Diez años después de firmado el Tratado de Libre Comercio (TLC) norteamericano, la economía mexicana evidencia dos circunstancias muy específicas: por un lado, el acuerdo ha abierto enormes oportunidades para el desarrollo de nuestra economía, y muchas empresas y regiones han sabido aprovecharlas de una manera extraordinaria; pero, por otro lado, pocos mexicanos han tenido la posibilidad de utilizar al TLC como palanca para su propio desarrollo. La paradójica mezcla de avances y rezagos no es más que reflejo de nuestra realidad política y gubernamental: se liberalizó la economía en lo externo, pero no se hizo lo equivalente en el interior del país. El resultado es que hay millones de mexicanos que se han quedado a la zaga del desarrollo económico. En franco contraste con Canadá que busca ahora nuevas formas de integración económica tras agotar las ventajas del TLC, nosotros no comenzamos todavía a aprovecharlo a cabalidad. Es tiempo de ponernos las pilas y seguir adelante.
Esencialmente, el TLC fue concebido como un instrumento orientado a dar certidumbre a empresarios e inversionistas y generar la confianza necesaria en las reglas del juego en el país. Luego de años de vaivenes, crisis y altibajos, la reactivación económica requería de un marco regulatorio claro y estable; sin ello, como había sido evidente en los ochenta, la inversión no se materializaría. De esta forma, su principal objetivo era asegurar continuidad en las políticas económicas más generales. Los logros en este terreno son más que evidentes: el TLC se ha convertido en un factor de certidumbre y estabilidad y, como tal, es envidiado alrededor del mundo (razón de más para no pretender demasiados cambios innecesarios).
Lo que el TLC no ha conseguido o, mejor dicho, lo que el gobierno y los políticos no han logrado a partir de la firma del tratado, es generar un consenso interno sobre las medidas necesarias en política económica, regulación y modernización legislativa que serían necesarias para hacer de este instrumento un éxito no sólo para la inversión extranjera y los exportadores, sino también para el empresariado pequeño, mediano y, en general, para todos los mexicanos. El TLC fue una gran idea cuyos beneficios no se han extendido a la sociedad mexicana. Lo han aprovechado quienes han tenido la capacidad y visión para convertirlo en un vehículo de crecimiento; el resto, se ha quedado al margen. Urge un liderazgo político capaz de orquestar un consenso básico en los temas elementales del desarrollo económico. Sin ello, el país seguirá pobre y el TLC, a pesar de su solidez y la oportunidad que representa, habrá sido un mecanismo más que no satisfizo las expectativas que generó.
A diez años y tres gobiernos de la firma del TLC, la única constante ha sido la ausencia de una política de desarrollo que le permita a toda la población, y no sólo a las grandes empresas, aprovechar las ventajas del tratado. Un gobierno tras otro ha asumido que el tratado arrojará resultados por sí mismo, a pesar de que la evidencia indica lo contrario. Sólo las empresas excepcionalmente dotadas de talento u activos han podido sacarle provecho. Para el resto, incluyendo a la mayoría de las empresas (en términos absolutos), el TLC es un instrumento que no ha rendido los frutos esperados.
El hecho tangible es que el TLC ha servido para desregular o liberalizar el comercio exterior y el régimen de inversión, así como para garantizar la permanencia de estas reformas, pero no representa una fuente de cambio para la economía interna. Quienes viven principalmente del mercado interno padecen todos los males posibles, en especial, la maraña de requisitos impuestos por una cadena que parte de la Secretaría de Hacienda y pasa por el Instituto Mexicano del Seguro Social, la Secretaría de Economía, las autoridades delegacionales o municipales y, en general, toda la burocracia. Por si fuera poco, los costos de las empresas se multiplican por la negligencia de las autoridades que no garantizan la seguridad de las personas y sus bienes, no proveen los servicios básicos (como la electricidad) de manera confiable y a precios competitivos, ni indemnizan a las personas, incluidos los empresarios, por los daños que ocasiona el burocratismo legendario presente en todos los niveles del gobierno. Pero las autoridades no tienen el monopolio de los obstáculos: igual de complicada es la vida de un empresario cuando se enfrenta a la inexistencia de crédito y a la falta de alternativas reales en la provisión de servicios (desde transporte hasta telefonía). Si de por sí hay pocos empresarios verdaderos, los medianos y pequeños compiten con una mano amarrada a la espalda.
Dada nuestra realidad burocrática. a nadie debería sorprender la proliferación de la economía informal. Los empresarios que optan por la informalidad, aunque lo hayan hecho por mera inercia, viven enormes penurias y una incertidumbre permanente. Pero su vida no es mucho peor que la de los empresarios chicos y medianos formalmente constituidos, que tienen que sortear, igualmente, un caudal de obstáculos y limitaciones que impiden su desarrollo. En este contexto, la abrumadora mayoría de los empresarios del país no tiene la menor posibilidad de aprovechar los beneficios del TLC. Se trata de dos mundos totalmente distintos y cada vez más distantes.
Visto desde esta perspectiva, el TLC ha sido un éxito espectacular en términos agregados, pero su penetración es todavía pequeña. Las exportaciones se han cuadriplicado a lo largo de estos años, lo que coloca a México como uno de los principales exportadores del mundo. Al mismo tiempo, los flujos anuales de inversión extranjera se duplicaron a partir de la firma del tratado. Pero ahí se han estancado. Tanto las exportaciones como la inversión que llega del exterior han modificado para bien el perfil de la balanza de pagos del país, pero no han propiciado en la misma medida la transformación del conjunto de la economía mexicana. Ese desafío sigue estando ahí.
La realidad es que el TLC sólo podía ser exitoso en la medida en que todos los mexicanos, pero particularmente las autoridades, lo concibieran como un instrumento y no como un fin en sí mismo. Sin embargo, al acuerdo se le dejó aislado, como en un limbo, para que fuera aprovechado por quien pudiera hacerlo mientras que al resto no le ha quedado otra más que apechugar. Lo que se requiere es crear un entorno interno que permita acelerar el desarrollo de empresarios, así como de empresas pequeñas y medianas, y que haga propicia la competitividad de la economía en su conjunto. Es decir, se necesita de un consenso básico sobre el futuro de la economía nacional, a partir del cual se tomen las decisiones más impostergables: desde la modernización del marco legal hasta la adopción de reformas clave, sin las cuales el desarrollo industrial es inconcebible.
El problema se complica por la naturaleza de los esfuerzos emprendidos por el gobierno a lo largo de estos diez años. En lugar de abocarse a transformar las estructuras económicas y jurídicas en que se desenvuelve la economía, los gobiernos anteriores y el actual han impulsado una imponente red de tratados de libre comercio con quien se deje. Igual se han firmado tratados con naciones al sur del continente que con la Unión Europea. Ahora se comienza a negociar otro con Japón. La pregunta es para qué queremos tantos tratados si la estructura interna de la economía no permite aprovecharlos. Peor, justo cuando Canadá, uno de nuestros dos socios norteamericanos, está planteando acrecentar la integración en el subcontinente, nosotros distraemos la mirada hacia latitudes tan lejanas como Japón. No se trata de emitir un juicio sobre si se actúa bien o mal, sino advertir que en este terreno, como en otros tantos, el gobierno adolece de una estrategia que sea congruente con el desarrollo económico del país.
A la fecha, el pobre desempeño de la economía mexicana se le ha achacado a la recesión norteamericana. Esa explicación es sin duda válida, pero también es insuficiente, aunque muy conveniente. Es cierto que la economía mexicana creció mucho los últimos años debido a la enorme demanda que ejercía la economía estadounidense; sin embargo, es igualmente cierto que no toda la economía crecía al mismo ritmo y, sobre todo, que los beneficios de ese crecimiento eran muy inferiores a los que podían haber sido. Diversos estudios sobre el desempeño del TLC en estos años muestran que, a pesar de que tenemos una enorme población, las empresas han enfrentado serios cuellos de botella para encontrar personal calificado; al mismo tiempo, para muchas empresas ha sido más fácil y barato importar insumos que lidiar con la burocracia y los impedimentos que aquejan a la planta productiva nacional. Como las empresas se dedican a producir al menor costo y con la mejor calidad, todo lo que impide la consecución de esos objetivos las disuade de realizar más inversiones. Puesto en otros términos, las empresas no se dedican a la política social: si no hay los insumos y el personal requerido, se van a otras regiones, como China, donde todas estas cosas parecen estar debidamente resueltas.
La cruda verdad es que la economía cuenta con una superestructura de tratados de libre comercio que sólo un puñado de empresas puede aprovechar. Esto nos crea una disyuntiva muy simple: o resolvemos el problema estructural de la economía mexicana o dejamos de perder el tiempo con tanto tratado. Igual de importante es analizar y definir la dirección que debe seguir el desarrollo de nuestra economía: dada la prisa de los canadienses y las nuevas circunstancias geopolíticas que caracterizan los procesos de decisión en Estados Unidos, nosotros tenemos que meditar con mucho cuidado si deseamos una mayor integración regional (donde se concentra nuestro comercio exterior y existe la necesidad inminente de resolver el problema migratorio) o una mayor dispersión de esfuerzos. Lo seguro es que, en ambos casos, la única manera de ser exitosos es creando un consenso interno y empujando hacia adelante, aunque sea a marchas forzadas.
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