El mejor legado que puede dejar el gobierno de Felipe Calderón es crear las condiciones de desarrollo económico para evitar que alguien como Andrés Manuel López Obrador pueda aspirar a ganar una elección presidencial. En la medida en que el crecimiento económico genere mayor prosperidad entre los mexicanos, menos ciudadanos se sentirán cautivados por un discurso que incita a la confrontación social. El mayor éxito del presidente Calderón sería cambiar las condiciones que hacen de México una República de privilegios.
Esta percepción de la realidad nacional no es un invento retórico del Peje. Las castas de favoritos y privilegiados coexisten en un mismo espacio geográfico con millones y millones de desposeídos. Estas injustas condiciones sociales son un pastizal seco para que el día de mañana, AMLO u otro redentor de masas provoque la chispa que inicie el incendio. Los mexicanos queríamos construir una democracia en un contexto de profundas desigualdades sociales, ya lo logramos. Mientras la mitad de los votantes mexicanos vivan en la pobreza, cada elección presidencial traerá la amenaza latente del populismo. En los comicios del 2006 nos salvamos por un pelito, ¿nos volveremos a salvar en el 2012?
El discurso de AMLO, el domingo pasado en el Zócalo, ofrece algunos antídotos para inmunizar a la democracia mexicana contra futuros profetas de la esperanza. El tabasqueño señaló que un grupo importante de empresas y empresarios están aliviados de las cargas fiscales que agobian a la mayoría de los contribuyentes mexicanos. El Peje tiene razón. Mientras las leyes tributarias avalen este régimen injusto, AMLO tendrá banderas para llenar plazas y argumentos para despertar la indignación popular.
La izquierda mexicana es muy buena para señalar errores, pero muy mala para proponer soluciones. Durante la campaña presidencial del año pasado, AMLO se agarró de enemigo público a un banquero que hizo mucho dinero con la venta de Banamex, en una operación bursátil perfectamente legal. El PRD criticó al banquero, pero nunca presentó una iniciativa para reformar la ley. El partido del sol azteca sirve para señalar las injusticias, pero no ofrece ninguna alternativa viable para remediarlas. Si el día de mañana un banco extranjero compra una institución financiera mexicana, el marco legal vigente permitiría que la operación pudiera ocurrir sin entregarle un solo centavo al erario público.
Para los legisladores del PRD resulta más fácil tomar la tribuna de San Lázaro que proponer una reforma alternativa al ISSSTE o a las actuales normas fiscales. El gobierno de Calderón podría aprovechar la esterilidad legislativa del sol azteca para rebasar por la izquierda.
En Wall Street, los inversionistas que compran y venden acciones están acostumbrados a pagar impuestos por sus ganancias. Si la bolsa cae, los accionistas pueden deducir las perdidas de sus tributos fiscales. Sin embargo, en el mediano y largo plazo, las bolsas de valores siempre tienden a generar más ganancias que pérdidas. Una eventual reforma fiscal tendría mucho más legitimidad popular, si incluye un impuesto a las ganancias en la Bolsa Mexicana de Valores.
No se trata de arruinar el dinamismo del mercado bursátil, sino de crear condiciones de mayor equidad en el sistema fiscal mexicano. Irlanda, una de las economías más liberales y abiertas del mundo, aplica una tasa de 20 por ciento a las ganancias de capital. Por cada peso invertido en la Bolsa Mexicana de Valores el 1 de diciembre del 2000, hoy se tendrían cerca de 4.5 pesos. Si nuestro país tuviera el mismo modelo tributario que Irlanda, el gobierno se hubiera quedado con 70 centavos y el inversionista se hubiera llevado a su casa 3.8 pesos. No parece un mal negocio. Pagar impuestos es una calamidad. Sin embargo, una tasa razonable de 20 por ciento es un precio pequeño, si se compara al beneficio de mantener al Peje en el Zócalo y no en Los Pinos. El problema de fondo no es López Obrador, sino las condiciones de pobreza e injusticia que hacen posible su liderazgo.
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