de esas facetas, como ocurre con cada uno de nosotros, fue dándole forma a sus ideas y posturas. Quizá lo más notable de su visión, que contrasta con la de sus predecesores en el gobierno estadounidense, es que ve con desdén el poderío militar de su país y cree que es posible arreglar cualquier conflicto por la vía del discurso.
Nada malo en esas características, excepto que no han tenido el efecto deseado. Estados Unidos no ha tenido un presupuesto en cinco años, el programa de estímulo fiscal resultó inadecuado en buena medida por la forma en que se decidió cómo gastarlo (le cedió esa potestad al Congreso, que lo empleó en proyectos con relativamente poco efecto multiplicador), su titubeo con pintar rayas en Siria, Libia e Irán para luego no actuar de acuerdo a su propio diseño. El caso de Crimea quizá era inevitable por la lógica estratégica de la Rusia de Putin, pero el hecho es indicativo de la percepción de debilidad que sobre Obama hay en el resto del mundo.
Hace unos días, el ex secretario de Estado estadounidense James Baker decía respecto a Crimea que quizá hubiera sido imposible parar a los rusos, pero que la respuesta debió haber sido mucho más drástica e inmediata: autorizar los veintitantos proyectos de exportación de gas licuado que han sido parados por Barack Obama.
El punto de Baker era que la mera autorización habría desatado a los mercados financieros, tumbando el valor de los activos petroleros rusos en un santiamén. Las dos respuestas la de Obama y la que propone Baker son de escritorio y no entrañan movilización militar alguna, pero la segunda es un planteamiento estratégico, de un profesional, en tanto que la cancelación de unas cuantas visas y provisiones similares no tiene dientes e irradia tibieza, la visión de un amateur.
Quizá el mejor análisis de la crisis de Crimea lo escribió Anne Applebaum: “Abiertamente o de manera subconsciente, el Oeste ha operado bajo el supuesto de que Rusia es un país occidental fallido pero que tarde o temprano se sumaría a Europa… Por primera vez parece claro que esa narrativa es errada: Rusia es una potencia antioccidental con una visión mucho más oscura de la política mundial”.
Barack Obama no tiene idea cómo responder a eso y su pérdida de liderazgo, influencia y popularidad lo refleja. Pero, toda proporción guardada, en contraste con Luis Echeverría Álvarez (quien fungiera como presidente de México de 1976 a 1982), su capacidad de dañar los intereses de su país es infinitamente menor: en Estados Unidos no hay crisis como las que en México explotaban de manera súbita.
Para eso son los contrapesos, que en Washington funcionan con enorme efectividad, si no siempre con pulcritud.
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