El mundo cambia con celeridad y nosotros no parecemos darnos por enterados. Atrapados en la mentalidad y lógica de un mundo caracterizado más por sus estancos que por su integración, empresarios y políticos persisten en buscar refugio en lo conocido del pasado, pues eso les genera certidumbre, más que en la realidad del mundo de hoy. El problema es que esa certidumbre del pasado no resuelve los problemas de hoy. Peor, mucho de lo que antes funcionaba ya no sirve para enfrentar la problemática actual y, en muchos casos, puede complicar nuestra realidad. Muchos políticos se aferran a mecanismos y valores del pasado, como si estos fuesen inamovibles; el mejor ejemplo de ello es el tema energético. Muchos empresarios, atosigados por la competencia internacional, claman por una política cambiaria distinta, independientemente de que el gobierno tenga menos capacidad de impactarla de lo que suponen. En adición a lo anterior, aunque todo mundo sabe que la racionalidad de la política estadounidense ha cambiado en los últimos años, nada ha cambiado en nuestra estrategia con relación a ellos. Mucho está de por medio.
En particular, un proceso externo avanza de manera aparentemente incontenible para nuestra realidad pero poco se discute en su dimensión real. No hay duda que la realidad fiscal estadounidense lleva meses de estar impactando los mercados cambiarios; aunque todo mundo puede apreciar el aparatoso movimiento que esa moneda ha tenido contra el Euro, poco se ha discutido su impacto sobre nuestra economía.
Cualquier economía que incurre en desequilibrios fiscales importantes impacta a sus socios comerciales y a su propia economía. De hecho, como no se cansaban de afirmar los funcionarios de instituciones como el FMI en las décadas pasadas en que nosotros vivíamos de crisis en crisis, todas las economías que incurren en desequilibrios fiscales se ajustan; la pregunta es si el ajuste es ordenado o desordenado. Un ajuste ordenado implica que es el gobierno del país en cuestión el que decide dónde se recorta el presupuesto y dónde no; es decir, a través de un esquema de ajuste, el gobierno define sus prioridades políticas en materia económica. Una función primordial de las entidades financieras multilaterales es precisamente la de ayudar a llevar a cabo un proceso de ajuste ordenado, en el cual el gobierno procura apoyos de entidades como el FMI para atenuar o, al menos, modular el ajuste, a cambio, por ejemplo, de minimizar los costos de ese ajuste para los sectores o poblaciones más vulnerables. Todas las economías que incurren en desequilibrio se tienen que ajustar y todas impactan a sus socios comerciales. Nos guste o no, el ajuste norteamericano que está en curso nos va a afectar de manera directa.
Estamos ahora ante el ajuste de la economía más grande del mundo. Por su tamaño, la situación fiscal estadounidense tiene efectos sobre todo el planeta y más sobre sus principales socios comerciales. El fortalecimiento del Euro a lo largo del último año y medio es una muestra de lo que viene: el dólar se ha devaluado, lo que hace más competitivas las exportaciones estadounidenses en mercados como el europeo (este patrón ha cambiado luego del referéndum francés, pero ese factor no cambia la naturaleza del fenómeno). Lo mismo ha ocurrido con el dólar canadiense, que se ha apreciado más de 30% en este mismo periodo. El ajuste interno en la economía estadounidense también es visible en el mayor costo de las importaciones y podría eventualmente reflejarse en un cambio de política fiscal. Pero lo relevante para nosotros es que la debilidad del dólar se ha comenzado a manifestar también en el peso mexicano, cuyo fortalecimiento puede tener muchas explicaciones, pero no hay duda que comenzamos a pagar el precio del ajuste de la economía de nuestro principal socio comercial.
Hace décadas que los empresarios mexicanos vienen clamando por lo que ellos llaman un tipo de cambio ?competitivo?. Aunque siempre ha habido un debate de sordos entre funcionarios gubernamentales y empresarios en torno a la política cambiaria, no cabe la menor duda de que el tipo de cambio es clave para el funcionamiento de las empresas, esencialmente porque ahí se resumen todas las ineficiencias, públicas y privadas, que existen en la economía mexicana. Cuando los empresarios reclaman una devaluación, la línea de argumentación gubernamental es siempre la misma: palabras más, palabras menos, los funcionarios gubernamentales siempre afirman que lo que los empresarios quieren es evitar tomar las decisiones difíciles dentro de sus empresas para elevar su propia productividad; peor, que lo que los empresarios de verdad buscan es disminuir el costo de la mano de obra, lo que tiene el efecto de deprimir los niveles de consumo. Los empresarios, más prácticos y teniendo que soportar las dificultades de la vida cotidiana, responden que hay tantos obstáculos a su actividad (infraestructura, costo de las materias primas, criminalidad, burocratismos, etc.) que es imposible sobrevivir sin un tipo de cambio subvaluado. Es evidente que ambos lados del debate tienen algo de verdadero. Pero lo que nadie parece estar reconociendo es que hay fuerzas mucho más grandes en el mundo que están impactando la cotización del peso frente al dólar, fuerzas que nada tienen que ver con la dinámica interna de la economía (o política, al menos por ahora) nacional.
Lo importante es que la realidad internacional, tanto interna como externa, ha cambiado de manera radical en los últimos años. Nuestras fuentes de certidumbre del pasado se han visto severamente alteradas y, seguramente, se modificarán todavía más. De nada sirve aferrarnos a lo que era válido antes, si ha dejado de ser relevante para el presente. Lo que tenemos frente a nosotros son decisiones muy fundamentales respecto a la productividad de la economía mexicana, la relación que requerimos frente a nuestros vecinos del norte y las fuentes de crecimiento económico, todas ellas muy vinculadas entre sí. Estos no son temas retórico, sino de esencia, pues de por medio van empleos, fuentes de inversión y, en una palabra, el desarrollo del país.
Oportunidad
Hace décadas, Venezuela desarrolló una exitosa estrategia para asegurar que su petróleo, pesado como el nuestro, tuviera un mercado asegurado, maximizara su precio y se beneficiara del valor agregado que representa su refinación en gasolinas y otros productos. Hoy Venezuela quiere deshacerse de sus refinerías en EUA, así como de la cadena de gasolineras CITGO. Se trata de una oportunidad excepcional para nosotros, si es que desarrollamos la capacidad necesaria para decidir y actuar.
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