El nuevo entorno internacional

Migración

El mundo cambia con celeridad y nosotros no parecemos darnos por enterados. Atrapados en la mentalidad y lógica de un mundo caracterizado más por sus estancos que por su integración, empresarios y políticos persisten en buscar refugio en el pasado conocido, pues eso les genera la certidumbre que la realidad del mundo hoy no les puede proporcionar. El problema es que esa certidumbre del pasado, no resuelve la problemática actual. Muchos políticos se aferran a mecanismos y valores del pasado, como si estos fuesen inamovibles; el mejor ejemplo de ello es el tema energético. Diversos empresarios, atosigados por la competencia internacional, claman por una política cambiaria distinta, independientemente de que el gobierno tenga menos capacidad de impactarla de lo que suponen. Además, aunque todo mundo sabe que la racionalidad de la política estadounidense ha cambiado en los últimos años, nuestra estrategia con relación a ellos permanece inalterada. Mucho está de por medio.

Dos procesos externos avanzan de manera simultánea, ambos profundamente relevantes para nosotros y, sin embargo, poco se discuten y menos se ven como relevantes en los principales círculos de decisión del país. Uno de ellos es la realidad fiscal estadounidense que lleva meses de estar impactando los mercados cambiarios. Aunque todo mundo puede apreciar el aparatoso movimiento que esa moneda ha tenido contra el euro, poco se ha discutido su impacto sobre nuestra economía. El otro asunto es el de la política internacional. La retórica mexicana, igual la de políticos que funcionarios, empresarios y articulistas, mantiene una unidad en torno al tema migratorio pero, más allá de reconocer que los sucesos del 11 de septiembre alteraron la fotografía, poco se ha reparado sobre la transformación que sufrió la política norteamericana a partir de ese momento. Ambos procesos tienen enormes consecuencias para México.

Cualquier economía que incurre en desequilibrios fiscales importantes impacta a sus socios comerciales y a su propia economía. De hecho, como no se cansaban de afirmar los funcionarios de instituciones como el FMI en las décadas pasadas en que nosotros vivíamos de crisis en crisis, todas las economías que incurren en desequilibrios fiscales se ajustan; falta preguntarse si el ajuste es ordenado o desordenado. Un ajuste ordenado implica que el gobierno del país en cuestión decide cómo se modifica la política económica y dónde se recorta el presupuesto y dónde no; es decir, a través de un esquema de ajuste, el gobierno define sus prioridades políticas en materia económica. Una función primordial de las entidades financieras multilaterales es precisamente la de ayudar a llevar a cabo un proceso de ajuste ordenado en el cual el gobierno procura apoyos de estas entidades para atenuar o, al menos, modular el ajuste, a cambio, por ejemplo, de minimizar los costos del mismo para los sectores o poblaciones más vulnerables. Todas las economías que incurren en desequilibrio deben de ajustarse y todas impactan a sus socios comerciales. Nos guste o no, el ajuste norteamericano que está en curso nos afecta de manera directa.

Estamos ahora ante el ajuste de la economía más grande del mundo. Por su tamaño, la situación fiscal estadounidense tiene efectos sobre todo el planeta y más sobre nosotros. El fortalecimiento del euro a lo largo del último año es una muestra de lo que viene: el dólar se ha devaluado, lo que hace más competitivas las exportaciones estadounidenses en mercados como el europeo. Lo mismo ha ocurrido con el dólar canadiense, que se ha apreciado más de 30% en este mismo periodo. El ajuste interno en la economía estadounidense también es visible en el mayor costo de las importaciones y podría eventualmente reflejarse en un cambio de política fiscal. Pero lo relevante para nosotros es que la debilidad del dólar se manifiesta también en el peso mexicano, cuyo fortalecimiento puede tener muchas explicaciones, pero no hay duda que hemos comenzado a pagar el precio del ajuste de la economía de nuestro principal socio comercial.

Hace décadas que los empresarios mexicanos vienen clamando por lo que ellos llaman un tipo de cambio ?competitivo?. Aunque siempre ha habido un debate de sordos entre funcionarios gubernamentales y empresarios en torno a la política cambiaria, no cabe duda que el tipo de cambio es clave para el funcionamiento de las empresas, esencialmente porque ahí se resumen todas las ineficiencias, públicas y privadas, que existen en la economía mexicana. Cuando los empresarios reclaman una devaluación, la línea de argumentación gubernamental es siempre la misma: palabras más, palabras menos, los funcionarios gubernamentales afirman que lo que los empresarios quieren es evitar tomar las decisiones difíciles dentro de sus empresas para elevar su productividad; peor, que lo que ellos de verdad buscan es disminuir el costo de la mano de obra, lo que tiene el efecto de deprimir los niveles de consumo. Los empresarios, más prácticos y teniendo que soportar las dificultades de la vida cotidiana, responden que hay tantos obstáculos a su actividad (infraestructura, costo de las materias primas, etc.) que es imposible sobrevivir sin un tipo de cambio subvaluado. Es evidente que ambos lados del debate tienen algo de verdadero. Pero lo que nadie parece estar reconociendo es que hay fuerzas mucho más grandes en el mundo que están impactando la cotización del peso frente al dólar, fuerzas que nada tienen que ver con la dinámica interna de la economía (o la política, al menos por ahora).

Por lo que toca a la política exterior, los mexicanos tenemos mucha dificultad en apreciar los dos lados de la moneda. Para todo mundo es obvio que la situación política estadounidense, sobre todo los factores que determinan sus prioridades internacionales, sufrió una aguda alteración a partir de los ataques terroristas del 2001. Sin embargo, la postura mexicana ha persistido en los mismos argumentos a propósito del tema migratorio, factor que domina cualquier discusión interna relativa a la agenda bilateral. De esta manera, se juzga cualquier intercambio diplomático a la luz de avances o retrocesos en esta materia, a pesar de que se especula, en nuestro peculiar estilo conspirativo, sobre la racionalidad del actuar norteamericano. Nada más revelador de esta actitud que el titular de un periódico de hace algunos meses que resumía también el sentir ubicuo de la prensa nacional: ?¿a qué vino Condolezza Rice??.

Independientemente de las pláticas o negociaciones que motivaron la visita de la secretaria de estado norteamericana, es obvio que la preocupación central de la política estadounidense es su seguridad. Por lo que toca a México, este tema se articula con los dos factores que saltan más a nuestra vista: la frontera y la migración ilegal. Así como el tipo de cambio resume todas las ineficiencias de nuestra economía, la frontera resume todas nuestras limitaciones. Aunque es evidente que, más allá de la retórica, los estadounidenses han dejado que funcionen los flujos migratorios de sur a norte (pues no hay otra manera de explicar la realidad) y que ellos conocen perfectamente bien la situación de inseguridad pública y violencia que impera en buena parte del país, misma que se exacerba en ciudades fronterizas, esos factores han dejado de ser aceptables desde 2001. Desde su perspectiva, lo imperativo es asegurar sus fronteras y eso se puede hacer con nuestra cooperación o sin ella.

La realidad internacional, tanto interna como externa, ha cambiado de manera radical en los últimos años. Nuestras antiguas fuentes de certidumbre se han visto severamente alteradas y, seguramente, se modificarán todavía más. De nada sirve aferrarnos a lo que era válido antes, si ha dejado de ser relevante para el presente. Lo que tenemos frente a nosotros son decisiones muy fundamentales respecto a nuestros vecinos del norte que impactarán nuestro futuro de forma determinante. Este no es un tema retórico, sino de esencia, pues de por medio van empleos, fuentes de inversión y, en una palabra, el desarrollo del país.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.