El llamado Pacto por México iba a ser la gran solución para superar años de conflicto y parálisis legislativa. Aunque en ese tiempo se aprobó un gran volumen de legislación y existía un amplio reconocimiento de que el país requería reformas importantes para avanzar su desarrollo, ninguna había modificado la estructura económica de manera sustantiva. El Pacto cumplió un objetivo crucial -aprobar las reformas- y abrió canales que sin duda se traducirán en una mejoría económica significativa, pero no detonó el crecimiento. El argumento gubernamental en el sentido de que las reformas toman tiempo para cuajar e impactar el crecimiento de la economía es no sólo razonable, sino enteramente lógico y legítimo, pero los problemas que ha experimentado el país a partir de que se concluyó la aprobación de las reformas muestran que hay un problema mucho más profundo y trascendente y que el Pacto, más que resolver, ocultó. Ese problema es el de la estructura y distribución del poder.
El Pacto fue una idea genial propuesta por el PRD con el objeto de compartir el costo político de las reformas. Por sus peculiares circunstancias internas -la relación entre AMLO y los líderes del partido- el PRD había quedado secuestrado, fuera de los procesos de negociación partidista, razón por la cual ese partido tenía especial razón de recuperar su presencia política y legislativa. El PAN también se sumó al mecanismo y, con ello, los tres partidos lograron lo que había parecido imposible en la década previa en materia de reformas. A pesar de la lógica de comportarse como estadistas y asumir los costos políticos de las reformas, sigue siendo extraña la decisión del PAN y del PRD de sumarse a un pacto con el PRI, dado que para esos partidos si el resultado de las reformas era extraordinario, ellos no perdían, pero si las cosas acababan siendo menos benignas perdían todo. En cambio, para el PRI el Pacto fue una forma de lograr la aprobación de sus reformas de manera expedita, sin contrapeso en el Congreso y a sabiendas de que si el resultado era bueno, sus bonos subían y, en caso contrario, las pérdidas eran compartidas.
El Pacto cumplió su propósito y el país hoy cuenta con un andamiaje constitucional radicalmente distinto al que existía antes; aunque, dada la forma en que funciona el país, la existencia de leyes no garantiza que éstas se apliquen o que las reformas entren en operación, una vez en los libros, el potencial de cambio es claramente enorme. Pero esta contradicción -entre la realidad en la calle y la que aparece en la constitución- es ilustrativa del problema de fondo que aqueja al país. En Pacto mostró que el problema, a final de cuentas, no radicaba en la facilidad o dificultad para aprobar legislación, sino en la inexistencia de capacidad de gobernar, eso que ahora se llama gobernanza. La pregunta es por qué.
El problema tiene dos dinámicas contrastantes. Por un lado, el país lleva décadas prácticamente sin gobierno. Por esto quiero decir que la capacidad para administrar los bienes públicos, mantener la seguridad de la ciudadanía, resolver los diferendos en materia judicial y, para no olvidarlo, hasta tapar los baches en las calles, es irrisoria. Nuestro sistema de gobierno se organizó para una era distinta, un país muy simple en el que las cosas se podían resolver con actos de autoridad y donde los desencuentros que de manera natural se daban cada cambio de gobierno eran tolerables. Eso hace tiempo dejó de ser cierto, primero, porque la naturaleza de los asuntos que requieren atención es cada vez más compleja y costosa, además de que requiere especialistas; y, segundo, porque, para progresar, el país requiere servicios que funcionen de manera regular, sin los cuales es imposible que las empresas produzcan, compitan y generen riqueza y empleo. Nuestro primer gran déficit es de gobierno, fenómeno que se multiplica a nivel estatal y municipal.
La otra dinámica tiene que ver con el problema del poder. Nuestro sistema de gobierno surgió del movimiento revolucionario de 1910 y tuvo el acierto de sumar a las fuerzas vencedoras dentro del apartado del predecesor del PRI. Sin embargo, en la medida en que el país ha ido transformándose en las últimas décadas, la estructura del poder ha quedado casi intacta. Para que el país progrese tendrá que atender problemas más profundos que el proceso de aprobación legislativa: tendrá que redefinir las relaciones de poder. Ese proceso no va a ser simple ni rápido, pero no por eso deja de ser trascendental.
*Forbes septiembre 25, 2015.
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